Escribir sobre Machu Picchu no es tarea fácil porque, se escriba lo
que se escriba, no existen en el diccionario palabras apropiadas para hacer justicia
a tanta belleza. Ahora que me dispongo a hacerlo busco en las infusiones dobles de Inka muña y la música andina, elementos propiciatorios que ayuden a mi espíritu a reemprender un nuevo viaje, en una prodigiosa proyección astral, por
el espacio y el tiempo para revivir las
sensaciones y emociones que sentí en el lugar más mítico del Tahuantinsuyo, un microuniverso rebosante de paz y energía.
Antes de que la luz del día desvele el verde intenso del bosque
que rodea Aguas Calientes, ya estamos preparados para la gran excursión. Desde
primeras horas de la mañana el restaurante del hotel Mapi es un ir y venir de
gente que regresa a Cusco o que se dispone a subir a Machu Picchu. Tomamos un
buen almuerzo, en el que no faltan un par de rebosantes tazas de coca, antes de dirigirnos
a la estación de autobuses donde quedamos citados por nuestro guía la noche
anterior. Una larga cola de turistas se apiña a lo largo de la acera esperando pacientemente
su turno para subir al bus que nos llevará al santuario inca. La zigzagueante carretera que sube hasta allí lleva el nombre de
Hiram Bingham, en honor al aventurero que descubrió al mundo la Ciudad Perdida
de Machu Picchu. Durante 15 minutos los runruneantes autobuses salvan un
desnivel de 450 metros en una escalada prácticamente vertical por la pared de
la montaña que pone a prueba los nervios de los que sufren vértigo e, incluso,
de quiénes no lo sufren ¡una altura nada desdeñable si consideramos que las
infaustas Torres Gemelas medían poco más de 400 metros!
Un moderno vestíbulo desempeña la función de control de
entradas y salidas al yacimiento arqueológico que, desde sus orígenes, se
realizaba desde el Intipunku o Puerta
del Sol, único acceso posible a la ciudad durante siglos; todavía hoy sigue
ejerciendo esa función con respecto a los turistas que se aventuran a Machu Picchu a través de la vía pedestre más
conocida de América, el Camino del Inca, tras una larga caminata de varios días
por bellísimas sendas jalonadas de bosques y vistas majestuosas.
La ciudad, mandada edificar sobre un viejo poblado por el
emperador Pachacútec en la segunda mitad del s. XV, se manifiesta en toda su grandiosidad
apenas nos separamos unos pasos del vestíbulo de entrada. Árboles, flores,
cielo, nevados, llamas, agua, edificaciones de roca desnuda se entretejen en el
techo de la Vieja Montaña –Machu Picchu, en quechua-, una obra maestra salida de las manos de Wiracocha, el creador de todo lo existente. La emoción, el asombro, la sorpresa
y una cierta incredulidad de estar allí, ¡al fin!, te sobreviene y llena de
satisfacción. De no ser por los ropajes hubiésemos podido revivir la sensación
de estar de vuelta a casa de nuestros padres antes de ser expulsados del
Paraíso por una espada de fuego.
La imagen es archiconocida por todos porque ha sido reproducida millones de veces pero, en esta ocasión, tiene la peculiaridad de que nosotros formamos parte del grandioso escenario natural. Al fondo destaca rotundo el Huayna Picchu, rodeado de un mar picado de montañas puntiagudas y cimas coronadas con nieves eternas. Extendida a sus pies, la enigmática ciudad con sus edificios semiderruidos; a un costado impresionantes andenes y, finalmente, envolviendo todo el paisaje, el verde intenso de la vegetación y el azul celeste. La visión es tan fascinadora que resulta demasiado fácil abstraerse de las explicaciones del guía. Cualquier intento de éste por mantenernos unidos es inútil porque nos detenemos a cada paso para hacernos las fotos que acreditarán que hemos estado allí, convencidos de que momentos así no son solo para vivirlos, sino también para recordarlos y contarlos.
Machu Picchu es un iceberg arqueológico del que sólo aflora una
parte del conjunto. Haciendo uso de sus profundos conocimientos de ingeniería,
los incas hicieron habitable un espacio agreste donde las lluvias torrenciales
y la falta de tierras cultivables imponían durísimas condiciones al desarrollo
de asentamientos humanos de cierta consideración. Canalizaron las aguas a
través de galerías subterráneas, acequias y fuentes, y construyeron un sistema
de terrazas que tuvieron la doble función de refuerzo de laderas - evitando
deslizamientos - y de nichos agrícolas, para alimentar a la corte que
acompañaba al emperador en sus estancias en la residencia de descanso. La
explanada que acunan en su seno los picos de Huayna Picchu y Machu Picchu sirvió,
a su vez, de lecho para edificar palacios, templos y espacios sagrados para los
complejos rituales ofrecidos a las numerosas deidades del panteón incaico,
convirtiendo la ciudad en un referente religioso, político y administrativo del
Tahuantinsuyo. Escondida entre las espesas junglas subtropicales y las abruptas montañas, y pese a su aparente aislamiento, Machu Picchu estuvo conectada
al Qhapaq Ñan -la red viaria del
imperio-, a través del Camino del Inca, cuya existencia, para sombro de muchos
turistas, es muy anterior al de los autobuses que la conectan con Aguas
Calientes.
Avanzamos por el sendero empedrado de un andén desde el que se
domina parte de la grada formada por decenas de terrazas que tienden sus
escalones ladera abajo, como buscando el abismo. Están muy bien orientadas,
buscando la luz y el calor de mediodía; en sus extremos edificaciones de piedra
con pronunciados techos de paja para almacenar los productos, las conocidas
colcas.
A la altura de la Casa del guardián de la roca, sobre la cuál
dicen que se embalsamaban los cadáveres de la nobleza inca, asoma sobre
nuestras cabezas la imagen inesperada de una llama amamantando a su cría que,
por un momento, resta protagonismo a todo lo demás. La pequeña, apenas recién
parida, no es dueña de sus patas que se doblan torpemente mientras
busca las ubres de su madre. La altiva llama, indiferente a los esfuerzos de su
retoño por mamar, nos regala su rostro orgulloso de esfinge mirando al infinito
sin reparar que su pequeña se acerca peligrosamente al borde de la terraza.
Abajo, sospechando lo peor, contenemos el aliento hasta que un grito de estupor
se escapa de nuestras gargantas cuando la vemos precipitarse hasta la terraza
inferior desde una altura de tres metros. La madre, alertada por el ruido seco
de la caída de su cría, pierde su compostura de animal impávido y corre a su
lado donde la hociquea alarmada tratando de levantarla con el morro para
comprobar si está herida. No tardan en llegar tras ella dos guardas que la
cogen en brazos intentando ponerla en pie. Se la llevan y tras ellos, sin dar a
torcer su erguido cuello, camina la madre en pos de los balidos lastimeros del
recién nacido. Nos ha dado un buen susto. Ojalá, ahora que escribo sobre ella,
siga ramoneando las hierbas y cuidando que los pastos de Machu Picchu no
sepulten de nuevo sus piedras sagradas.
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