viernes, 5 de mayo de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXII: El Señor de los Temblores tiende la mano a Pachacámac



El valeroso inca Pachacútec, el mismo que hizo brotar de los cañaverales de un cenagoso pantano los cimientos de Cusco, dispuso que un puma gigante e invisible, recostado sobre sus patas traseras, fuese el guardián y protector de la capital del Tahuantinsuyo, el imperio que se expandió por las Cuatro Regiones del Mundo, a lo largo y ancho de la cordillera andina, desde Ecuador a Chile, desde el Pacífico a los límites de la cuenca amazónica. Su silueta felina recorre silenciosa en la sombra los límites de la antigua ciudad. El puma yergue su cabeza sobre las murallas de Sacsayhuaman; en Haucaypata, donde hoy se levanta la Plaza de Armas, late su corazón; en el Coricancha, el templo más sagrado del imperio inca, consagrado al dios Sol, posa sus genitales; y, en la vía de Collasuyo, en la confluencia de los dos ríos que cruzan la ciudad, descansa su cola, no muy lejos de nuestro hotel.
Sobre las arenas que los Hijos del Sol ordenaron esparcir en la ciénaga para desecarla, los reyes incas construyeron sus palacios en torno a Haucaypata, una explanada en la que cada solsticio de invierno se celebraban fastuosas celebraciones como la del Inti Raymi, en la que se sacrificaban miles de llamas en honor a Inti, el dios Sol que renacía triunfante una vez más para iniciar el nuevo ciclo anual.

En este mismo lugar donde las aguas del lodazal absorbieron las arenas, la memoria de los incas fue engullida por las vistas de la bellísima plaza colonial edificada siguiendo los cánones arquitectónicos de los conquistadores. Apelo al conocimiento de la Historia para no perdernos en sus laberintos y pido unos minutos de observación atenta y serena reflexión para buscar en el corazón del Tahuantinsuyo los restos de las vísceras que aún quedan desparramadas por sus calles.

Cuando mi vista descendió de los campanarios de la catedral y de la iglesia de la Compañía de Jesús, vinieron a dar de frente con una de ellas, encarnada en la imagen orgullosa de Pachacútec erigida sobre la fuente que adorna el centro de la plaza. Representado por un hombre fornido, haciendo honor a su fama de orgulloso conquistador, extendía un brazo al Sol mientras que con el otro sujetaba el tupayauri, un cetro de oro en forma de hacha. Tocado con la mascapaicha, una borla de fina lana roja con incrustaciones de hilos de oro y plumas de corequenque, símbolo de poder imperial, murió sin imaginar que gentes venidas de otro mundo darían por tierra con sus sueños imperiales y que, en esa misma plaza, quizás en ese mismo lugar o próximo a él, sus más bravos descendientes perderían la vida decapitados, como Túpac Amaru, o descuartizados, como José Gabriel Condorcanqui, por defender a su pueblo frente a aquellos bárbaros cegados por la codicia, que predicaban el amor con una cruz en la mano y una espada en la otra.



Por muchos patíbulos que se levantasen, por más hogueras a las que se arrojasen sus ídolos, por muchos santuarios, fortalezas y palacios que se destruyesen, no se pudieron borrar los rastros de una civilización que se extendió por más de 2 millones de km2 y gobernó sobre 14 millones de almas. Una discreta placa recordando a sus héroes, los cimientos de un palacio o un convento, una excavación arqueológica en plena calle, las ruinas de unas misteriosas piedras o, simplemente, los rostros cobrizos y angulosos de transeúntes anónimos con facciones bien marcadas son suficientes para remitir ineludiblemente al curioso viajero a la apasionante historia de la América prehispánica.




En época de la Colonia, España se hizo presente en Latinoamérica con todo su bagaje artístico y allí, pulido por el frío de las altas cordilleras, el aire de los cálidos valles y el sofoco del trópico, floreció entre sus piedras y murales una plástica colorista, alegre y vitalista que deja en la retina recuerdos de pueblos castellanos, extremeños, andaluces o canarios. En Cusco la arquitectura colonial, empinada sobre sólidos bloques bien pulidos de andesita procedentes de fortalezas y palacios incas, se asoma desde balcones de madera a las calles empedradas en las que se alinean numerosas casonas y palacios de grandes ventanales enrejados y amplias portadas que dan acceso a través de zaguanes a bellos patios porticados.



En su plaza de Armas, nuestra plaza Mayor, desembocan o parten de ellas, según venga o vaya el viajero, las cuatro vías principales (Collasuyo, Antisuyo, Chinchaysuyo y Kuntisuyo) que llevarán por los Caminos del Inca o Qhapaq Ñan hasta los confines del viejo imperio, a quienes decidan seguirlas.




Soportales de arcos dan sombra y protegen de la lluvia a las gentes que acuden a misa llamadas por el tañido de las campanas o, sencillamente, van en busca de un lugar apacible por donde pasear y contemplar espectáculos, como el de estas danzantes ataviadas con vestidos tradicionales que nos sorprendieron a mediodía camino a San Blas.
  
La historia de la Humanidad es la historia de un mestizaje permanente de sangres y culturas como testimonian las calles del viejo Cusco. Sobre una escalinata se alza la catedral de la virgen de la Asunción, en el mismo lugar que años antes de la conquista se alzara el palacio de Viracocha Inca. Convertida en el nuevo baluarte de la fe católica, se edificó sobre los grandes bloques labrados de Sacsayhuaman, el último reducto de resistencia que Manco Inca opuso a los españoles. La afluencia de oro y plata de las minas próximas y de los tesoros expoliados contribuyeron a enriquecer el templo y agrandarlo hasta tal punto que la primitiva catedral quedó relegada a capilla auxiliar de la nueva.
  

El espíritu errante del viejo Pachacámac, el mismo que con solo un movimiento de sus cabellos provocaba movimientos telúricos de incalculables consecuencias, desterrado de su santuario a orillas del Pacífico por el arrogante Hernando Pizarro, ¡que Dios le perdone por los crímenes cometidos! encontró acomodo en la imagen de un Cristo crucificado en un asombroso prodigio de sincretismo. Posiblemente entró en Él a través de la herida abierta en el costado por la lanzada de Longinos, siguiendo el mismo camino de las cartas de fieles devotos suplicando favores que siglos después hallaron en el interior de su pecho los restauradores. Ese Cristo es venerado en un altar de la catedral como el Señor de los Temblores, por la creencia de los cusqueños en el poder milagroso para detener los cataclismos que amenazan con sepultar la ciudad cada vez que se manifiestan. El mismo oro que corona su cabeza desplomada sobre el pecho, lo sujeta de pies y manos a la cruz transformado en clavos con incrustaciones de piedras preciosas. Debe ser impresionante verlo en la procesión del Lunes Santo en medio de un silencio sepulcral, avanzar sobre las andas entre la muchedumbre. A su paso arrojan flores de ñucchu, de color rojo intenso, las mismas que sus antepasados lanzaban al paso del Inca como símbolo de respeto y veneración. Otras cuelgan en racimos de su cabellera, cuello y brazos como gotas de sangre que cubren su cuerpo oscuro resaltando el dramatismo de la Pasión. Mestizaje de culturas y de fe que terminaron encontrando un camino común por donde transitar juntos hasta llegar al Perú actual.

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