Partimos de Cusco de madrugada hacia el Valle Sagrado. Como venía siendo habitual, para que la distancia fuese más llevadera, el camino se iba
haciendo en etapas cortas con paradas en los puntos de mayor interés que nos salían al
paso. El primero fue Awanakancha, un centro surgido de la iniciativa privada
para poner en valor la industria textil
tradicional peruana. El proyecto resulta muy interesante desde todos los puntos de
vista al acercar al turista el proceso completo de transformación, desde
la materia prima presente en la lana de las llamas, guanacos, alpacas y
vicuñas allí estabuladas, hasta la elegantísima tienda donde se exhiben los
tejidos acabados. Aunque ya los habíamos visto en libertad en los extensos
pastos del altiplano, los más atrevidos, tuvimos la oportunidad de ofrecerles un
puñado de alfalfa fresca que, de un tirón con sus potentes mandíbulas,
arrancaban de nuestras manos nerviosas.
A mí, que desde siempre me han fascinado
las ovejas y cabras, estos camélidos me impresionaron tanto como a los mismos
conquistadores que no dudaron en calificarlos de extraña mezcla de oveja y
camello, convencidos que tras bajar del Arca de Noé, se extraviaron en estos
parajes dónde acabaron haciendo su hogar ¡qué grande y genial es la imaginación humana!. Con toda
justicia la imagen altiva de la llama ocupa un puesto preferente en la bandera nacional peruana porque pocas
cosas representan tan bien a los Andes y su historia como ella, que
desempeñó un papel tan importante como fuente de alimento, abrigo, transporte
y víctima ritual en el largo período prehispánico.
En la iniciativa participan familias agrupadas en cooperativa de
la propia comunidad rural, herederas del ancestral legado cultural que
contribuyen a recuperar. El proceso de hilado, teñido y tejido lo realizan in situ hombres y mujeres ataviados con la vestimenta tradicional, haciendo
uso de técnicas artesanales ancestrales. Con los vellones de lana que penden
de los palos de la cabaña, ya teñidos y transformados en hilos, laboriosos dedos
se desplegaban con prodigiosa rapidez sobre el telar para tejer sobre esa
urdimbre tejidos con colores tan bellos como los del mismísimo arco iris. Ordenadamente colocadas en los anaqueles de la tienda o desplegadas sobre mesas o maniquís, cada prenda es una manzana de la tentación del Paraíso a la que pocas Evas y Adanes son capaces de sustraerse. Pero el pecado allí tiene su recompensa porque el que compra no sale con una hoja de parra cubriendo las pudendas partes sino con un bonito jersey de alpaca, un pañuelo de carísima vicuña o un sencillo chullo de lana de llama para cubrirse las orejas del temible frío nocturno andino.





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