viernes, 12 de mayo de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXIII: el Coricancha


Muy cerca de la catedral se levantaba el que fuese el lugar más sagrado del Tahuantinsuyo: el Coricancha o recinto dorado que albergaba varios templos del panteón incaico, siendo el más famoso el Templo del Sol por las fabulosas riquezas que en él se atesoraban según los relatos de los cronistas de la época.


Supongo que el Coricancha no se levantó al azar sobre un pequeño promontorio habiendo sido Cusco elegido por Manco Cápac y Mama Ocllo, hijos del Sol, para fundar la ciudad destinada a ser el Ombligo del Mundo. Desconocidas energías telúricas decidieron, a buen seguro, el lugar donde poner sus cimientos y, desde allí, tejer una gigantesca tela de araña sobre las vastas cordilleras andinas que uniesen con hilos invisibles los apus, los espíritus que habitan en la Naturaleza desde las grutas a las cimas de los volcanes, con los dioses que rigen los destinos de los mortales. Y así es como el Coricancha se convirtió en el epicentro de un espacio mágico-religioso que todo lo ordenaba y en el que todo convergía, a través de tentáculos incorpóreos surgidos de su geometría, y que los incas llamaron ceques, líneas imaginarias que conectaban quebradas, ríos, grutas, volcanes o cualquier otro accidente geográfico peculiar que Viracocha, el gran dios creador, hubiese distinguido de los demás. Sobre estos caminos etéreos, los incas levantaron las huacas, tumbas y sitios consagrados donde honrar a los espíritus y a sus antepasados.


Con desprecio absoluto hacia una civilización basada en el respeto del hombre a la Naturaleza, los conquistadores impusieron el hierro de sus espadas y la pólvora de sus armas sobre el dúctil bronce de los indígenas. Despojados los templos del oro y la plata que recubrían sus muros y, fieles a su compromiso de extirpar las idolatrías, superpusieron sobre las piedras mejor pulidas de América las del nuevo convento de Santo Domingo, en una iconografía que se asemeja bastante a la de la imagen de la Virgen Inmaculada aplastando con su pie la cabeza de la serpiente, en clara alusión al triunfo de la Iglesia sobre lo pagano.


             

Más allá de las arcadas del bonito claustro conventual, de fuerte impronta colonial, permanecen los muros desnudos de los templos dedicados al culto del Sol, la Luna, Venus y otras deidades de la naturaleza. Tampoco su disposición fue al azar. Los rayos de sol de los solsticios y equinoccios trazaron las líneas sobre el que se edificó convirtiendo los templos en auténticos observatorios astronómicos desde los que se regulaba el calendario inca. Hoy solo nos queda el triste consuelo de pasar las yemas de los dedos por las llagas de sus bloques de piedras para constatar el altísimo grado de perfeccionamiento que lograron en la técnica del labrado y pulido de piedras tan duras como la andesita, sin más herramientas conocidas que otras piedras y útiles fabricados en bronce.



                   

En una de las paredes se muestra una plancha dorada de generosas dimensiones con forma de mitra papal en la que todos reparamos confundidos por el brillo del aparente oro, del que el guía nos había llenado la cabeza. Un panel trata de explicar los complicados símbolos para gente tan inexperta y con tanta prisa como los turistas. Apenas algunos le dedicamos el tiempo justo para una lectura rapidísima y un par de fotos. Es ahora, mientras escribo este blog sobre mi viaje a Perú, cuando reparo en la imagen y, llevado por la curiosidad de los enigmáticos grabados que cubren su superficie, busco información que me los aclare. Aunque me faltan muchas incógnitas por despejar sobre su origen, autor o localización, tantas como a los autores que he leído, al menos he comprendido que se trata de la visión inca sobre el origen del mundo y de la propia humanidad. Un cronista indígena peruano llamado Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamayhua, autor de la obra “Relación de las antigüedades deste Reyno del Pirú”, que vivió a caballo entre los s. XVI y XVII, dejó escrito en quechua una interpretación bastante coherente de aquel relato de carácter mítico. Pachacuti, por elegir uno de la media docena de nombres que acumula en su haber, desde su doble condición de indígena y aculturado, en cuanto que se formó en la doctrina de la fe católica, fue tan útil para desentrañar su significado como la Piedra Rosetta para descifrar los jeroglíficos egipcios. Desde su visión cristiana hace una lectura paralela de la creación del mundo por Viracocha con la de Dios Padre, nuestro Señor, algo habitual en la época para acercar a la nueva fe a los paganos. Resulta asombrosa la similitud entre un relato y otro con solo cambiar los nombres.

       

La idea que transmiten las esquematizadas figuras es la de un dios creador, Viracocha, que pone orden en el caos inicial cuando aún no existía el mundo. Los diferentes elementos del Universo y de la Tierra van ocupando su lugar jerárquico en el panel: Viracocha representado por una nube flanqueada por la luna, el sol y las constelaciones arriba; el rayo, la nube, la niebla y el granizo ocupa una posición intermedia y, en el nivel inferior, el río, el árbol, la madre tierra, el agua, el arco iris, el hombre y la mujer, la montaña e incluso el Coricancha. En definitiva, es la representación de un orden necesario para conjurar el caos y la incertidumbre, el mismo que a partir de ese momento iban a asumir como propio los conquistadores.

         


Antes de marchar de Cusco, regresamos por los alrededores del Coricancha para verlo una vez más. Desde la Avenida del Sol el conjunto luce espléndido. Las terrazas se extienden escalonadas a lo largo del desnivel que bajaba hasta el jardín que regaban las Vírgenes consagradas al Sol. Imaginé sus reflejos destellando sobre el borde de oro que remataba el muro del recinto o concentrados en el gran disco solar que los devolvía de nuevo al espacio en un haz de luz cegadora. Demasiada riqueza para sobrevivir a la codicia humana.


 


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