Muy cerca de la catedral se levantaba el que fuese el lugar más
sagrado del Tahuantinsuyo: el Coricancha o recinto dorado que albergaba varios
templos del panteón incaico, siendo el más famoso el Templo del Sol por las fabulosas
riquezas que en él se atesoraban según los relatos de los cronistas de la
época.
Supongo que el Coricancha no se levantó al azar sobre un pequeño
promontorio habiendo sido Cusco elegido por Manco Cápac y Mama Ocllo, hijos del
Sol, para fundar la ciudad destinada a ser el Ombligo del Mundo. Desconocidas
energías telúricas decidieron, a buen seguro, el lugar donde poner sus
cimientos y, desde allí, tejer una gigantesca tela de araña sobre las vastas
cordilleras andinas que uniesen con hilos invisibles los apus, los espíritus que habitan en la Naturaleza desde las grutas a
las cimas de los volcanes, con los dioses que rigen los destinos de los
mortales. Y así es como el Coricancha se convirtió en el epicentro de un
espacio mágico-religioso que todo lo ordenaba y en el que todo convergía, a
través de tentáculos incorpóreos surgidos de su geometría, y que los incas
llamaron ceques, líneas imaginarias
que conectaban quebradas, ríos, grutas, volcanes o cualquier otro accidente
geográfico peculiar que Viracocha, el gran dios creador, hubiese distinguido de
los demás. Sobre estos caminos etéreos, los incas levantaron las huacas, tumbas y sitios consagrados donde
honrar a los espíritus y a sus antepasados.
Con desprecio absoluto hacia una civilización basada en el respeto
del hombre a la Naturaleza, los conquistadores impusieron el hierro de sus
espadas y la pólvora de sus armas sobre el dúctil bronce de los indígenas.
Despojados los templos del oro y la plata que recubrían sus muros y, fieles a
su compromiso de extirpar las idolatrías, superpusieron sobre las piedras mejor
pulidas de América las del nuevo convento de Santo Domingo, en una iconografía
que se asemeja bastante a la de la imagen de la Virgen Inmaculada aplastando
con su pie la cabeza de la serpiente, en clara alusión al triunfo de la Iglesia
sobre lo pagano.
Más allá de las arcadas del bonito claustro conventual, de fuerte
impronta colonial, permanecen los muros desnudos de los templos dedicados al
culto del Sol, la Luna, Venus y otras deidades de la naturaleza. Tampoco su
disposición fue al azar. Los rayos de sol de los solsticios y equinoccios trazaron
las líneas sobre el que se edificó convirtiendo los templos en auténticos
observatorios astronómicos desde los que se regulaba el calendario inca. Hoy solo
nos queda el triste consuelo de pasar las yemas de los dedos por las llagas de
sus bloques de piedras para constatar el altísimo grado de perfeccionamiento
que lograron en la técnica del labrado y pulido de piedras tan duras como la
andesita, sin más herramientas conocidas que otras piedras y útiles fabricados
en bronce.
En una de las paredes se muestra una plancha dorada de generosas
dimensiones con forma de mitra papal en la que todos reparamos confundidos por
el brillo del aparente oro, del que el guía nos había llenado la cabeza. Un
panel trata de explicar los complicados símbolos para gente tan inexperta y con
tanta prisa como los turistas. Apenas algunos le dedicamos el tiempo justo para
una lectura rapidísima y un par de fotos. Es ahora, mientras escribo este blog
sobre mi viaje a Perú, cuando reparo en la imagen y, llevado por la curiosidad de
los enigmáticos grabados que cubren su superficie, busco información que me los
aclare. Aunque me faltan muchas incógnitas por despejar sobre su origen, autor
o localización, tantas como a los autores que he leído, al menos he comprendido
que se trata de la visión inca sobre el origen del mundo y de la propia
humanidad. Un cronista indígena peruano llamado Juan de Santa Cruz Pachacuti
Yamqui Salcamayhua, autor de la obra “Relación de las antigüedades deste Reyno
del Pirú”, que vivió a caballo entre los s. XVI y XVII, dejó escrito en quechua
una interpretación bastante coherente de aquel relato de carácter mítico.
Pachacuti, por elegir uno de la media docena de nombres que acumula en su
haber, desde su doble condición de indígena y aculturado, en cuanto que se
formó en la doctrina de la fe católica, fue tan útil para desentrañar su
significado como la Piedra Rosetta para descifrar los jeroglíficos egipcios.
Desde su visión cristiana hace una lectura paralela de la creación del mundo
por Viracocha con la de Dios Padre, nuestro Señor, algo habitual en la época
para acercar a la nueva fe a los paganos. Resulta asombrosa la similitud entre
un relato y otro con solo cambiar los nombres.
La idea que transmiten las esquematizadas figuras es la de un dios
creador, Viracocha, que pone orden en el caos inicial cuando aún no existía el
mundo. Los diferentes elementos del Universo y de la Tierra van ocupando su
lugar jerárquico en el panel: Viracocha representado por una nube flanqueada
por la luna, el sol y las constelaciones arriba; el rayo, la nube, la niebla y
el granizo ocupa una posición intermedia y, en el nivel inferior, el río, el
árbol, la madre tierra, el agua, el arco iris, el hombre y la mujer, la montaña
e incluso el Coricancha. En definitiva, es la representación de un orden
necesario para conjurar el caos y la incertidumbre, el mismo que a partir de
ese momento iban a asumir como propio los conquistadores.
Antes de marchar de Cusco, regresamos por los alrededores del
Coricancha para verlo una vez más. Desde la Avenida del Sol el conjunto luce espléndido.
Las terrazas se extienden escalonadas a lo largo del desnivel que bajaba hasta
el jardín que regaban las Vírgenes consagradas al Sol. Imaginé sus reflejos destellando
sobre el borde de oro que remataba el muro del recinto o concentrados en el gran
disco solar que los devolvía de nuevo al espacio en un haz de luz cegadora. Demasiada riqueza para sobrevivir a la codicia humana.

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