El valeroso inca Pachacútec, el mismo que hizo brotar de los
cañaverales de un cenagoso pantano los cimientos de Cusco, dispuso que un puma
gigante e invisible, recostado sobre sus patas traseras, fuese el guardián y
protector de la capital del Tahuantinsuyo, el imperio que se expandió por las
Cuatro Regiones del Mundo, a lo largo y
ancho de la cordillera andina, desde Ecuador a Chile, desde el Pacífico a los
límites de la cuenca amazónica. Su
silueta felina recorre silenciosa en la sombra los límites de la antigua ciudad.
El puma yergue su cabeza sobre las murallas de Sacsayhuaman; en Haucaypata,
donde hoy se levanta la Plaza de Armas, late su corazón; en el Coricancha, el
templo más sagrado del imperio inca, consagrado al dios Sol, posa sus
genitales; y, en la vía de Collasuyo, en la confluencia de los dos ríos que
cruzan la ciudad, descansa su cola, no muy lejos de nuestro hotel.
Sobre las arenas que los Hijos del Sol ordenaron esparcir en la
ciénaga para desecarla, los reyes incas construyeron
sus palacios en torno a Haucaypata, una explanada en la que cada solsticio de
invierno se celebraban fastuosas celebraciones como la del Inti Raymi, en la que se sacrificaban miles de llamas en honor a Inti, el dios Sol
que renacía triunfante una vez más para iniciar el nuevo ciclo anual.
En este mismo lugar donde las aguas del lodazal absorbieron las
arenas, la memoria de los incas fue engullida por las vistas de la bellísima
plaza colonial edificada siguiendo los cánones arquitectónicos de los
conquistadores. Apelo al conocimiento de la Historia para no perdernos en sus
laberintos y pido unos minutos de observación atenta y serena reflexión para buscar
en el corazón del Tahuantinsuyo los restos de las vísceras que aún quedan
desparramadas por sus calles.
Por muchos patíbulos que se levantasen, por más hogueras a las que
se arrojasen sus ídolos, por muchos santuarios, fortalezas y palacios que se
destruyesen, no se pudieron borrar los rastros de una civilización que se
extendió por más de 2 millones de km2 y gobernó sobre 14 millones de
almas. Una discreta placa recordando a sus héroes, los cimientos de un palacio
o un convento, una excavación arqueológica en plena calle, las ruinas de unas
misteriosas piedras o, simplemente, los rostros cobrizos y angulosos de transeúntes
anónimos con facciones bien marcadas son suficientes para remitir ineludiblemente
al curioso viajero a la apasionante historia de la América prehispánica.
En época de la Colonia, España se hizo presente en Latinoamérica
con todo su bagaje artístico y allí, pulido por el frío de las altas
cordilleras, el aire de los cálidos valles y el sofoco del trópico, floreció
entre sus piedras y murales una plástica colorista, alegre y vitalista que deja
en la retina recuerdos de pueblos castellanos, extremeños, andaluces o
canarios. En Cusco la arquitectura colonial, empinada sobre sólidos bloques bien
pulidos de andesita procedentes de fortalezas y palacios incas, se asoma desde
balcones de madera a las calles empedradas en las que se alinean numerosas
casonas y palacios de grandes ventanales enrejados y amplias portadas que dan acceso
a través de zaguanes a bellos patios porticados.
En su plaza de Armas, nuestra plaza Mayor, desembocan o parten de
ellas, según venga o vaya el viajero, las cuatro vías principales (Collasuyo,
Antisuyo, Chinchaysuyo y Kuntisuyo) que llevarán por los Caminos del Inca o Qhapaq Ñan
hasta los confines del viejo imperio, a quienes decidan seguirlas.
Soportales de arcos dan sombra y protegen de la lluvia a las gentes
que acuden a misa llamadas por el tañido de las campanas o, sencillamente, van en busca de un
lugar apacible por donde pasear y contemplar espectáculos, como el de estas
danzantes ataviadas con vestidos tradicionales que nos sorprendieron a mediodía
camino a San Blas.
La historia de la Humanidad es la historia de un mestizaje
permanente de sangres y culturas como testimonian las calles del viejo Cusco.
Sobre una escalinata se alza la catedral de la virgen de la Asunción, en el
mismo lugar que años antes de la conquista se alzara el palacio de Viracocha
Inca. Convertida en el nuevo baluarte de la fe católica, se edificó sobre los
grandes bloques labrados de Sacsayhuaman, el último reducto de resistencia que
Manco Inca opuso a los españoles. La afluencia de oro y plata de las minas
próximas y de los tesoros expoliados contribuyeron a enriquecer el templo y
agrandarlo hasta tal punto que la primitiva catedral quedó relegada a capilla
auxiliar de la nueva.
El espíritu errante del viejo Pachacámac, el mismo que con solo un movimiento de sus cabellos provocaba
movimientos telúricos de incalculables consecuencias, desterrado de su
santuario a orillas del Pacífico por el arrogante Hernando Pizarro, ¡que Dios le perdone por
los crímenes cometidos! encontró acomodo en la imagen de un Cristo crucificado
en un asombroso prodigio de sincretismo. Posiblemente entró en Él a través de la herida abierta en el costado por la lanzada de Longinos, siguiendo el mismo camino de las cartas de fieles devotos suplicando favores que siglos después hallaron en el interior de su pecho los restauradores. Ese Cristo es venerado
en un altar de la catedral como el Señor de los Temblores, por la creencia de los cusqueños en el poder
milagroso para detener los cataclismos que amenazan con sepultar la ciudad cada vez que se manifiestan. El mismo
oro que corona su cabeza desplomada sobre el pecho, lo sujeta de pies y manos
a la cruz transformado en clavos con incrustaciones de piedras
preciosas. Debe ser impresionante verlo en la procesión del Lunes Santo en medio de un silencio sepulcral, avanzar sobre las andas entre la muchedumbre. A su paso arrojan flores de
ñucchu, de color rojo intenso, las mismas que sus antepasados lanzaban al paso del Inca como
símbolo de respeto y veneración. Otras cuelgan en racimos de su cabellera, cuello y brazos como gotas de sangre que cubren su cuerpo oscuro resaltando el dramatismo de la Pasión. Mestizaje de culturas y de fe que terminaron encontrando un camino común por donde transitar juntos hasta llegar al Perú actual.
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