Cuando pisé el tupido suelo de totoras tuve la sensación de encontrarme en un espacio inmaterial, flotando entre las aguas y el cielo donde nada parecía sólido, sin embargo, un pequeño microcosmos emergía sobre el lago entretejido entre aquel bosque de raíces y juncos sobre los que brotaban cabañas habitadas por hombres de piel muy oscura y un lenguaje extraño.
Aquel islote lacustre era uno de los casi
80 que pueblan las aguas jurisdiccionales peruanas de Titicaca. Nos dispusieron
en semicírculo en torno a dos hombres y tres mujeres jóvenes en una pequeña
explanada abierta al lago. Uno de ellos, el que hacía de presidente de la pequeña
comunidad, nos saludó en aimara con un musical “kamisaraki” - ¿cómo estáis? -, al que respondimos a coro, como escolares bien entrenados “waliki, jumasti” - bien ¿y tú? – No es
que de repente Dios nos hubiese dotado del don de lenguas, fue más bien el guía
que durante el viaje en catamarán no dejó de repetir este saludo hasta que todos lo
aprendimos de memoria.

Mientras escuchaba atentamente las
explicaciones, mis ojos no se apartaban de una abuela que vigilaba a dos niños de corta edad, sus nietos,
supongo, sentada sobre el piso de totoras en la puerta de su cabaña, ante una
manta cubierta de productos artesanales. Perderlos de vista por un momento en aquel
islote podría suponer una tragedia porque no había nada que impidiese que
cayesen al agua al menor despiste. La anciana compartía con las mujeres más jóvenes las
mismas generosas curvas femeninas con las que el colombiano Botero dotaba sus esculturas, quizás por el
escaso espacio para moverse y la falta de un suelo firme donde apoyarse. Pero
más que el volumen, lo que me movía a curiosidad era su rostro oscuro, serio, imperturbable,
ajeno al bullicio súbito que una horda
de extraños personajes habíamos llevado a su dominio.
Anhelaba ir a su lado para verla más de
cerca y hacerle unas fotografías antes que el resto de turistas se esparciesen
por el lugar y el ambiente fuese más parecido al de un parque temático que al
de una legendaria isla flotante del Titicaca. Con esa idea me alejé discretamente del
grupo y me dirigí hacia su puesto de souvenir. Por un instante desvió sus ojos
de los niños y me observó. Sus facciones permanecieron inalteradas; su mirada
inexpresiva, inmóvil, me recordó la de una iguana. Impresionado adopté un gesto
serio, circunspecto, acorde al de la buena mujer y balbuceé un torpe kamisaraki al que respondió con un
imperceptible movimiento de cabeza. Fingí interés en el género que había
desparramado sobre la manta, la única cosa que justificaba mi presencia ante
ella. Con poca persuasión y mucha pereza levantaba pesadamente su brazo
mostrándome tejidos y bonitas artesanías hasta que no tuve más remedio que decidirme
por alguna. Compré un calabacín sobre el que había pintada una cabeza de búho
por 10 soles que pagué sin regatear. Aproveché el momento para indicarle con el
teléfono en la mano si podía hacerle una foto. Sin alterar lo más mínimo su
rostro, la abuela uro ni negó ni afirmó y desviando su mirada lentamente volvió
sus ojos sobre los nietos. Creo que le importaba un rábano lo que ese tipo
hiciese. Con discreción tomé unas fotos para no incomodar a la anciana y retorné
al grupo.
Al concluir la charla los anfitriones nos
invitaron en un buen español, ante nuestra sorpresa, a ver las mercaderías que
tenían expuestas delante de sus cabañas. El negocio imponía el entendimiento.
El esfuerzo traductor que hizo hasta entonces el guía fue un brindis al sol
para su mayor gloria y envanecimiento, ¡Dios lo perdone!. Comprar un souvenir
en un sitio tan peculiar se imponía como obligación. Nosotros cargamos con tres
fundas de cojines sobre las que había bordadas coloridas figuras alusivas a su
cultura y creencias, sin importarnos que el paño fuese tan basto al tacto que nunca
podríamos apoyar la cabeza en ellos, pero desplegados en el sofá de casa quedarían
preciosos y contribuirían a difundir las peculiaridades del mundo uro entre
aquellos que al venir casa tuviesen la sana curiosidad de conocerlo.

Pero los nativos se han adaptado a los tiempos y son conscientes
que una totora con dos niveles es más rentable que una individual para un torpe
pasajero que además acabaría en el agua. De todas formas, a bordo de aquella atracción de feria
también disfrutamos de una civilización milenaria. Los mismos nativos bromeaban
con sus embarcaciones y las clasificaban según su fastuosidad. La nuestra era
una totora modelo Mercedes Benz, la de más alto standing, aunque yo hubiese
preferido pasearme en un Seat 600, uno de esos que tenían amarrados para ir a
buscar huevos de patos a sus nidos, sin más adornos que el trenzado de los
juncos que terminaban en punta como una babucha de las Mil y una noches.
Poco después la quilla del catamarán turístico rasgaba con su quilla, como una punta de diamante de cristalero, el espejo de agua del lago camino a la isla de Taquile. La estela de espuma dejaba atrás el arco tejido con totoras con la chakana suspendida, una representación de la Cruz del Sur utilizada por los nativos para conocer los ciclos lunares que marcaban las tareas agrícolas. Lo último que vi fueron fugaces destellos procedentes de las placas solares que el ex presidente Fujimori regaló a los habitantes de las islas flotantes, pero ahora que las he visitado ya no me iré nunca de ellas. Con solo cerrar los ojos puedo verlas con toda claridad, flotando como un sueño sobre el Titicaca.
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