miércoles, 26 de octubre de 2016

Las Pesquerías Reales, un camino hecho a medida de un rey (parte II y última)



Con los estómagos llenos y confortados por el generoso almuerzo, retomamos el camino de las Pesquerías Reales.





El angosto trecho de la Boca del Asno impidió continuar el enlosado por esa parte del río, obligando a los ingenieros, siempre dispuestos a allanar las dificultades que salieran al paso del rey, a esculpir una escalera de gruesos peldaños sobre la piedra para flanquear el paso de las voluptuosas rocas de granito que estrechaban el paso del río. Sobre ellas acondicionaron un privilegiado mirador desde la que el rey pudiese lanzar la caña sobre las pozas que quedaban al pie de los ciclópeos peñones, para pescar las truchas que esperaban inmóviles, en el fondo de las mismas, algo que echarse a la boca.


En el breve espacio de dos o tres años el valle de Valsaín se fue transformando casi imperceptiblemente en una prolongación de los jardines del palacio real de San Ildefonso. No sabría decir si fue antes el huevo o la gallina, pero lo cierto es que la adecuación del río a las aficiones pesqueras de Carlos III pudo haber sido el germen de un precioso jardín de estilo inglés, en donde el predominio de la Naturaleza en su estado puro supera con creces al espacio en que árboles y plantas crecen ordenados siguiendo el dictado de jardineros y paisajistas, como ocurre con el Parterre de la Fama del palacio de la Granja, donde una sucesión de setos dispuestos en formas geométricas somete a la vegetación al racionalismo de la época.



Para que no hubiese duda sobre la propiedad de aquel río y su ribera, la Casa Real se tomó la molestia de amojonar las lindes para demarcar sus dominios. Descubrir en el camino las marcas esculpidas por los canteros sobre la roca viva es un goce para los sentidos. Es el caso de la corona con forma de globo rematada por una cruz, cincelada sobre un lecho de granito con apariencia de barquita encallada entre los pinos o del grafiti tallado en un berrueco con membrete real de R coronada que recuerda con letras clásicas y muy legibles la fecha de la obra. 



 

Al jardín fluvial del rey no le faltan puentes a pesar de que el Eresma en ese trayecto no pase de ser un arroyo con pretensiones de río pero en algo tenía que notarse la magnificencia de su protector. Una excesiva austeridad restaría interés a su diseño, así es que, dispuso que sus ingenieros construyesen algunos para darle dignidad de río a lo que era un riachuelo, algo nada complicado para un monarca que gobernaba por designio divino y estaba autorizado para cambiar la naturaleza de las cosas con una simple real orden.





La anatomía de los puentes que se levantaron sobre el Eresma se ajustaron a  las necesidades de la senda de las Pesquerías Reales. Un muro no debería ser obstáculo para nuestro ilustrado Borbón y, quizás, fuese este el detalle que determinó la configuración de algunos como el de la Boca del Asno, el del Anzolero, nombre muy bien traído al caso por recordarnos a quien fabricaba los anzuelos, y Navalacarreta, éste último construido en 1778 por Juan de Villanueva, el mismo arquitecto que diseñó el Museo del Prado o el Observatorio Astronómico entre otras obras. Ambos tienen un ojo por donde discurre el río y otro más pequeño, a la orilla, para dejar expedito el paso de la senda empedrada que se prolongaba como un muelle fluvial desde las faldas de los montes de Guadarrama hasta las huertas de San Ildefonso, a tiro de piedra del palacio real, por donde transitaba el rey pescador, sin que nada se interpusiese en su camino. A pie, a caballo o en carroza Carlos III tenía todas las vías abiertas para llegar donde su real voluntad le diese la gana.


En las proximidades del pueblo de Valsaín topamos con otro puente o, quizás, mejor debería decir acueducto, tanto por su función como por el gran parecido al que los romanos levantaron en Segovia. De proporciones más humildes que el acueducto romano, los pilares sobre los que se levanta son de piedra seca, es decir, de bloques de granito sin argamasa que los una. Algunos ya acusan la edad en sus estirados portes que comienzan a vencerse alejándose de la verticalidad que les mantiene con vida. Esta vez fue un rey de la casa de los Austrias, Felipe II, el que ordenó al arroyo de Peñalara prestar sus aguas para ser canalizadas a través del viaducto hasta el palacio que levantaron en sus proximidades para solaz del rey y los suyos. Salva el curso del Eresma con un amplio arco sobre el que se sustentan algunos de los pilares para proseguir sus aguas por un canal a cielo abierto que lleva hasta el palacio de Valsaín.








Mi rodilla comenzó a resentirse poco antes de entrar en el pueblo. Tocada por la artrosis, ni la hierba de la amplia pradera que otrora sirvió de pasto para los animales salvajes que en ella pacían por capricho de otro rey, Enrique IV, éste de la dinastía Trastámara, antecesor de los Austrias, conseguía amortiguar el creciente dolor que me hacía andar con la pata muy estirada, como si fuese un remo, buscando algo de alivio. Solo la belleza del lugar hacía olvidarme de mis penas. Las ruinas de una torre del viejo palacio sobresalían sobre el resto del caserío. 

Un desafortunado incendio bajo el reinado de Carlos II el Hechizado, último Austria, nos privó de lo que hubo de ser un bonito palacio de influencias flamencas. Ahora son las zarzas encaramadas en los muros que rodeaban al Jardín de la Reina y el olvido de nuestro Patrimonio los encargados de completar el trabajo que iniciaron unas lejanas llamas en una noche de Navidad de 1697.


Allí nos encontramos con un matrimonio amigo con los que habíamos quedado el día anterior y aunque no hacía tanto que habíamos almorzado, el alborozo de vernos y el calor de mediodía invitaba a unas cervezas que tomamos bien frescas con una fuente de torreznos.







El rostro de un fiero barbado, que por su boca abastecía de agua la fuente adornada con un escudo real seguramente rescatado de las ruinas próximas, nos despidió con su gesto iracundo antes de dejar el pueblo e internarnos de nuevo en la senda de las Pesquerías que se prolonga durante cinco kilómetros hasta la Granja de San Ildefonso.








Observé que en ese tramo la intervención de los funcionarios reales sobre la vegetación y la obra de piedra fue más intensa, sin duda, por la proximidad al palacio, lo que hacía del lugar un espacio más frecuentado por el soberano. El pinar cede protagonismo a los robles, almeces y otras especies arbóreas que en algunas zonas de umbría tenían recubiertos sus troncos con terciopelo de musgo verde intenso.

 

El corredor de baldosas que bordea la margen izquierda del río, en general, está más trabajado que el tramo inicial: se multiplican plataformas para pescar, escalones que descienden directamente a las aguas, cercados, mojones y pasos de piedras bien labradas para atravesar torrenteras tributarias del Eresma o vados como el de las Pasaderas en los que las grandes losas de granito se disponen en línea recta como el teclado de un piano gigante por donde se deslizan los pies con destino incierto y más si están mojadas.


En realidad toda el área es como un gran parque de juegos en medio de la naturaleza, realizado ex profeso para divertimento del rey y su corte. No cuesta mucho imaginar este bosque poblado de nobles aduladores con pelucas y rostros empolvados, marquesas con generosos escotes, lacayos con librea, pajes, soldados y una nube de sirvientes atentos a los deseos de sus señores. Afortunadamente la senda era muy larga y el rey pescador podría hacer uso de su caña y anzuelos más allá de Valsaín en compañía más menguada y serena.













Puso fin a esta ruta un paseo por los jardines del palacio rebosantes de fuentes con personajes mitológicos a los que tanto gustaban de asociarse los reyes. Entre ellos busqué en vano a Esculapio para que pusiese remedio con algún ungüento a aquel desastre de rodilla que después de varios meses atrás amenazándome, se manifestó esa misma tarde con una inflamación y tanto dolor que temo me deje cojo como al herrero Vulcano. Hube de conformarme con la cita que tenía dos días después con el traumatólogo de la Seguridad Social y para mi desgracia, ni ésta ni el que me vio una semana después hicieron nada por mí. Esculapio tampoco puso la mano sobre sus cabezas para inculcarles algo de su sabiduría. 




               

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