martes, 27 de septiembre de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo XII: El Valle de los Incas


Cuando los últimos cóndores se perdieron en el horizonte desandamos el camino siguiendo el curso del río Colca aguas abajo. El río discurre encajonado por el fondo de una de las fallas más profundas de la Tierra, alcanzando cotas de más de 4.000 metros en las proximidades del Mirador de la Cruz del Cóndor.

La carretera serpentea por la margen izquierda del río, la única practicable para vehículos. En la margen derecha la cordillera volcánica Chila bascula sus laderas con profundas y amplias hendiduras sobre el río, convirtiendo sus flancos en farallones inexpugnables. Poco antes de llegar al bonito pueblo de Maca, el río Colca abre su cauce a un valle, al que le da su nombre. En ese punto comienza río abajo una de las obras de ingeniería más sorprendentes de la Humanidad: cientos de miles de andenes o terrazas de cultivo conforman un bellísimo paisaje agrícola apreciable desde cualquiera de los improvisados miradores que bordean el abismo. Estos bancales de tierra construidos de forma escalonada por las laderas de las montañas nos acompañarán en adelante hasta el final del gran viaje por este maravilloso país. Hablar de ellos llevaría mucho tiempo y ocuparía demasiado espacio en un blog que pretende ser ameno pero no puedo dejar de mencionar lo que fue para mí una de las cosas que más me cautivó por la inteligencia de su diseño y su capacidad de transformación de una zona prácticamente estéril para la agricultura, por las durísimas condiciones ambientales y del terreno, en un vergel que fue capaz de alimentar por sí solo a millones de personas del extenso Tahuantinsuyo, el fabuloso imperio inca y, sobre todo, me cautivó por el respeto a la Pachamama, esa Madre Tierra tan bien honrada y respetada por los hijos de Inti, el dios Sol, que supieron sacar lo mejor de ella sin destruirla, ni afearla.



Desde la altura del mirador los rayos de sol se esparcen en haces luminosos sobre el fondo del valle; tras una radiante veladura, al fondo del escenario, miles de metros cuadrados de tierra y roca fueron removidos desde tiempos prehispánicos, dejando de resultas un suelo fragmentado en miles de terrazas que alfombran de escalones un paisaje de singular belleza, rematado por el cono del volcán Mismi de cuya cima cubierta de nieve surgen las fuentes en las que río Amazonas toma sus primeras aguas.

 

La iglesia de Santa Ana de Maca es tan bella como la de la vecina Inmaculada Concepción de Yanque y, al igual que ésta, su blanca silueta llena un costado de la Plaza de Armas. En su interior se levantan ricos altares cubiertos de pan de oro e inconfundibles lienzos de la escuela cuzqueña. En torno a la plaza se extienden decenas de tenderetes con productos artesanales que actúan como un imán por sus colores sobre los turistas que recorremos el Valle del Colca.

Tras una sabrosa comida en un bonito restaurante local donde pudimos degustar una vez más la rica variedad de platos de la cocina peruana nos preparamos para proseguir viaje a Puno y Titicaca.


Antes de abandonar el Valle del Colca quiero tener un recuerdo para Ichupampa, un pueblo que no visitamos pero que sí vimos desde la otra orilla del río, cuando paramos en un mirador próximo a Achoma a echar un último vistazo a las curvilíneas andenerías ciñéndose a las laderas de la cordillera. Ichupampa es otro de la docena larga de pueblos -reducciones de indios- que fundaron los españoles en el Valle del Colca en el siglo XVI. Pocos días después de regresar a España oí la noticia de que había sido asolado por un terremoto. Las secuelas de destrucción y muerte también afectaron a otros pueblos que habíamos visitado pero la peor parte se la llevó éste. Las torres de su iglesia se desplomaron, lo mismo que muchas de sus humildes casas construidas con pirca -piedras si labrar y sin unir por mortero- y techos de ichu -paja del altiplano que crece a gran altitud-.



Todo el valle es muy inestable geológicamente y está en alerta permanente debido a la amenaza de seísmos y corrimientos de tierra, cuando no por las erupciones volcánicas. En esta ocasión nadie pudo culpar a Pachacamac, el temible dios de los Temblores, porque como sabéis los que me leéis, éste permanece en mi casa curando sus heridas de los desmanes infligidos hacia él por el cruel y avaro Hernando Pizarro (capítulo V). 

El microbús enfiló por la empinada cuesta de la carretera que desde Chivay, en el fondo del valle, nos llevó de nuevo al Altiplano. Atrás quedaba el llamado Valle de los Incas, más conocido como el Valle del Colca, un lugar difícil de olvidar por su historia, costumbres y, sobre todo, por sus más de 60.000 hectáreas de andenería prehispánica hoy en peligro de extinción por lo costoso de mantenerlas en pie y la desventaja de comercialización de sus productos. Cada vez más tengo la horrible sospecha que estamos dejando perder irremediablemente un rico patrimonio que jamás recuperaremos. Y lo triste, tristísimo, es que podríamos evitarlo con un poco de esfuerzo e imaginación. Se nos cae el mundo a pedazos y permanecemos impertérritos ante la lluvia de cascotes que caen sobre nuestras cabezas y conciencias. ¡Eso sí que es ser idiotas!




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