sábado, 1 de octubre de 2016

Crónicas peruleras. Capitulo XIII: A través de la puna

Tras una copiosa comida en Yanque, me relamía pensando en la siesta que descabezaría de camino a Titicaca. En el programa de la agencia de viajes una escueta nota Tras el almuerzo, salida hacia Puno (5 horas aproximadamente) parecía presagiar un tedioso viaje que invitaba a recuperar algunas de las muchas horas de sueño atrasadas desde que llegué a Perú. Quizás también así debieron interpretarlo la mayoría de los pasajeros pues al rato dormitaban plácidamente recostados sobre los amplios asientos del bus turístico, sin embargo, los intentos de unirme al sopor colectivo resultaron inútiles. El paisaje que desfilaba tras la ventanilla panorámica era tan bonito que consideré una pérdida de tiempo dormir.


La primera parada se hizo en Patapampa, en el Mirador de los Andes, lugar que habíamos visitado dos días antes. Bajé del autobús como tanta ilusión como la primera vez. Es un sitio tan atractivo que podría regresar una y cien veces al mismo lugar sin cansarme. Desde allí la vista se desparrama por una  planicie cubierta de piedras a la que solo pone límite las impresionantes siluetas de los volcanes. Elena y yo levantamos un par de apachetas como ofrenda a los Apus, dioses de las montañas, para implorarles protección en el camino. Junto a las apachetas, que no son sino pequeños montículos de piedras colocadas unas sobre otras, dejamos unas hojas de coca, siguiendo las costumbres seculares de los pueblos indígenas andinos. Quizás el valor sagrado de este ritual y el hecho de considerar un sacrilegio quitar las piedras sea la razón de ver tantas apachetas intactas por los intrincados caminos del viejo virreinato.



De nuevo en ruta el paisaje seguía ofreciendo lo mejor del Altiplano peruano. En la inmensa planicie salpicada de quebradas, barrancos, cauces de ríos y cerros coronados con piedras modeladas caprichosamente por la erosión, el verde de la vegetación de los pequeños humedales o bofedales contrasta con el pardo del entorno y los amarillos de los pajonales de gramíneas como el ichu que sirven de pasto para los muchos rebaños de vicuñas, llamas y alpacas que encontramos a lo largo de todo el viaje. 


A más de 3800 metros de altitud las someras aguas de los bofedales, que afloran del subsuelo, constituyen auténticos oasis de vida en el paisaje seco y árido de la puna.


En Patahuasi hubo una nueva parada para tomar un snack en el ya familiar Restaurante Chinitos, refrigerio por cortesía de la empresa de autobuses 4M Express. Si la compañía aérea LATAM no tenía parangón en los cielos en el trato al cliente, 4M Express tampoco lo tenía en la Ruta Interoceánica 34A. La azafata, una señora de marcados rasgos andinos y de una belleza sencilla, intuyo que sin más cosméticos que el agua y el jabón, con buen dominio del portugués y también del inglés, se gana su sueldo con creces, compatibilizando su trabajo de guía con el de enfermera de primeros auxilios. Sin perder su sonrisa serena repartía mate de coca y galletas, o nos ponía en la frente gasas empapadas de alcohol para descongestionar la cabeza de los apunados pasajeros, o sea, afectados por el mal de altura, que en esas latitudes es próxima a los 4.000 metros. A cambio, todo lo que pude hacer por ella al llegar a Puno, fue ayudarle a sacar de los bajos del autobús las pesadas maletas de los turistas, gesto que agradeció con una sonrisa cansada, con la que me di por muy bien pagado.

La última parada antes de llegar a Puno la hicimos en Lagunillas, un lago de considerables dimensiones a 4.200 metros de altitud, rodeado del mismo áspero paisaje que veníamos arrastrando desde que salimos de Chivay. La luz crepuscular comenzaba a enseñorearse del cielo y con ella un frío intenso que dejó sentados a muchos en el calorcillo del autobús. Yo bajé con la sola intención de hacer unas fotos a los flamencos que se veían a lo lejos, pues nos habían avisado que solo estaríamos 10 minutos, pero a cada paso mi vista quedaba enredada entre los destellos del azul metálico de las aguas del lago, en las motas de nieves que coronaban la cima de las montañas, las pardas piedras de una  apacheta o en las espinas de los resecos matojos, buscando con afán un ángulo para la foto definitiva que hiciese justicia a la belleza del lugar. ¿Sería yo acaso el elegido entre los mortales para levantar acta visual de este cachito de la Creación de Dios? Pues si no lo conseguí puse mucho empeño en ser su notario.


En la distancia Elena agitaba el brazo conminándome a regresar. Hube de acelerar el paso para no retrasar la salida del bus de modo que cuando ocupé de nuevo mi asiento, y reprobado por la mirada de mi mujer, mis pulmones se agitaban tan desesperadamente como las branquias de un pez en tierra intentando extraer un poco de oxígeno que me aliviara de la asfixia.

Ya de noche atravesamos en medio de un caótico tráfico, Juliaca y en poco más de media hora avistamos Puno ¡la quinta ciudad más alta del mundo!.

Sugiero a la agencia de Viajes Pacífico que corrija de inmediato la poco afortunada frase del programa Tras el almuerzo, salida hacia Puno (5 horas aproximadamente y la sustituya por otra más ajustada a la realidad donde pueda leerse Tras el almuerzo, prepárense señores turistas para disfrutar de un apasionante viaje de cinco horas a través del incomparable paisaje del altiplano peruano.

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