viernes, 27 de octubre de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXXII: Machu Picchu, un paraíso en la Vieja Montaña (1ª parte)


Escribir sobre Machu Picchu no es tarea fácil porque, se escriba lo que se escriba, no existen en el diccionario palabras apropiadas para hacer justicia a tanta belleza. Ahora que me dispongo a hacerlo busco en las infusiones dobles de Inka muña y la música andina, elementos propiciatorios que ayuden a mi espíritu a reemprender un nuevo viaje, en una prodigiosa proyección astral, por el espacio y el tiempo para revivir las sensaciones y emociones que sentí en el lugar más mítico del Tahuantinsuyo, un microuniverso rebosante de paz y energía.

Antes de que la luz del día desvele el verde intenso del bosque que rodea Aguas Calientes, ya estamos preparados para la gran excursión. Desde primeras horas de la mañana el restaurante del hotel Mapi es un ir y venir de gente que regresa a Cusco o que se dispone a subir a Machu Picchu. Tomamos un buen almuerzo, en el que no faltan un par de rebosantes tazas de coca, antes de dirigirnos a la estación de autobuses donde quedamos citados por nuestro guía la noche anterior. Una larga cola de turistas se apiña a lo largo de la acera esperando pacientemente su turno para subir al bus que nos llevará al santuario inca. La zigzagueante carretera que sube hasta allí lleva el nombre de Hiram Bingham, en honor al aventurero que descubrió al mundo la Ciudad Perdida de Machu Picchu. Durante 15 minutos los runruneantes autobuses salvan un desnivel de 450 metros en una escalada prácticamente vertical por la pared de la montaña que pone a prueba los nervios de los que sufren vértigo e, incluso, de quiénes no lo sufren ¡una altura nada desdeñable si consideramos que las infaustas Torres Gemelas medían poco más de 400 metros!
Un moderno vestíbulo desempeña la función de control de entradas y salidas al yacimiento arqueológico que, desde sus orígenes, se realizaba desde el Intipunku o Puerta del Sol, único acceso posible a la ciudad durante siglos; todavía hoy sigue ejerciendo esa función con respecto a los turistas que se aventuran  a Machu Picchu a través de la vía pedestre más conocida de América, el Camino del Inca, tras una larga caminata de varios días por bellísimas sendas jalonadas de bosques y vistas majestuosas.























La ciudad, mandada edificar sobre un viejo poblado por el emperador Pachacútec en la segunda mitad del s. XV, se manifiesta en toda su grandiosidad apenas nos separamos unos pasos del vestíbulo de entrada. Árboles, flores, cielo, nevados, llamas, agua, edificaciones de roca desnuda se entretejen en el techo de la Vieja Montaña –Machu Picchu, en quechua-, una obra maestra salida de las manos de Wiracocha, el creador de todo lo existente. La emoción, el asombro, la sorpresa y una cierta incredulidad de estar allí, ¡al fin!, te sobreviene y llena de satisfacción. De no ser por los ropajes hubiésemos podido revivir la sensación de estar de vuelta a casa de nuestros padres antes de ser expulsados del Paraíso por una espada de fuego. 
    



La imagen es archiconocida por todos porque ha sido  reproducida millones de veces pero, en esta ocasión, tiene la peculiaridad de que nosotros formamos parte del grandioso escenario natural. Al fondo destaca rotundo el Huayna Picchu, rodeado de un mar picado de montañas puntiagudas y cimas coronadas con nieves eternas. Extendida a sus pies, la enigmática ciudad con sus edificios semiderruidos; a un costado impresionantes andenes y, finalmente, envolviendo todo el paisaje, el verde intenso de la vegetación y el azul celeste. La visión es tan fascinadora que resulta demasiado fácil abstraerse de las explicaciones del guía. Cualquier intento de éste por mantenernos unidos es inútil porque nos detenemos a cada paso para hacernos las fotos que acreditarán que hemos estado allí, convencidos de que momentos así no son solo para vivirlos, sino también para recordarlos y contarlos.
Machu Picchu es un iceberg arqueológico del que sólo aflora una parte del conjunto. Haciendo uso de sus profundos conocimientos de ingeniería, los incas hicieron habitable un espacio agreste donde las lluvias torrenciales y la falta de tierras cultivables imponían durísimas condiciones al desarrollo de asentamientos humanos de cierta consideración. Canalizaron las aguas a través de galerías subterráneas, acequias y fuentes, y construyeron un sistema de terrazas que tuvieron la doble función de refuerzo de laderas - evitando deslizamientos - y de nichos agrícolas, para alimentar a la corte que acompañaba al emperador en sus estancias en la residencia de descanso. La explanada que acunan en su seno los picos de Huayna Picchu y Machu Picchu sirvió, a su vez, de lecho para edificar palacios, templos y espacios sagrados para los complejos rituales ofrecidos a las numerosas deidades del panteón incaico, convirtiendo la ciudad en un referente religioso, político y administrativo del Tahuantinsuyo. Escondida entre las espesas junglas subtropicales y las abruptas montañas, y pese a su aparente aislamiento, Machu Picchu estuvo conectada al Qhapaq Ñan -la red viaria del imperio-, a través del Camino del Inca, cuya existencia, para sombro de muchos turistas, es muy anterior al de los autobuses que la conectan con Aguas Calientes.
   

 


Avanzamos por el sendero empedrado de un andén desde el que se domina parte de la grada formada por decenas de terrazas que tienden sus escalones ladera abajo, como buscando el abismo. Están muy bien orientadas, buscando la luz y el calor de mediodía; en sus extremos edificaciones de piedra con pronunciados techos de paja para almacenar los productos, las conocidas colcas.




 A la altura de la Casa del guardián de la roca, sobre la cuál dicen que se embalsamaban los cadáveres de la nobleza inca, asoma sobre nuestras cabezas la imagen inesperada de una llama amamantando a su cría que, por un momento, resta protagonismo a todo lo demás. La pequeña, apenas recién parida, no es dueña de sus patas que se doblan torpemente mientras busca las ubres de su madre. La altiva llama, indiferente a los esfuerzos de su retoño por mamar, nos regala su rostro orgulloso de esfinge mirando al infinito sin reparar que su pequeña se acerca peligrosamente al borde de la terraza. Abajo, sospechando lo peor, contenemos el aliento hasta que un grito de estupor se escapa de nuestras gargantas cuando la vemos precipitarse hasta la terraza inferior desde una altura de tres metros. La madre, alertada por el ruido seco de la caída de su cría, pierde su compostura de animal impávido y corre a su lado donde la hociquea alarmada tratando de levantarla con el morro para comprobar si está herida. No tardan en llegar tras ella dos guardas que la cogen en brazos intentando ponerla en pie. Se la llevan y tras ellos, sin dar a torcer su erguido cuello, camina la madre en pos de los balidos lastimeros del recién nacido. Nos ha dado un buen susto. Ojalá, ahora que escribo sobre ella, siga ramoneando las hierbas y cuidando que los pastos de Machu Picchu no sepulten de nuevo sus piedras sagradas.




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