martes, 7 de noviembre de 2017

Mirando a Cuenca. Capítulo II: La espada del jedi



En la Plaza Mayor nos espera José María Rodríguez, compañero de Chema y autor de varias publicaciones sobre la catedral, el cual aceptó generosamente  ser nuestro guía. El azul celeste enmarca la fachada inconclusa del templo, el primero de traza gótica construido en las ásperas tierras de Castilla tras la conquista de la ciudad en 1177 por Alfonso VIII.
                  
 
El cicerone guarda un parecido razonable con Peridis. Armado con un puntero láser emula a Luke Skywalker, héroe y protagonista de Star Wars. Nadie que habite en la galaxia catedralicia escapa al rayo que proyecta su sable de luz. Blandiéndolo con la destreza de un maestro jedi descubre a golpe de estocadas, una tras otra, las imágenes que desde sus escondrijos se asoman al inmenso vacío de las naves. Ante nuestros ojos desfilan la cabeza de tres caras de la Santísima Trinidad que escapó milagrosamente de los inquisidores, por antinatural; los indios del Nuevo Mundo ocultos entre la pétrea vegetación de hojas de col; los grotescos demonios nunca vencidos que, expulsados del cielo, hicieron de la tierra su reino, o la hierática imagen de la Virgen del higo. En aquel universo de piedras talladas, hierros forjados a golpe de martillo y mares de óleos nada escapa al ojo crítico de José María. Con un leve giro de muñeca, su espada interestelar  envuelve en fintas luminosas a los seres inanimados que habitan en la catedral exponiéndolos a la vista para regocijo del público.


Prosigue incansable, llevado por el entusiasmo de sus propios descubrimientos, explicando los detalles iconográficos tallados en las arquerías góticas, la crestería de las rejerías renacentistas o las enigmáticas sonrisas de los 11 arcángeles que sobrevuelan el falso triforio del coro con crípticos mensajes. El duodécimo cayó de las alturas como una centella, siguiendo la estela de Lucifer, para morir abrasado en las llamas del incendio de 1767.


Al recorrido turístico se sumó un joven desconocido que resultó ser el regidor de la ciudad, interesado por las explicaciones de José María que, en ese momento, descifraba la truculenta historia labrada en un arco ojival, de Juan el Bautista que acabó con su cabeza en una bandeja de plata víctima de la venganza de Herodías, acusada por el profeta que anunciaba la venida de Cristo, de adulterio con su cuñado Herodes Antipas. Cuando unos días después pregunté a mi anciana madre su opinión sobre este culebrón bíblico, me respondió compungida que los asuntos de cama vienen de muy lejos.

              

Bajo las bóvedas del claustro renacentista se expone la maquinaria del reloj que antaño ciñó la muñeca poderosa de la torre del Giraldo hasta su repentino colapso una aciaga mañana de abril de 1902, antes de terminar el rezo de las Horas Canónicas. No advirtió la joven hija del campanero que se le venía la torre encima mientras tañía las campanas; con ella perecieron tres niños más que jugaban a su sombra. Prodigio de la tecnología del s. XVI, dotado de una triple esfera que daba la hora e indicaban el día y la fase lunar que le correspondía, marcó durante siglos el ritmo de la berroqueña ciudad. Rescatados entre los escombros del Giraldo, permanecen inertes las ruedas, coronas, piñones de hierro y pesas del mecanismo del reloj; con ellos se detuvo el tiempo en el claustro e, incluso, en la misma ciudad que anclada en sus piedras trae a la memoria vivas estampas del pasado.

                  


Entre las joyas que se encierran en el templo de Santa María y S. Julián, destaca el arco de Esteban Jamete, obra maestra del Renacimiento, concebido como un arco triunfal estofado con numerosas imágenes ejecutadas por el mismo autor. Quizás su origen francés le hiciese sospechoso a ojos de la siniestra Inquisición de llevar implícita en su alma el germen de la herejía luterana y ejerció, una vez más, como martillo de herejes abriéndole un proceso que se conserva en el archivo catedralicio, sin que sus obras de carácter religioso, ejecutadas en numerosas iglesias, le sirviesen de eximente.

            

Mientras esperamos nuestro turno para subir al triforio de la catedral, me acerco hasta el paso de Semana Santa que han dejado aparcado en el trascoro, supongo que por sus considerables dimensiones. Mis compañeros charlan tan animadamente como los apóstoles que se apiñan en torno a la mesa de la Última Cena. Solo Judas Iscariote simula permanecer ausente de la conversación, pero la ceja levantada, la mirada desviada y el oído afilado delatan al traidor con pectorales de fitness, que ya había dispuesto vender a Jesucristo por 30 monedas de plata.




Una estrecha escalera de caracol conduce al triforio, un pasillo con barandilla calada y arcos trilobulados festoneados por motivos vegetales, que recorre las arquerías de las naves laterales.  Las vistas sobre la catedral son magníficas. Desde esta altura se aprecian mejor los rostros de inspiración oriental y las vagas sonrisas que iluminan a los mensajeros de Dios, finamente diseccionados por José María en su estudio de investigación Arcángeles del s. XIII. Las vitrinas, elaboradas por algunos de los más prestigiosos artistas, fundadores del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, imprimen a la atmósfera suaves tonos pastel que se desparraman sobre el lienzo blanco de los muros y columnas produciendo un hipnotizante efecto caleidoscópico.  
                   
 

Con la subida al triforio ponemos fin a la visita de la catedral. Quedan muchas cosas en el tintero, no por falta de mérito, sino de espacio en este texto. Quizás en otro momento haya ocasión de comentar las pinturas del manchego Fernando Yáñez de la Almedina, de quien se dice fue discípulo de Leonardo da Vinci o los bonitos artesonados mudéjares que cubren algunas capillas, por mencionar solo algunas de sus artísticas joyas. Demasiadas historias puestas en relieve por el profesor José María Skywalker, del cual, usando una metáfora bíblica, podría decirse que descendió como una flamígera lengua pentecostal sobre nuestras cabezas arrojando luz sobre la oscuridad de nuestra ignorancia.


            


1 comentario:

  1. Compartir contigo viaje es un placer, pero aún más es cuando le pones palabras al instante. Amigo cada uno tiene un don, el tuyo es el de la palabra.

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