domingo, 16 de octubre de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo XV: Los indios uros, entre el agua y el cielo.



Cuando pisé el tupido suelo de totoras tuve la sensación de encontrarme en un espacio inmaterial, flotando entre las aguas y el cielo donde nada parecía sólido, sin embargo, un pequeño microcosmos emergía sobre el lago entretejido entre aquel bosque de raíces y juncos sobre los que  brotaban cabañas habitadas por hombres de piel muy oscura y un lenguaje extraño.



Aquel islote lacustre era uno de los casi 80 que pueblan las aguas jurisdiccionales peruanas de Titicaca. Nos dispusieron en semicírculo en torno a dos hombres y tres mujeres jóvenes en una pequeña explanada abierta al lago. Uno de ellos, el que hacía de presidente de la pequeña comunidad, nos saludó en aimara con un musical “kamisaraki” - ¿cómo estáis? -, al que respondimos a coro, como escolares bien entrenados “waliki, jumasti” - bien ¿y tú? – No es que de repente Dios nos hubiese dotado del don de lenguas, fue más bien el guía que durante el viaje en catamarán no dejó de repetir este saludo hasta que todos lo aprendimos de memoria.

Se presentaron los anfitriones. El guía hacía de intérprete. Nos explicaron su modo de vida y cómo se construía una isla de 300 m2 como la suya, compartida por tres familias unidas por lazos de sangre. El relato fue muy interesante pero lo resumiré para no ser pesado. La totora, que crece abundantemente en el lago, en época de lluvias se desprende con sus raíces del suelo quedando a la deriva grandes bloques de un metro de espesor aproximadamente, como el que habían colocado  en el centro del escenario para hacer más fácil la explicación. Los uros cortan con sierras -sus antepasados lo hacían con palos- fragmentos de unos de 50 m2 que remolcan con barcas hasta un lugar menos profundo, próximo a las orillas del lago, donde las ensartan con estacas de eucaliptos que luego atan entre sí. Las raíces, al seguir creciendo, terminan entrelazándose hasta formar una masa compacta que anclan, para evitar que la isla termine a la deriva, con palos y cuerdas al fondo del lago, que en las orillas no suele ser de más de cuatro metros de profundidad. Sobre la superficie ponen camadas contrapuestas de totora hasta alcanzar una altura de casi un metro a fin de paliar los efectos de la humedad, responsable del reuma que sufren casi todos los robinsones que habitan la isla.

Mientras escuchaba atentamente las explicaciones, mis ojos no se apartaban de una abuela que vigilaba  a dos niños de corta edad, sus nietos, supongo, sentada sobre el piso de totoras en la puerta de su cabaña, ante una manta cubierta de productos artesanales. Perderlos de vista por un momento en aquel islote podría suponer una tragedia porque no había nada que impidiese que cayesen al agua al menor despiste. La anciana compartía con las mujeres más jóvenes las mismas generosas curvas femeninas con las que el colombiano Botero dotaba sus esculturas, quizás por el escaso espacio para moverse y la falta de un suelo firme donde apoyarse. Pero más que el volumen, lo que me movía a curiosidad era su rostro oscuro, serio, imperturbable, ajeno  al bullicio súbito que una horda de extraños personajes habíamos llevado a su dominio.





Anhelaba ir a su lado para verla más de cerca y hacerle unas fotografías antes que el resto de turistas se esparciesen por el lugar y el ambiente fuese más parecido al de un parque temático que al de una legendaria isla flotante del Titicaca. Con esa idea me alejé discretamente del grupo y me dirigí hacia su puesto de souvenir. Por un instante desvió sus ojos de los niños y me observó. Sus facciones permanecieron inalteradas; su mirada inexpresiva, inmóvil, me recordó la de una iguana. Impresionado adopté un gesto serio, circunspecto, acorde al de la buena mujer y balbuceé un torpe kamisaraki al que respondió con un imperceptible movimiento de cabeza. Fingí interés en el género que había desparramado sobre la manta, la única cosa que justificaba mi presencia ante ella. Con poca persuasión y mucha pereza levantaba pesadamente su brazo mostrándome tejidos y bonitas artesanías hasta que no tuve más remedio que decidirme por alguna. Compré un calabacín sobre el que había pintada una cabeza de búho por 10 soles que pagué sin regatear. Aproveché el momento para indicarle con el teléfono en la mano si podía hacerle una foto. Sin alterar lo más mínimo su rostro, la abuela uro ni negó ni afirmó y desviando su mirada lentamente volvió sus ojos sobre los nietos. Creo que le importaba un rábano lo que ese tipo hiciese. Con discreción tomé unas fotos para no incomodar a la anciana y retorné al grupo.


Al concluir la charla los anfitriones nos invitaron en un buen español, ante nuestra sorpresa, a ver las mercaderías que tenían expuestas delante de sus cabañas. El negocio imponía el entendimiento. El esfuerzo traductor que hizo hasta entonces el guía fue un brindis al sol para su mayor gloria y envanecimiento, ¡Dios lo perdone!. Comprar un souvenir en un sitio tan peculiar se imponía como obligación. Nosotros cargamos con tres fundas de cojines sobre las que había bordadas coloridas figuras alusivas a su cultura y creencias, sin importarnos que el paño fuese tan basto al tacto que nunca podríamos apoyar la cabeza en ellos, pero desplegados en el sofá de casa quedarían preciosos y contribuirían a difundir las peculiaridades del mundo uro entre aquellos que al venir casa tuviesen la sana curiosidad de conocerlo.





La visita a la isla flotante tuvo su broche de oro con un paseo en barca por el lago. Nos tocó en suerte una embarcación con dos pisos y proa vikinga que salvo en el material de construcción, en nada más se parecía a las barcas de totora originales, pequeñas y muy funcionales adaptadas al transporte entre islas, la pesca, la caza de patos o la búsqueda de huevos en los cañaverales, para lo que fueron diseñadas en sus orígenes. 


Pero los nativos se han adaptado a los tiempos y son conscientes que una totora con dos niveles es más rentable que una individual para un torpe pasajero que además acabaría en el agua. De todas formas, a bordo de aquella atracción de feria también disfrutamos de una civilización milenaria. Los mismos nativos bromeaban con sus embarcaciones y las clasificaban según su fastuosidad. La nuestra era una totora modelo Mercedes Benz, la de más alto standing, aunque yo hubiese preferido pasearme en un Seat 600, uno de esos que tenían amarrados para ir a buscar huevos de patos a sus nidos, sin más adornos que el trenzado de los juncos que terminaban en punta como una babucha de las Mil y una noches.














Poco después la quilla del catamarán turístico rasgaba con su quilla, como una punta de diamante de cristalero, el espejo de agua del lago camino a la isla de Taquile. La estela de espuma dejaba atrás el arco tejido con totoras con la chakana suspendida, una representación de la Cruz del Sur utilizada por los nativos para conocer los ciclos lunares que marcaban las tareas agrícolas. Lo último que vi fueron fugaces destellos procedentes de las placas solares que el ex presidente Fujimori regaló a los habitantes de las islas flotantes, pero ahora que las he visitado ya no me iré nunca de ellas. Con solo cerrar los ojos puedo verlas con toda claridad, flotando como un sueño sobre el Titicaca.























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