Con la visita al Museo Inkariy
dieron por concluida la jornada turística aunque todavía quedaban algunas horas de sol. Nos distribuyeron por varios hoteles según las agencias contratadas por cada uno. El nuestro estaba cerca de allí, en Yucay, un pueblo de
apenas 3.000 habitantes que pese a su escasa población actual, en la época
prehispánica conoció tal desarrollo que alcanzó la categoría de capital del
Valle Sagrado. Quizás debido a que en el programa solo estaba previsto
pernoctar una noche no me tomé las molestias de informarme previamente de
aquella localidad, gran error pues de haberlo hecho, solamente su nombre, que
en quechua significa seducción o encanto, me hubiese puesto sobre aviso
del interés de aquel lugar. Un descuido por mi parte que afortunadamente en
algo pudo corregir el azar y mi propia incapacidad de quedarme en la cama una vez amanecido.

Nos acomodaron en el hotel la
Casona de Yucay, el más lujoso de todos los hoteles en que nos hospedamos en
nuestro viaje por Perú. Era más de lo que podíamos esperar pues, no en vano, en
él fue alojado también por una noche, casi 200 años antes, en 1823, un ilustre huésped
llamado Simón Bolívar, de sobrenombre el Libertador y de profesión caudillo de
la independencia hispanoamericana. Desde los balcones que dan a la plaza de
Manco Cápac II, con el frondoso pisonay por testigo en el centro de la
explanada y a un costado la iglesia colonial, arengó a la población para incitarla
a la rebelión. Un año después los insurrectos se hicieron con el poder tras las
batallas de Junín y Ayacucho y se declararon independientes. De su estancia allí
fui oportunamente informado por una hojita plastificada que había sobre la
mesita de noche que, sin duda, buscaba prestigiar el establecimiento.
Pero el hotel tenía por sí solo
sus propios méritos aparte de los meramente históricos que podrían hacer del
lugar un destino de peregrinación para los bolivarianos; y me refiero no solo a
los de su idílica ubicación entre imponentes montañas y el río sagrado
Vilcanota, o los propios de un hotel con instalaciones y servicios de lujo, sino a los de su atractiva propietaria Paty, que nada más vernos
en recepción nos invitó a participar en una celebración familiar que daban en
los jardines de la hacienda. No recuerdo qué acontecimiento festejaban; mi
mujer declinó la invitación pero yo acepté encantado y compartí conversación y
unas copas de buen vino peruano con aquellos criollos acomodados por los
que no circulaba ni una sola gota de sangre indígena a juzgar por sus facciones y fisonomía
típicamente europea.

Como todavía faltaban algunas
horas para caer la noche aprovechamos para acercarnos al vecino pueblo de Urubamba (que comentaré en el siguiente capítulo) y dar un paseo por la plaza de Manco
donde un edificio bien conservado, a escasos metros del hotel, con trazas
externas de palacete inca nos llamó la atención. Preguntamos a Luis, el atento
botones que se prestó de inmediato a acompañarnos. Estaba cerrado pero llamó a
la puerta de un vecino que hacía de guía. Creo que era domingo y el buen
hombre, a pesar de ir algo bebido, nos explicó que se trataba de una residencia
de descanso para los incas del Cusco en su desplazamiento a Machu Picchu. Luego
me enteré por Google que se trataba del palacio del Inca Sayri Túpac al que los
españoles sacaron con engaños del reducto montañoso de Vilcabamba, no muy lejos
de allí, donde los incas sublevados se hicieron fuertes frente a los
conquistadores, a cambio de renunciar al Tahuantinsuyo y de ofrecerle grandes
propiedades y riquezas en Yucay. Se las dieron, sí, pero también la muerte, como a
su padre Manco Cápac II y, más tarde, a su descendencia. De nada le valió
bautizarse y convertirse al catolicismo. Jesús resistió las tentaciones de
Lucifer porque disponía de mucho más de lo que le ofrecía el diablo pero el
Inca Sayri, también en su condición de hijo del dios Inti, el dios Sol, se dejó
engañar por aquellos aprendices de Satanás y rindió su reino por un plato de
comida envenenada que le mató años después.

Sobre su palacio no se sabe a
ciencia cierta qué finalidad tuvo pero las investigaciones parecen inclinarse
por una función de recinto astronómico, dada la perfecta orientación hacia los
cuatro puntos cardinales, la precisión del alineamiento de los astros en los
equinoccios y solsticios respecto a su estructura e incluso la reiterada decoración que da
la suma de 13 meses lunares de 28 días. El argumento parece bastante razonable
máxime sabiendo el valor de la astrología para determinar los ciclos agrícolas
en una tierra tan feraz como la de Yucay.
Paralelo al cauce el camino se
dirigía en derechura hacia el cono de deyección que formaba la conjunción de
algunos torrentes al pie de las montañas, con la misma precisión que una flecha
surca el espacio en busca de la diana. Anduvimos un par de kilómetros dejando atrás
algunos caseríos de muy buena presencia y muros de tapial rematados con cactus
de agudas espinas para proteger las propiedades, como es costumbre por aquellos
lares según tuve ocasión de comprobar en varios sitios.

La acequia, conforme ascendíamos
iba tomando proporciones de gran canal. En su interior se apreciaban tajaduras
y desagües para desviar o canalizar el agua entre andenes, puentecillos para
atravesarlos, piletas de distribución, en suma, un complejo y bien diseñado
sistema hidráulico de época prehispánica que abastecía de agua de riego esas
ricas tierras. Resultaban especialmente dignos de admirar los poderosos muros
de los andenes, algunos de hasta 6 metros de altura, que llegaban hasta el camino. Construidos por enormes bloques de
piedras daban una idea precisa del tremendo esfuerzo y capacidad de organización
para levantarlos.
Pero el trabajo iba mucho más allá de la gradería pues previamente
había que excavar las laderas, rellenar el fondo con grandes rocas que
facilitarían el drenaje de la tierra, superponer sobre ellas piedras de menor
tamaño para estabilizar el suelo y las plantas y, finalmente, rellenar todo con
tierra fertilizada. Una impresionante labor de ingeniería hecha a base de miles
de brazos durante años con el fin de aprovechar el último palmo de tierra que
debería alimentar una, cada vez mayor, ingente población y controlar la erosión
de las montañas. Con la llegada de los españoles buena parte de todo este
sistema se desmoronó por falta de mantenimiento y de mano de obra, que los
encomenderos habían detraído para llevarla en condiciones de casi esclavitud a
las minas de oro y plata que resultaban más rentables a sus intereses
que las cosechas de maíz o patatas.
Leyendo descubrí que dejamos sin ver un cementerio inca que estaba unos pocos metros más allá del final del camino, o la Portada del Sol, otra edificación prehispánica con función astrológica desde la que se pueden observar algunos fenómenos vinculados a los equinoccios y solsticios. El paseo fue corto pero nos dejó un gratísimo recuerdo de esta tierra elegida por los incas para descansar y recrearse con su clima benigno.

Al atravesar con las maletas el
patio porticado del Hotel La Casona de Yucay mi vista se alzó inconscientemente
hacia una de las puertas que se abrían a la galería superior, la misma que
según el botones daba paso a la habitación donde Bolívar se aposentó; en la
calle, mientras esperaba al autobús que nos recogería para proseguir viaje por
el Valle Sagrado, miré hacia los balcones de la fachada queriéndome imaginar al
Libertador. Lentamente acudió a mi mente la figura del prócer con gesto grave y
rostro enjuto, enmarcado por largas patillas y frente despejada, emergiendo de
una casaca con charreteras doradas. En el ambiente claro de la mañana brillaba
el halo de gloria que sobrevive a los hombres heroicos y los convierte en inmortales.
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