Tras una copiosa comida en Yanque, me
relamía pensando en la siesta que descabezaría de camino a Titicaca . En el programa
de la agencia de viajes una escueta nota Tras el almuerzo, salida hacia Puno
(5 horas aproximadamente) parecía presagiar un tedioso viaje que invitaba a recuperar
algunas de las muchas horas de sueño atrasadas desde que llegué a Perú. Quizás también
así debieron interpretarlo la mayoría de los pasajeros pues al rato dormitaban
plácidamente recostados sobre los amplios asientos del bus turístico, sin embargo, los intentos
de unirme al sopor colectivo resultaron inútiles. El paisaje que desfilaba tras
la ventanilla panorámica era tan bonito que consideré una pérdida de tiempo
dormir.
La primera parada se hizo en Patapampa, en
el Mirador de los Andes, lugar que habíamos visitado dos días antes. Bajé del autobús como tanta ilusión como la primera vez. Es
un sitio tan atractivo que podría regresar una y cien veces al mismo lugar sin cansarme. Desde
allí la vista se desparrama por una planicie
cubierta de piedras a la que solo pone límite las impresionantes
siluetas de los volcanes. Elena y yo levantamos un par de apachetas como
ofrenda a los Apus, dioses de las
montañas, para implorarles protección en el camino. Junto a las apachetas, que
no son sino pequeños montículos de piedras colocadas unas sobre otras, dejamos
unas hojas de coca, siguiendo las costumbres seculares de los pueblos indígenas
andinos. Quizás el valor sagrado de este ritual y el hecho de considerar un
sacrilegio quitar las piedras sea la razón de ver tantas apachetas intactas por
los intrincados caminos del viejo virreinato.
De nuevo en ruta el paisaje seguía ofreciendo lo mejor del Altiplano peruano. En la inmensa planicie salpicada de quebradas, barrancos, cauces de ríos y cerros coronados con piedras modeladas caprichosamente por la erosión, el verde de la vegetación de los pequeños humedales o bofedales contrasta con el pardo del entorno y los amarillos de los pajonales de gramíneas como el ichu que sirven de pasto para los muchos rebaños de vicuñas, llamas y alpacas que encontramos a lo largo de todo el viaje.
A más de 3800 metros de altitud las someras aguas de los bofedales, que afloran del subsuelo, constituyen auténticos oasis de vida en el paisaje seco y árido de la puna.
En Patahuasi hubo una nueva parada para tomar
un snack en el ya familiar
Restaurante Chinitos, refrigerio por cortesía de la empresa de autobuses 4M
Express. Si la compañía aérea LATAM no tenía parangón en los cielos en el trato
al cliente, 4M Express tampoco lo tenía en la Ruta Interoceánica 34A. La
azafata, una señora de marcados rasgos andinos y de una belleza sencilla,
intuyo que sin más cosméticos que el agua y el jabón, con buen dominio del portugués
y también del inglés, se gana su sueldo con creces, compatibilizando su trabajo
de guía con el de enfermera de primeros auxilios. Sin perder su sonrisa serena
repartía mate de coca y galletas, o nos ponía en la frente gasas empapadas de
alcohol para descongestionar la cabeza de los apunados pasajeros, o sea, afectados por el mal de altura, que en
esas latitudes es próxima a los 4.000 metros. A cambio, todo lo que pude hacer
por ella al llegar a Puno, fue ayudarle a sacar de los bajos del autobús las pesadas maletas
de los turistas, gesto que agradeció con una sonrisa cansada, con la que me di
por muy bien pagado.
La última parada antes de llegar a Puno la
hicimos en Lagunillas, un lago de considerables dimensiones a 4.200 metros de
altitud, rodeado del mismo áspero paisaje que veníamos arrastrando desde que
salimos de Chivay. La luz crepuscular comenzaba
a enseñorearse del cielo y con ella un frío intenso que dejó sentados a muchos en
el calorcillo del autobús. Yo bajé con la sola intención de hacer unas fotos a
los flamencos que se veían a lo lejos, pues nos habían avisado que solo
estaríamos 10 minutos, pero a cada paso mi vista quedaba enredada entre los destellos del azul metálico de las aguas del lago, en las motas de nieves que coronaban la cima de las montañas, las pardas piedras de una apacheta o en las espinas de los resecos matojos, buscando con afán un ángulo para la foto definitiva que hiciese justicia a la belleza del lugar. ¿Sería yo acaso el elegido entre los mortales para levantar acta visual de
este cachito de la Creación de Dios? Pues si no
lo conseguí puse mucho empeño en ser su notario.
En la distancia Elena agitaba el brazo conminándome
a regresar. Hube de acelerar el paso para no retrasar la salida del bus de modo
que cuando ocupé de nuevo mi asiento, y reprobado por la mirada de mi mujer,
mis pulmones se agitaban tan desesperadamente como las branquias de un pez en
tierra intentando extraer un poco de oxígeno que me aliviara de la asfixia.
Ya de noche atravesamos en medio de un
caótico tráfico, Juliaca y en poco más de media hora avistamos Puno ¡la quinta
ciudad más alta del mundo!.
No hay comentarios:
Publicar un comentario