Son muy pocos los que habiendo
leído algo sobre los incas no hayan sentido la curiosidad de conocerlos mejor.
Conscientes de esto una familia de artesanos peruanos, con la asesoría
de algunos arqueólogos, puso en marcha un interesante proyecto museístico en
pleno Valle Sagrado. El objetivo era dar a conocer y difundir la historia del
Perú precolombino entre los numerosos visitantes nacionales y extranjeros que
tenemos la dicha de pasear por tan grandioso paisaje ¡y lo consiguieron con
creces! Al menos para mí fue una lección magistral de Historia.
Inkariy da nombre al museo, y no
por azar, pues con él quisieron traer a la memoria el mito del Inca rey Túpac
Amaru I decapitado por soldados españoles en la plaza de Cusco. La leyenda que
corre de boca en boca, cada una con su matiz según quien la cuente, como pude oír
del joven limpiabotas cusqueño, relata que el Sapa Inca volverá a renacer de su
propia cabeza para restablecer el Tahuantinsuyo y, con él, el orden
interrumpido por los conquistadores.
El museo está a medio camino entre Pisac y Urubamba. Nos recibe en
la puerta la imagen de un enorme dios andino, posiblemente Viracocha por los
atributos que lo adornan. En este caso el divino Creador fue creado por las
humanas manos de la familia Mérida, propietaria del museo. En torno a un
patio con arbustos cargados de rojas flores de cantuta, la flor sagrada de los
incas, se abren las puertas de ocho salas, cada una de ellas dedicada a alguna
de las grandes culturas prehispánicas que antecedieron al actual Perú: Caral, Chavín, Paracas, Moche, Nazca, Wari, Chimú e
Inca. En ellas se exponen con todo detalle las manifestaciones artísticas en
las que destacaron: cerámica, orfebrería, tejidos... Pero si hay algo que
impresiona por el realismo, la ambientación y la temática son las recreaciones, a
escala real y en su propio hábitat, de las escenas más representativas de estas culturas: comitivas reales, ritos religiosos, ceremonias funerarias, fiestas rituales, actividades agrícolas o urbanísticas.
Por ellas transitan soldados fieramente ataviados, sacerdotes de expresión severa,
señores tribales ricamente ataviados, campesinos y artesanos con taparrabos,
momias, danzantes o esclavos, modelados con la técnica del hiperrealismo en una atmósfera
donde la luz se focaliza en los personajes, dejando el resto de la sala en una intimidatoria penumbra. Cantos chamánicos, notas de quenas y tambores, graznidos de aves, estruendos de truenos, el martilleo de un aguacero tropical, sonidos que te envuelven y te acongojan. Sentí como si hubiese sido abandonado en esas regiones ignotas por una máquina del tiempo que, tras romper las leyes físicas que rigen el espacio y el tiempo, me dejase expuesto junto con otros insensatos al albur de aquellos individuos con caras de poco amigos.
Viendo estas escenas nadie objetivamente podría restar un ápice de valor a los conquistadores,
insertos en un mundo tan hostil como ellos mismos pero considerablemente
inferiores en número. Sólo su codicia desmedida pudo haberlos llevado tan
lejos.
Afortunadamente al final de aquel túnel del tiempo nos esperaba un rico menú peruano en el restaurante de "La terraza del Museo". De la jarrita que adornaban la mesa con flores de cantuta, cogí cuidadosamente una de ellas y la dejé sobre mi plato. En aquel momento, ella simbolizó todo lo que hacía sentirme a gusto en aquella legendaria tierra de leyendas. ¡Qué menos que la flor nacional de Perú ocupase un sitio de honor en mi plato!
No hay comentarios:
Publicar un comentario