martes, 10 de octubre de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXX: Ollantaytambo




El viaje por carretera a través del Valle Sagrado iba tocando a su fin conforme avanzábamos hacia el noroeste, en dirección al Antisuyo, una región de la cuenca amazónica habitada por las tribus de los feroces Antis, enemigos acérrimos de los incas. Encajado en el fondo del valle el autobús seguía, con su estatura de hormiga, el caprichoso trazado de la carretera que discurre ajustándose a las curvas del río, un río de cauce ancho por el que las aguas bajan a tramos embravecidas entre los gruesos riscos. A derecha e izquierda se suceden las imponentes cadenas montañosas que llevan a Ollantaytambo, ciudad fundada en la época imperial por Pachacútec y último bastión defensivo de Manco Inca frente a los conquistadores españoles; su rica historia y su patrimonio hacen de esta ciudad uno de los mejores parques arqueológicos de Perú, cuajado de murallas, fortalezas, templos, colcas, cementerios, terrazas, puentes…. que hacen de la ciudad una visita obligada.

 



La previsión de dormir en Aguas Calientes marcó un ritmo demasiado rápido. No hubo tiempo para pasear por las geométricas calles empedradas del viejo pueblo, ajustadas a una planificación urbanística genuinamente incaica; por los canalillos que las surcan todavía puede verse correr el agua que abastece las casas en las que todavía viven una numerosa población indígena. Tampoco fue posible visitar otros enclaves del yacimiento como las colcas -consideradas los almacenes de grano más grandes del imperio inca-, el Baño de la Ñusta -una fuente labrada en una sola piedra destinada al culto del agua-, o la cantera de Cachicata de la que se extrajeron los grandes bloques con los que se levantaron los edificios más relevantes de la ciudad. Todo eso, y mucho más, hubiese requerido más de un día pero en un viaje programado todos sabemos que esas cuentas no caben.






El centro neurálgico de Ollantaytambo es la plaza Mañay Racay donde se agolpan puestos artesanales y cientos de turistas. Contenida en un rectángulo de altas paredes con vanos trapezoidales acordes a la estética inca, sirve de acceso al yacimiento arqueológico.



Hipnotizados por la visión de las terrazas, adheridas a la ladera de dos promontorios montañosos como una segunda piel de tierra y rocas, iniciamos la ascensión, casi vertical, por una estrecha escalinata de piedra que se abre paso entre los robustos andenes concebidos a la vez, como paños de inexpugnables murallas y poderosos contrafuertes de la montaña, para evitar deslizamientos de tierra.



Resulta fatigoso subir a la cumbre sin hacer alguna parada para recuperar el aliento pero merece la pena alcanzar la cima para admirar de cerca las imponentes ruinas que se divisan desde abajo. Desde arriba las vistas sobre los valles del Urubamba y Patacancha son incomparables. La ciudadela se levantó en la confluencia de ambos ríos aprovechando la fertilidad de la tierra, la benignidad del clima y la situación estratégica. Protegidos por la práctica inaccesibilidad del terreno se levantaron grandes edificios destinados a funciones religiosas, civiles y defensivas. Hoy sus despojos, apenas una leve sombra del pasado, siguen provocando respeto y admiración entre la multitud que se acerca a ellos. Anclados a la roca madre o sólidamente unidos entre sí, los restos de las edificaciones conservan la nobleza y la misma perfección técnica que caracterizan a las murallas de Sacsayhuamán o el templo del Coricancha.
La entrada al sector religioso se hace a través de una sala de  incierta función, conocida como el Templo de las Diez Ventanas, por las 10 hornacinas que se abren en la única pared que queda en pie. Tras cruzar el umbral de una monumental puerta adintelada, sólidamente trabada con gruesas piedras bien pulidas, se llega a un muro formado por seis ciclópeos bloques de pórfido rosado ligeramente inclinados, uno de los escasos vestigio que quedan del Templo del Sol. Sobre su superficie, tan finamente pulida por la mano del hombre que el viento no hubiese podido superarla, resaltan tetones de piedra que concitan controversias sobre su uso, así como el sutil relieve de una chacana o Cruz del Sur, una figura escalonada con forma de cruz cuadrada y escalonada, de 12 puntas, que representa la cosmovisión del mundo andino y la unión del mundo terrenal con el divino. Finos listones, también de durísimo pórfido, cierran cualquier abertura que pudiese quedar entre esos mastodontes pétreos de 30 a 45 toneladas, en un sublime alarde de corte, pulido y encaje de piedras de los hábiles maestros canteros. Un muro más, en definitiva, de los tantos muros de las lamentaciones que salpican la geografía mundial, donde enjugar nuestras lágrimas por la pérdida de esas obras maestras que caracterizan el ingenio humano solo superado por su capacidad destructiva. Afortunadamente el volumen de sus piedras y su indestructible trabazón le hizo invulnerable al fanatismo ciego de los destructores de idolatrías y quedó como testimonio del esplendor de una civilización.
   



Frente al Templo del Sol, al otro lado del río Patacancha se divisa con claridad, en un saliente rocoso de la montaña Pincuylluna, el perfil de rostro iracundo del viejo Tunupa. Cuando unas horas antes comimos en el restaurante que lleva su nombre, aun ignoraba que Tunupa era una de las divinidades más antiguas del área central andina, donde estuvo asociada durante mucho tiempo a Wiracocha, el dios Creador. Quizás fue la visión del fatal desenlace de Ollantaytambo caída en manos de los españoles, la que dejó petrificado en su rostro de enérgicas facciones el gesto colérico de rabia apenas contenida. Sobre su frente coronada por unas pequeñas construcciones apenas visibles, se disponen las celdas de piedra desde las que se arrojaban al vacío los condenados a la pena capital. También a escasos metros, enriscadas en un costado desafiando la gravedad de la escarpada pared, se alinean los restos de las dos colcas o depósitos agrícolas más importantes del Valle Sagrado; fueron proyectados en la vertiginosa altura buscando el clima seco y las corrientes de aire que permitieran mantener ventilados y en buen estado los alimentos que allí se depositaban. Imagino que la ruta pedestre que llega hasta los graneros por el estrecho sendero que sobrevuela los cortados de Pincuylluna, debe ser una experiencia inolvidable para los sentidos y una generosa recompensa al esfuerzo físico realizado.




Otros senderos, como el Huayrancalli, que ascendía hasta la cima coronada por el Templo del Sol, dejaron de ser transitados súbitamente hace siglos por las enormes piedras extraídas de la cantera Cachicata. Las Piedras Cansadas, como se conocen a estos bloques abandonados en el camino por la inminencia de la guerra, permanecen en el limbo de los justos esperando la redención del Tahuantinsuyo de la mano de Tunupa, para ocupar los lugares a los que estaban destinadas. Antes o después, la divinidad Creadora de Todas las Cosas recuperará el aliento perdido y volverá para rehacer el orden cósmico destruido por la ambición desmedida y el orgullo estéril de los hombres; quizás ese día regresen a la escena las maravillosas Civilizaciones Perdidas que nunca debieron irse.


  

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