En la Plaza Mayor nos espera José
María Rodríguez, compañero de Chema y autor de varias publicaciones sobre la
catedral, el cual aceptó generosamente
ser nuestro guía. El azul celeste enmarca la fachada inconclusa del
templo, el primero de traza gótica construido en las ásperas tierras de Castilla
tras la conquista de la ciudad en 1177 por Alfonso VIII.
El cicerone guarda un parecido
razonable con Peridis. Armado con un puntero láser emula a Luke Skywalker,
héroe y protagonista de Star Wars. Nadie que habite en la galaxia catedralicia
escapa al rayo que proyecta su sable de luz. Blandiéndolo con la destreza de un
maestro jedi descubre a golpe de estocadas, una tras otra, las imágenes que
desde sus escondrijos se asoman al inmenso vacío de las naves. Ante nuestros
ojos desfilan la cabeza de tres caras de la Santísima Trinidad que escapó
milagrosamente de los inquisidores, por antinatural; los indios del Nuevo Mundo ocultos entre la pétrea vegetación de hojas de col; los grotescos
demonios nunca vencidos que, expulsados del cielo, hicieron de la
tierra su reino, o la hierática imagen de la
Virgen del higo. En aquel universo de piedras
talladas, hierros forjados a golpe de martillo y mares de óleos nada escapa al
ojo crítico de José María. Con un leve giro de muñeca, su espada
interestelar envuelve en fintas
luminosas a los seres inanimados que habitan en la catedral exponiéndolos a la
vista para regocijo del público.
Prosigue incansable, llevado por el
entusiasmo de sus propios descubrimientos, explicando los detalles
iconográficos tallados en las arquerías góticas, la crestería de las rejerías
renacentistas o las enigmáticas sonrisas de los 11
arcángeles que sobrevuelan el falso triforio del coro con crípticos mensajes.
El duodécimo cayó de las alturas como una centella, siguiendo la estela de Lucifer,
para morir abrasado en las llamas del incendio de 1767.
Al recorrido turístico se sumó un
joven desconocido que resultó ser el regidor de la ciudad, interesado por las
explicaciones de José María que, en ese momento, descifraba la truculenta
historia labrada en un arco ojival, de Juan el Bautista que acabó con
su cabeza en una bandeja de plata víctima de la venganza de Herodías, acusada
por el profeta que anunciaba la venida de Cristo, de adulterio con su cuñado Herodes Antipas. Cuando unos días después
pregunté a mi anciana madre su opinión sobre este culebrón bíblico, me
respondió compungida que los asuntos de cama vienen de muy lejos.
Bajo las bóvedas del claustro
renacentista se expone la maquinaria del reloj que antaño ciñó la muñeca
poderosa de la torre del Giraldo hasta su repentino colapso una aciaga mañana
de abril de 1902, antes de terminar el rezo de las Horas Canónicas. No advirtió
la joven hija del campanero que se le venía la torre encima mientras tañía las
campanas; con ella perecieron tres niños más que jugaban a su sombra. Prodigio
de la tecnología del s. XVI, dotado de una triple esfera que daba la hora e
indicaban el día y la fase lunar que le correspondía, marcó durante siglos el
ritmo de la berroqueña ciudad. Rescatados entre los escombros del Giraldo,
permanecen inertes las ruedas, coronas, piñones de hierro y pesas del mecanismo
del reloj; con ellos se detuvo el tiempo en el claustro e, incluso, en la misma
ciudad que anclada en sus piedras trae a la memoria vivas estampas del pasado.
Entre las joyas que se encierran en el
templo de Santa María y S. Julián, destaca el arco de Esteban
Jamete, obra maestra del Renacimiento, concebido como un arco triunfal estofado
con numerosas imágenes ejecutadas por el mismo autor. Quizás su origen francés
le hiciese sospechoso a ojos de la siniestra Inquisición de llevar implícita en
su alma el germen de la herejía luterana y ejerció, una vez más, como martillo
de herejes abriéndole un proceso que se conserva en el archivo catedralicio,
sin que sus obras de carácter religioso, ejecutadas en numerosas iglesias, le sirviesen de eximente.
Mientras esperamos nuestro turno para
subir al triforio de la catedral, me acerco hasta el paso de Semana Santa que
han dejado aparcado en el trascoro, supongo que por sus considerables dimensiones. Mis
compañeros charlan tan animadamente como los apóstoles que se apiñan en torno a
la mesa de la Última Cena. Solo Judas Iscariote simula permanecer ausente de la
conversación, pero la ceja levantada, la mirada desviada y el oído afilado delatan al traidor con pectorales de fitness, que ya había dispuesto
vender a Jesucristo por 30 monedas de plata.
Una estrecha escalera de caracol
conduce al triforio, un pasillo con barandilla calada y arcos trilobulados
festoneados por motivos vegetales, que recorre las arquerías de las naves
laterales. Las vistas sobre la catedral
son magníficas. Desde esta altura se aprecian mejor los rostros de inspiración
oriental y las vagas sonrisas que iluminan a los mensajeros de Dios, finamente
diseccionados por José María en su estudio de investigación Arcángeles del s.
XIII. Las vitrinas, elaboradas por algunos
de los más prestigiosos artistas, fundadores del Museo de Arte Abstracto de
Cuenca, imprimen a la atmósfera suaves tonos pastel que se desparraman sobre el
lienzo blanco de los muros y columnas produciendo un hipnotizante efecto
caleidoscópico.
Con la subida al triforio ponemos fin
a la visita de la catedral. Quedan muchas cosas en el tintero, no por falta de
mérito, sino de espacio en este texto. Quizás en otro momento haya ocasión de
comentar las pinturas del manchego Fernando Yáñez de la Almedina, de quien se
dice fue discípulo de Leonardo da Vinci o los bonitos artesonados mudéjares que
cubren algunas capillas, por mencionar solo algunas de sus artísticas joyas.
Demasiadas historias puestas en relieve por el profesor José María Skywalker,
del cual, usando una metáfora bíblica, podría decirse que descendió como una
flamígera lengua pentecostal sobre nuestras cabezas arrojando luz sobre la
oscuridad de nuestra ignorancia.
Compartir contigo viaje es un placer, pero aún más es cuando le pones palabras al instante. Amigo cada uno tiene un don, el tuyo es el de la palabra.
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