De Maras a Moray hay un paso de apenas siete kms, una distancia insignificante para una tierra
que en su época mítica estuvo habitada por gigantes como Ayar Cachi, capaz de
hacer brotar de sus lágrimas una montaña como Wakai Willque -El llanto de
la gran divinidad-, hoy más conocida como la Verónica, un imponente nevado de casi 6.000 metros que nos
sirvió de telón de fondo para recuperar arcaicas galanterías caballerescas,
llevados por el entusiasmo de contar con tan grandioso escenario.

Sin descender de la altiplanicie que acoge el salar de Maras y bordea el fértil Valle Sagrado, llegamos a unos insólitos andenes circulares que, incluso para los más
escépticos en asuntos alienígenos, nos pareció a primera vista cosa de
marcianos. Hasta ahora todos los que habíamos visto eran longitudinales,
ajustados a los pliegues de las laderas montañosas como ropajes
semitransparentes que revelan el cuerpo sin estar desnudo. Desde el borde de
aquella hondonada, con forma de cráter artificial, se dibujan en su superficie
perfectos círculos concéntricos que, a media altura, rompen la marcialidad de
las ondas para desparramarse por un costado como una lengua, más allá de la
rigidez de la circunferencia.
No sabemos quién tiró la piedra en la pulida superficie del quedo estanque de tierra, aunque los arqueólogos aventuran que salió del poderoso brazo de Pachacútec, quizás el Sapa Inca más grande de todos. Lo cierto es que cientos de hábiles manos consiguieron atrapar las olas de polvo y roca que se fueron propagando desde el centro a las orillas, levantadas por el impacto del proyectil invisible, antes de que la onda expansiva regresara a su origen y, así, quedaron petrificadas en terrazas perfectas para asombro de generaciones venideras.
En lo que todos coinciden es que en aquel anfiteatro circular y elíptico a la vez, situado a 3.500 metros de altitud, el destino de sus gradas estuvo reservado a la experimentación y desarrollo de plantas a diferentes alturas con el fin de poder aclimatarlas a otras partes del Tahuantinsuyo y satisfacer las necesidades alimentarias de los millones de bocas que formaban la extensa progenie de los Hijos del Sol. Por sorprendentes que fueron las explicaciones de nuestro cicerone, Abdel Nasser, acerca de este gran centro de investigación agrícola, no llegaron a extrañarme pues a lo largo del viaje tuvimos sobradas ocasiones de comprobar el altísimo nivel alcanzado por las antiguas culturas andinas en cuestiones de técnicas agrarias, especialmente en el Valle del Colca pero también en Pisac y otros lugares.

El profundo conocimiento de la tierra, las plantas y los ciclos
astronómicos hicieron posible convertir estas hoyas naturales en avanzados
centros de investigación aptas para reproducir en sus andenes hasta 20 tipos de
microclimas diferentes. Aprovechando la diferencia térmica anual entre los
distintos niveles de hasta 15ºC en tan solo un desnivel de 30 metros, la orientación de las terrazas o las mayores
horas de exposición solar, esas pocas docenas de metros podían representar centenares de
diferencia entre los andenes a efectos de reproducción vegetal. Incluso se cree que en base a la producción obtenida en este lugar se pudiese calcular por extrapolación la extensión de tierra de
cultivo necesaria en otras partes del Tahuantinsuyo donde se daban condiciones climáticas
similares. ¡Tan grande fue la complejidad que en materia agraria llegó a
alcanzar esta impresionante cultura!.
A pesar de estar juntas, solo visitamos la mayor de las tres hoyas del complejo de Moray porque el tiempo, siempre justo, y las prisas del guía para evitar retrasos en el horario previsto de una jornada muy apretada, las invisibilizaron. Afortunadamente me queda el consuelo de esta fotografía aérea sacada de San Google, para apreciar lo cerca que estuvimos de todas y, que a falta de unos pocos pasos más, no pudimos mirar frente a frente los enormes ojos del búho.
Bajamos de nuevo al valle que recorre el sagrado río de Vilcanota
para proseguir viaje hacia Ollantaytambo. Desde la altura tuvimos una
panorámica completa de Urubamba, la ciudad que la tarde anterior visitamos por
cuenta propia mi mujer y yo y que tan solo distaba a 4 o 5 kms de Yucay, donde nos
dejaron para pernoctar. Aprovechamos las escasas horas libres que nos
concedieron para romper con la maldición del turista, la misma que responde al
principio químico del agua y el aceite que imposibilita la mezcla de ambos
elementos, convirtiéndonos a los visitantes en seres neutros, sin polaridad ni
posibilidad de ser atraídos por el potente imán que ejerce la población local con sus marcados rasgos andinos, razón
por la que no soy partidario de los viajes organizados en los que nos sirven todo enlatado, aunque en esta ocasión por lo dilatado del territorio recorrido y el interés de los sitios conocidos, sí se justificase.
Y así, sin pastor que vigilase el rebaño salimos como ovejas descarriadas en busca de pastos desconocidos. En mi febril imaginación, el nombre de Urubamba tenía connotaciones exóticas que me acercaban a la selva amazónica y a los incas por igual. Con tan seductor nombre, tomamos un colectivo atestado de gente frente a la misma puerta del hotel. Ahora no habría ninguna ley química que imposibilitase la mezcla de los elementos que tanto deseaba, de tan prietos que íbamos, pero quiso el destino que por razones de raza mi figura se alzase como la de un gigante sobre la de los demás, poniendo solo límite a esa invasión espacial el techo del autobús que me obligó a doblar la cerviz durante todo el trayecto, imponiendo a mi altura obligada humildad.
El casco viejo de Urubamba conserva el trazado colonial habitual: gran plaza de Armas, presidida por la iglesia de San Francisco, y estrechas calles en damero alrededor donde se dan la mano unas con otras, las casas de acusada fisonomía castellana especialmente en sus portadas adinteladas y patios porticados interiores. Tras visitar la iglesia, imponente en la semipenumbra de las velas, paseamos por sus calles y, cayendo la noche, regresamos a Yukay esta vez sin más apreturas que las impuestas por las diminutas dimensiones del torito, un motocarro muy popular en algunas ciudades del interior, que hace las funciones de taxi. Imborrable sensación la del petardeo del tubo de escape de la moto y el viento azotando la lona del motocarro pero eso, amigos, forma parte del viaje tanto como las ruinas incas: un momento deseado. Cuando descendimos frente al hotel Hacienda del Valle, bajamos del motocarro con la misma solemnidad que si lo hiciésemos del mismo palanquín en que Pachacútec paseó a hombros de los más altos dignatarios del Imperio, los restos momificados de su padre Huiracocha Inca, con la satisfacción de haber volado libres, al menos, unas horas.

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