viernes, 26 de mayo de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXVI: Museo Inkariy, el túnel del tiempo.


Son muy pocos los que habiendo leído algo sobre los incas no hayan sentido la curiosidad de conocerlos mejor. Conscientes de esto una familia de artesanos peruanos, con la asesoría de algunos arqueólogos, puso en marcha un interesante proyecto museístico en pleno Valle Sagrado. El objetivo era dar a conocer y difundir la historia del Perú precolombino entre los numerosos visitantes nacionales y extranjeros que tenemos la dicha de pasear por tan grandioso paisaje ¡y lo consiguieron con creces! Al menos para mí fue una lección magistral de Historia.


 


Inkariy da nombre al museo, y no por azar, pues con él quisieron traer a la memoria el mito del Inca rey Túpac Amaru I decapitado por soldados españoles en la plaza de Cusco. La leyenda que corre de boca en boca, cada una con su matiz según quien la cuente, como pude oír del joven limpiabotas cusqueño, relata que el Sapa Inca volverá a renacer de su propia cabeza para restablecer el Tahuantinsuyo y, con él, el orden interrumpido por los conquistadores.

   





El museo está a medio camino entre Pisac y Urubamba. Nos recibe en la puerta la imagen de un enorme dios andino, posiblemente Viracocha por los atributos que lo adornan. En este caso el divino Creador fue creado por las humanas manos de la familia Mérida, propietaria del museo. En torno a un patio con arbustos cargados de rojas flores de cantuta, la flor sagrada de los incas, se abren las puertas de ocho salas, cada una de ellas dedicada a alguna de las grandes culturas prehispánicas que antecedieron al actual Perú: Caral, Chavín, Paracas, Moche, Nazca, Wari, Chimú e Inca. En ellas se exponen con todo detalle las manifestaciones artísticas en las que destacaron: cerámica, orfebrería, tejidos... Pero si hay algo que impresiona por el realismo, la ambientación y la temática son las recreaciones, a escala real y en su propio hábitat, de las escenas más representativas de estas culturas: comitivas reales, ritos religiosos, ceremonias funerarias, fiestas rituales, actividades agrícolas o urbanísticas. Por ellas transitan soldados fieramente ataviados, sacerdotes de expresión severa, señores tribales ricamente ataviados, campesinos y artesanos con taparrabos, momias, danzantes o esclavos, modelados con la técnica del hiperrealismo en una atmósfera donde la luz se focaliza en los personajes, dejando el resto de la sala en una intimidatoria penumbra. Cantos chamánicos, notas de quenas y tambores, graznidos de aves, estruendos de truenos, el martilleo de un aguacero tropical, sonidos que te envuelven y te acongojan. Sentí como si hubiese sido abandonado en esas regiones ignotas por una máquina del tiempo que, tras romper las leyes físicas que rigen el espacio y el tiempo, me dejase expuesto junto con otros insensatos al albur de aquellos individuos con caras de poco amigos. Viendo estas escenas nadie objetivamente podría restar un ápice de valor a los conquistadores, insertos en un mundo tan hostil como ellos mismos pero considerablemente inferiores en número. Sólo su codicia desmedida pudo haberlos llevado tan lejos.
Afortunadamente al final de aquel túnel del tiempo nos esperaba un rico menú peruano en el restaurante de "La terraza del Museo". De la jarrita que adornaban la mesa con flores de cantuta, cogí cuidadosamente una de ellas y la dejé sobre mi plato. En aquel momento, ella simbolizó todo lo que hacía sentirme a gusto en aquella legendaria tierra de leyendas. ¡Qué menos que la flor nacional de Perú ocupase un sitio de honor en mi plato!


 

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