martes, 23 de mayo de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXV: Pisac, la puerta del Valle Sagrado


Todavía permanecían en la retina los colores de los tejidos de Awanakancha cuando llegamos a un mirador desde el que se contemplaba una imponente vista sobre el Valle Sagrado, un valle amplio y majestuoso por el que fluye el Willkamayu (“río sagrado”, en quechua), al que hoy llaman Vilcanota. Bendecido por Viracocha, dios creador del Universo, con el calor de los rayos del sol de su corona y la lluvia que brota de las lágrimas de sus ojos, la fértil tierra y la abundancia de agua lo convirtió en tierra de promisión del Tahuantinsuyo y, aún hoy, sigue dando muestras de su feracidad produciendo las mazorcas de maíz blanco más grande del mundo. No es de extrañar que en ese paraíso que se extiende por la llanura fluvial hasta los confines del Antisuyo, en los límites de la cuenca amazónica, haya numerosos yacimientos arqueológicos testigos silenciosos del intenso poblamiento de época prehispánica, muchos de los cuales tuvimos la dicha de visitar.

A los pies del mirador se encuentra Pisac considerada la puerta de acceso al Valle Sagrado. Traspasamos su umbral de la mano de Gamal Abdel Nasser, guía nítidamente peruano a pesar del nombre con el que su padre le bautizó , enajenado por la admiración que sentía hacia el ex presidente egipcio, padre del panarabismo y del socialismo árabe.
Sin detenernos en la ciudad colonial, el autobús inició un lento ascenso por la empinada carretera de tortuosas curvas que conducen al Parque Arqueológico Nacional de Pisac. Tras las ventanillas se extendía un paisaje pedregoso y reseco que contrastaba con la fértil planicie del valle. El conductor aparcó en un estrecho rellano para continuar a pie hasta la entrada del parque.
El conjunto arqueológico se distribuye en varios centros próximos entre sí, diseminados en un área de cuatro kilómetros cuadrados. Su visita nos hubiese llevado un día entero pero al no disponer de ese tiempo solo pudimos visitar uno de ellos; el resto, como el Intihuatana o Templo del Sol con sus palacios y fuentes rituales, las viviendas del barrio de Pisaqa asomadas al vértigo del valle, construidas siguiendo el contorno de la montaña, restos de murallas, torres cónicas y los graneros o colcas, quedaron pendientes para el próximo viaje a Perú ahora que ya nos acostumbramos a caminar por las alturas.

En su lugar visitamos el poblado de K’allaQ’asa, el más grande de todos, situado a mayor altitud y con bonitas vistas sobre los impresionantes barrancos que lo circundan. En lo alto de la cima y por debajo de ella se desparraman edificios construidos con piedra irregular, que allí llaman pirca, por sinuosas callejuelas que ciñen su trazado a la geometría del relieve.

El mimetismo de sus barrios con el entorno es tan perfecto como el de una perdiz de la puna, que es exactamente lo que significa Pisac en quechua. Su presencia solo puede ser delatada a distancia por el amplio abanico que forman sus andenes de cultivo que bajan escalonados, como una monumental escalera, desde la cúspide hasta la base de la montaña salvando un desnivel de casi 500 metros.

Frente al poblado, al otro lado del profundo barranco excavado por un riachuelo, se alza una pared vertical de casi 100 metros de altura convertida en un inmenso cementerio inca. La vertiente, que cae a cuchillo, está horadada por millares de huacas o sepulcros indios que fueron profanados por los conquistadores y, siglos después, por los saqueadores de tumbas con el objetivo común de robar los objetos de valor que acompañaban como ajuar a las momias. Desvalijada la necrópolis,  miles de ánimas transitan por las tinieblas hacia el Más Allá sin más abrigo que el de los pobres harapos que sus pieles resecas como el charqui. Perceptibles desde este lado de la ladera, los agujeros practicados por profanadores sin escrúpulos  le dan al paisaje un irresistible hado de respeto y misterio, no exento de terror.


No habíamos terminado de alcanzar la cima cuando encontré a medio camino a Gabriel, un viejecito con facciones angulosas, nariz aguileña y rostro de cobre que estaba apostado junto a una pared de pirca. Ofrecía su imagen impecable de inca a las cámaras de los turistas a cambio de la voluntad. Tocado por un chullo y algunas prendas tradicionales sobre una camisa y un pobre jersey de lana de mercadillo, le pedí con desmedida deferencia que me permitiese hacerme una foto junto a él. El buen hombre aceptó y alcé mi brazo sobre su hombro como gesto de amistad para reparar en su persona el mucho daño que le hicimos a su pueblo en el pasado. Dejé unos soles en su mano y una sonrisa en su cara y proseguí mi camino lleno de felicidad seguro de haber conocido a un miembro de la panaca (familia) de un Sapa Inca, un auténtico descendiente del Sol.


La Pisac colonial, mandada construir en el valle por el virrey de Perú Francisco Álvarez de Toledo, sobre un plano de cuadrícula siguiendo el modelo de otras ciudades fundadas por los españoles en América, estaba inmersa en plena celebración de las fiestas del Carmen cuando llegamos al pueblo el 17 de julio. Es una festividad de gran importancia para los lugareños, fervorosos creyentes de la virgen que se apareció en una hacienda próxima hace poco más de un siglo. Las calles bullían de gente que habían acudido desde otras localidades atraídas por la devoción y los grandes fastos organizados para la ocasión. Mesas abarrotadas de cerámicas, tejidos y antigüedades ocupaban parte de la calzada principal del mercado que desembocaba en una espaciosa Plaza de Armas abalconada. Atraídos como los ratones del cuento del Flautista de Hamelín por la música que de allí provenía, llegamos a la plaza y quedamos sorprendidos ante el colorista espectáculo de danzas en honor a la mamacha Carmen, diminutivo cariñoso de madre en quechua, con el que se dirigen a ella en señal de respeto. ¿Dije virgen? bueno, en realidad debería decir vírgenes pues eran dos prácticamente iguales las que había expuestas sobre las andas situadas frente a la iglesia. Escribiendo estas crónicas me he enterado que la mamacha Carmen tenía una hermana gemela, que apareció también en el mismo lugar pocos años después. Cuentan que la propietaria de la hacienda habiendo sido despojada de la primera imagen, se negaba a quedarse sin la segunda a pesar de las insistentes peticiones del pueblo por dejarla salir de su casa. Y es aquí cuando una maledicente leyenda relata que la propia imagen “secuestrada” redacta de su puño y letra una carta en la que amenaza de muerte a la hacendada si no le deja ir al pueblo para visitar a su hermana el día de su onomástica. Ante tal rotundidad la asustada mujer cedió y desde entonces la virgen de Ayñas cada año baja al pueblo para acompañar a su hermana mayor. Una hermana con ese carácter no la quisiera para mí como cuñada.
 

La celebración del Carmen nos deparó sorpresas que no habíamos previsto, como la que encontramos en la Plaza de Armas de Pisac aquella soleada mañana. Grupos de comparsas con ingeniosos disfraces bailaban al ritmo de los estridentes acordes musicales que entonaban bandas a golpe de bombos, platillos, saxofones, quenas, acordeones y violines. Vestidos con una indumentaria multicolor cuajada de símbolos andinos, los danzantes, según explicaba el maestro de ceremonias a través del altavoz, representaban fragmentos de la historia de Perú con danzas de carácter ritual y ceremonial. En unas se rememoraban las victorias de los valerosos guerreros incas sobre otras etnias prehispánicas imitando con objetos y contorsiones el vuelo del cóndor, el zigzagueo de la serpiente o el salto del puma; en otras, a través de danzas selváticas los soldados luchaban contra bestias salvajes personificadas en gorilas de rostro fiero; el chasquido del látigo en manos de los capataces, fácilmente identificables por sus casacas, calzones cortos y sombreros de tres picos, representaba la opresión y maltrato y despertaba la animosidad de la plaza hacia los colonizadores; completaban tan rica escenografía esclavos negros celebrando su libertad, comerciantes de lanas imitando a las llamas o fingidas peleas con los diablos que serán inapelablemente derrotados.

Abandonamos la plaza de Armas sin hablar demasiado para no hacer reconocible nuestro acento español a los oídos de alguno de esos personajes enfundados tras un pasamontañas que, látigo en mano, ponían orden entre algún deslenguado borrachín que faltaba el respeto, para proseguir el recién iniciado viaje a través del mítico Valle Sagrado.

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