No quería irme de Puno sin despedirme
personalmente de mi inca favorito, Manco Cápac, fundador y primer soberano del
imperio inca, en cuyo honor los puneños levantaron una estatua en el cerro
Huajsapata desde la que domina toda la ciudad y la bahía. Con esa
idea, cuando bajamos del barco que nos trajo de la isla de Taquile, propuse al
grupo de amigos que conocimos durante el viaje dar un paseo por la ciudad aprovechando las escasas
horas de luz que quedaban, antes de partir a Cuzco el día siguiente.
Quedamos frente a la catedral, situada en
un costado de la Plaza de Armas, como es tradicional en el urbanismo colonial
de la época. La catedral fue construida sobre el llamado "cerco del diablo" un lugar de especial relevancia para los nativos, por ser donde hacían los rituales destinados a agradar al
demonio a fin de que éste no les causará daño. A falta de guía, me arrogué de esa
prerrogativa para explicar lo que ya había aprendido en otras iglesias coloniales
sobre el barroco indígena que en esta fachada también alcanza un alto grado de
calidad. Así es que me apliqué en la lectura de las imágenes talladas por un alarife local sobre la
piedra caliza con mucha pericia. La fachada se abre como un
enorme libro apoyado en un facistol de proporciones catedralicias. Sobre sus ilusorias
hojas se despliega un imaginario alfabeto compuesto por decenas de imágenes,
donde cada detalle esconde una intención, un mensaje a descifrar, entre las
volutas de las flores, las imágenes esculpidas o su posición preponderante o
secundaria en el gran escenario de la fachada principal del edificio. En el
sitio más destacado el Creador con el orbe en la mano, símbolo del dominio de
Cristo sobre el mundo; por debajo las figuras de los santos, el apóstol
Santiago a caballo, nuestro Santiago “Matamoros” transformado en Santiago
“Mataindios” y los ángeles de la corte celestial en alusión a la simbología
propia de la nueva religión católica. Pero resultaba más interesante reconocer
entre toda esta iconografía la propia de los indígenas que no se resistían a
perder sus señas de identidad y, así, aparecen representados el puma, animal
sagrado para los incas, símbolo de fuerza e inteligencia, sirenas con máscaras o
las flores de panti, una flor a la que atribuían la virtud de aliviar las penas
que en estas fechas de brutal colonización eran, sin duda, muchas. Este mestizaje
de lo español y lo indígena, del catolicismo y el panteón incaico, de lo
impuesto y de lo sobrevenido allende los mares, es lo que imprime un valor
añadido al arte sacro de los países andinos y lo hace especialmente interesante
en todos los campos del arte dotándolo de una fisonomía propia y bien
reconocida.
Aunque el mirador de Manco Cápac estaba muy cerca de la Plaza de Armas, a apenas cuatro cuadras, nos dejamos acongojar por la altura y el desconocimiento de la ciudad y cogimos un taxi que nos subiese hasta el cerro. Las vistas son magníficas. Desde allí son visibles los otros dos miradores de la ciudad: el mirador Kuntur Wasi, o casa del cóndor, donde éste despliega sus gigantes alas de 11 metros de envergadura a 3.990 metros de altura, para posarse en la tierra sin apenas haber descendido del cielo, o atraparla con sus garras y remontarla por los aires para llevar la ciudad entera ante la presencia de Inti, el Sol, el más poderoso de los dioses incas, y, el mirador Puma Uta en el que un puma erguido sobre sus patas delanteras, con todos los músculos en tensión, protege vigilante la ciudad de Puno, simbolizando a la vez al Titicaca que en aimara y quechua significa “Puma de Piedra”, el mismo cuya sigilosa silueta transformada en el mismo lago, salta para dar caza a una vizcacha, una liebre andina de considerable tamaño.

Descendimos a pie por un sendero del cerro
que nos dejó a los pies de la catedral en apenas diez minutos. Curiosos pasamos
a visitar el Museo Municipal Carlos Dreyer, un museo de apariencia tan humilde que incluso tuvimos que iluminar algunas piezas con la linterna de
los teléfonos para poder verlas. La calidad y
cantidad de objetos que vimos nos dejó sorprendidos. De la mano de un guía, tan ilustrado como todos los que
conocimos, recorrimos sus salas repletas de objetos preincaicos pertenecientes
a la cultura de Tiahuanaco que alcanzó su máximo apogeo con los aimaras: orfebrería
en oro y plata, esculturas líticas, colecciones de monedas y restos de tejidos,
todo muy bien conservado.
La algarabía de una sonora orquesta que
lanzaba al frío aire de la noche puneña estridentes sonidos agudos, nos sacó
del museo. Llevaban en andas a la virgen del Carmen. Detrás una comitiva de
autoridades y personas vestidas de gala con sus vistosos trajes regionales
dejaban atrás la catedral hasta perderse en la oscuridad de la empinada cuesta que sube al cerro Huajsapata quizás, ¡quién sabe!, buscando la bendición de Manco
Cápac.
Los ecos de los instrumentos de viento se fueron apagando
hasta desaparecer. Comenzaba a hacer mucho frío. También nosotros regresamos a
nuestros hoteles. En la Plaza de Armas se quedó velando nuestro sueño el
coronel Francisco Bolognesi, héroe de Arica, al que un agradecido comité de
damas puneñas levantó una estatua en su honor.
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