Todavía permanecían en la retina los colores de los tejidos de
Awanakancha cuando llegamos a un mirador desde el que se contemplaba una imponente
vista sobre el Valle Sagrado, un valle amplio y majestuoso por el que fluye el Willkamayu
(“río sagrado”, en quechua), al que hoy llaman Vilcanota. Bendecido por Viracocha,
dios creador del Universo, con el calor de los rayos del sol de su corona y la
lluvia que brota de las lágrimas de sus ojos, la fértil tierra y la abundancia
de agua lo convirtió en tierra de promisión del Tahuantinsuyo y, aún hoy, sigue
dando muestras de su feracidad produciendo las mazorcas de maíz blanco más grande del
mundo. No es de extrañar que en ese paraíso que se extiende por la llanura
fluvial hasta los confines del Antisuyo, en los límites de la cuenca amazónica,
haya numerosos yacimientos arqueológicos testigos silenciosos del intenso poblamiento
de época prehispánica, muchos de los cuales tuvimos la dicha de visitar.
A los pies del mirador se encuentra Pisac considerada la puerta de
acceso al Valle Sagrado. Traspasamos su umbral de la mano de Gamal Abdel Nasser,
guía nítidamente peruano a pesar del nombre con el que su padre le bautizó ,
enajenado por la admiración que sentía hacia el ex presidente egipcio, padre
del panarabismo y del socialismo árabe.
Sin detenernos en la ciudad colonial, el autobús inició un lento
ascenso por la empinada carretera de tortuosas curvas que conducen al Parque
Arqueológico Nacional de Pisac. Tras las ventanillas se extendía un paisaje
pedregoso y reseco que contrastaba con la fértil planicie del valle. El
conductor aparcó en un estrecho rellano para continuar a pie hasta la entrada
del parque.
En su lugar visitamos el poblado de K’allaQ’asa, el más grande de
todos, situado a mayor altitud y con bonitas vistas sobre los impresionantes
barrancos que lo circundan. En lo alto de la cima y por debajo de ella se
desparraman edificios construidos con piedra irregular, que allí llaman pirca,
por sinuosas callejuelas que ciñen su trazado a la geometría del relieve.
El mimetismo de sus barrios con el entorno es tan perfecto como el
de una perdiz de la puna, que es exactamente lo que significa Pisac en quechua.
Su presencia solo puede ser delatada a distancia por el amplio abanico que
forman sus andenes de cultivo que bajan escalonados, como una monumental
escalera, desde la cúspide hasta la base de la montaña salvando un desnivel de
casi 500 metros.
Frente al poblado, al otro lado del profundo barranco excavado por
un riachuelo, se alza una pared vertical de casi 100 metros de altura convertida
en un inmenso cementerio inca. La vertiente, que cae a cuchillo, está horadada
por millares de huacas o sepulcros
indios que fueron profanados por los conquistadores y, siglos después, por los
saqueadores de tumbas con el objetivo común de robar los objetos de valor que acompañaban
como ajuar a las momias. Desvalijada la necrópolis, miles de ánimas transitan por las tinieblas
hacia el Más Allá sin más abrigo que el de los pobres harapos que sus pieles resecas como el charqui. Perceptibles desde este lado de la ladera, los agujeros practicados por profanadores
sin escrúpulos le dan al paisaje un
irresistible hado de respeto y misterio, no exento de terror.
No habíamos terminado de alcanzar la cima cuando encontré a medio
camino a Gabriel, un viejecito con facciones angulosas, nariz aguileña y rostro
de cobre que estaba apostado junto a una pared de pirca. Ofrecía su imagen
impecable de inca a las cámaras de los turistas a cambio de la voluntad. Tocado
por un chullo y algunas prendas tradicionales sobre una camisa y un pobre jersey
de lana de mercadillo, le pedí con desmedida deferencia que me permitiese hacerme una foto junto a
él. El buen hombre aceptó y alcé mi brazo sobre su hombro como gesto de amistad
para reparar en su persona el mucho daño que le hicimos a su pueblo en el pasado. Dejé unos soles en su mano y una sonrisa en su cara y
proseguí mi camino lleno de felicidad seguro de haber conocido a un miembro
de la panaca (familia) de un Sapa Inca, un auténtico descendiente del Sol.
La Pisac colonial, mandada construir en el valle por el virrey de
Perú Francisco Álvarez de Toledo, sobre un plano de cuadrícula siguiendo el
modelo de otras ciudades fundadas por los españoles en América, estaba inmersa
en plena celebración de las fiestas del Carmen cuando llegamos al pueblo el 17
de julio. Es una festividad de gran importancia para los lugareños, fervorosos
creyentes de la virgen que se apareció en una hacienda próxima hace poco más de
un siglo. Las calles bullían de gente que habían acudido desde otras
localidades atraídas por la devoción y los grandes fastos organizados para la
ocasión. Mesas abarrotadas de cerámicas, tejidos y antigüedades ocupaban parte
de la calzada principal del mercado que desembocaba en una espaciosa Plaza de
Armas abalconada. Atraídos como los ratones del cuento del Flautista de Hamelín
por la música que de allí provenía, llegamos a la plaza y quedamos sorprendidos
ante el colorista espectáculo de danzas en honor a la mamacha Carmen, diminutivo cariñoso de madre en quechua, con el que
se dirigen a ella en señal de respeto. ¿Dije virgen? bueno, en realidad debería
decir vírgenes pues eran dos prácticamente iguales las que había expuestas sobre
las andas situadas frente a la iglesia. Escribiendo estas crónicas me he enterado que la mamacha Carmen tenía una hermana gemela, que apareció también
en el mismo lugar pocos años después. Cuentan que la propietaria de la hacienda
habiendo sido despojada de la primera imagen, se negaba a quedarse sin la
segunda a pesar de las insistentes peticiones del pueblo por dejarla salir de
su casa. Y es aquí cuando una maledicente leyenda relata que la propia imagen “secuestrada”
redacta de su puño y letra una carta en la que amenaza de muerte a la hacendada
si no le deja ir al pueblo para visitar a su hermana el día de su onomástica. Ante
tal rotundidad la asustada mujer cedió y desde entonces la virgen de Ayñas cada
año baja al pueblo para acompañar a su hermana mayor. Una hermana con ese carácter no la quisiera para mí como cuñada.
La celebración del Carmen nos deparó sorpresas que no habíamos
previsto, como la que encontramos en la Plaza de Armas de Pisac aquella soleada
mañana. Grupos de comparsas con ingeniosos disfraces bailaban al ritmo de los estridentes
acordes musicales que entonaban bandas a golpe de bombos, platillos, saxofones,
quenas, acordeones y violines. Vestidos con una indumentaria multicolor cuajada
de símbolos andinos, los danzantes, según explicaba el maestro de ceremonias a
través del altavoz, representaban fragmentos de la historia de Perú con danzas
de carácter ritual y ceremonial. En unas se rememoraban las victorias de los valerosos
guerreros incas sobre otras etnias prehispánicas imitando con objetos y
contorsiones el vuelo del cóndor, el zigzagueo de la serpiente o el salto del
puma; en otras, a través de danzas selváticas los soldados luchaban contra bestias salvajes
personificadas en gorilas de rostro fiero; el chasquido del látigo en manos de
los capataces, fácilmente identificables por sus casacas, calzones cortos y
sombreros de tres picos, representaba la opresión y maltrato y despertaba la
animosidad de la plaza hacia los colonizadores; completaban tan rica
escenografía esclavos negros celebrando su libertad, comerciantes de lanas
imitando a las llamas o fingidas peleas con los diablos que serán inapelablemente
derrotados.
Abandonamos la plaza de Armas sin hablar demasiado para no hacer
reconocible nuestro acento español a los oídos de alguno de esos personajes
enfundados tras un pasamontañas que, látigo en mano, ponían orden entre algún
deslenguado borrachín que faltaba el respeto, para proseguir el recién iniciado viaje a
través del mítico Valle Sagrado.
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