lunes, 12 de septiembre de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo XI: el vuelo del cóndor


Salimos de Chivay con destino al Mirador de la Cruz del Cóndor para ver planear de cerca a estos carroñeros, elevados a la categoría de mensajeros de los dioses en la mitología andina. Los Andes es el único sitio del mundo donde se pueden observar en libertad estos gigantes alados y nosotros estaríamos entre los afortunados de poder contemplarlos. La distancia apenas era de unos 40 kilómetros pero recorrerlos llevaba, al menos, dos horas por la sinuosidad del terreno y las pronunciadas curvas que zigzaguean por las laderas salvando los desniveles de una carretera de montaña que a tramos se convertía en pista de tierra.

A pesar de lo escabrosidad del terreno, el viaje fue muy entretenido por las numerosas paradas en pueblos, miradores y puestos de artesanía que había a lo largo del trayecto, tantas que no hubo tiempo ni para marearse en las vueltas y revueltas del microbús. Bastaba con llegar antes de que el sol recalentase las corrientes de aire que aprovechan los cóndores para elevarse sin esfuerzo a lo más alto del cielo para luego lanzarse desde allí por un tobogán invisible planeando entre las cimas y quebradas de la cordillera, sin dar un solo aletazo mientras sobrevuelan precipicios en busca de algo que comer.


La primera parada la hicimos en la Plaza de Armas de Yanque, frente a un bonito edificio de aspecto colonial construido a principios del s. XX para albergar una escuela, hoy reconvertida en museo. La importancia del turismo en la economía local es patente en todos los pueblos. Nada más descender del autobús un grupo de chicas jóvenes danzó en torno a la fuente que hay en el centro de la plaza, frente a la iglesia. Ahora que escribo estas líneas me viene a la cabeza la cantidad de bailes y comparsas que vimos en diferentes pueblos de la región. Quizás eso forme parte del acervo cultural español. Tampoco faltaban los puestos de venta de artesanías ni de mujeres ataviadas con sus vestidos tradicionales de falda larga, chalecos bordados y sombreros con cintas que posaban para ser fotografiadas a cambio de unos soles, junto a llamas adornadas con tejidos de vistosos colores o preciosas águilas posadas en sus antebrazos.

      








Como muchos pueblos del Valle del Colca, Yanque tiene su origen en las reducciones de indios que fundaron los españoles en el siglo XVI por toda América. Con la idea de evangelizarlos y tenerlos controlados política y militarmente, los desarraigaron de sus caseríos, creencias, sistemas de organización social y de su propia cultura y los concentraron en poblaciones que seguían un mismo modelo que vi repetido en todos los pueblos que visitamos dentro y fuera del valle. Los trazados respondían a una minuciosa planificación con calles que se cortan en ángulo recto formando manzanas o cuadras en torno a una plaza mayor, llamadas aquí también plaza de armas, en las que se erigen los edificios principales de la administración, el poder civil y eclesial.





Dado que las iglesias eran los focos desde donde irradiaría la labor evangelizadora, su tamaño y majestuosidad eran acordes a su poder, suplantando con sus dimensiones las huacas o lugares sagrados de las poblaciones preexistentes. Sus imponentes moles son visibles desde todos los rincones del pueblo alzándose como montañas divinas sobre las humildes casas de adobe y techos de paja. La iglesia de la Inmaculada Concepción de Yanque es, sin duda, un buen ejemplo de ello y aun hoy constituye el principal atractivo del pueblo. Construida en 1560 hoy está considerada la joya de la arquitectura colonial del valle por lo que ha sido declarada Patrimonio Nacional. Sigue la estética del barroco-mestizo, del que ya he hablado en capítulos anteriores, como las demás que se construyeron en el Valle del Colca, sin embargo, estas iglesias se diferencian de otras del mismo estilo por las alargadas proporciones de sus naves que resaltan la horizontalidad del edificio, las gruesas torres que flanquean las portadas del pie de la iglesia y los blancos muros cinchados por contrafuertes. El resultado es un conjunto de aspecto limpio, sencillo, de suaves formas, como de un pastel de nata coronado por pináculos en forma de velas.




No muy lejos de allí, expectantes, se recortan en el horizonte las siluetas de los volcanes Ampato y el humeante Sabancaya, los verdaderos apus o divinidades de los collaguas y cabanas, realzados por el nítido azul celeste. ¡Qué inolvidable estampa para un manchego!





Carlos, el guía de voz suave que todo lo acababa en un “sí” a medio camino entre la afirmación y la interrogación, nos apuntó cosas muy curiosas sobre el sincretismo religioso mientras contemplábamos la Virgen de Chapí, nombre con el que se designa allí a la virgen de la Candelaria que despierta gran devoción entre los fieles por su capacidad milagrera. En su afán evangelizador los misioneros buscaron la forma de atraer a la población nativa a la fe cristiana y encontraron puntos comunes con las creencias de los pueblos precolombinos en la Naturaleza, asociada a la fertilidad y la producción de alimentos. Así pues, edificios e imágenes religiosas incorporaron a sus piedras y tejidos elementos decorativos que recordasen a la Pachamama o Madre Tierra de los indios. Animales y vegetación andina contribuyeron al establecimiento de la dualidad Virgen-Pachamama. Las vírgenes, como esta de Chapí, van cubiertas por mantos que se abren desde el cuello a los pies en forma de cono, dando la apariencia de la silueta de una montaña considerada un Apu o elemento sagrado para estos pueblos. Para ganar en credibilidad un bordado de flores se extiende por el manto a imitación de la vegetación que cubre las laderas de las montañas.


En todas las imágenes llama la atención su vestimenta. Casi sin excepción, la mayoría van vestidas con los trajes típicos del lugar, como esta virgen de Chapí tocada con un  sombrero blanco de paja, el mismo sombrero que portan las mujeres collaguas, alegoría del nevado Collaguata, de donde procedía su etnia y que las diferencian de las mujeres cabanas que portaban uno de paño, tejido con flores y la estrella de ocho puntas, símbolo de la cultura Wari a la que pertenecían. Esta diferenciación vino impuesta por el virrey Francisco de Toledo para sustituir a la más cruel y brutal deformación craneana que practicaban estos pueblos para diferenciarse entre sí antes de la llegada de los españoles. Al menos algún elemento civilizador de cabeza aportamos los españoles.



Hicimos unas breves paradas antes de llegar a la Cruz del Cóndor. Cuando llegamos ya había

muchos autobuses y decenas de turistas se apostaban apiñados en las barandillas de los miradores con sus cámaras dispuestos a hacer la mejor foto de los cóndores, las verdaderas estrellas del lugar, que hacían del cañón su peculiar pasarela. Desde allí se les veía desfilar majestuosos con sus vestidos de plumas marrones o negras azabache y, como complemento, una delicada gargantilla de plumones blancos en sus cuellos. Pasaban muy cerca de nosotros para después ir alejándose hasta convertirse en un pequeño punto negro que desaparecía fundido entre las rocas del cañón o terminaba esfumado en el bonito cielo azul de aquel día. Una pareja posaba indiferente al espectáculo de los humanos, sobre un saliente de la roca conocido como la Cabeza del puma. Debajo de ellos se abría un precipicio de 1200 metros, al fondo del cual discurre el río Colca, pero ellos permanecían impertérritos ante el temible vacío que se abría baja sus garras; de frente murallones de piedra de 3000 metros.


A una altura considerable con temperaturas extremas, en el entorno del Mirador crece una vegetación arbustiva de tipo desértico donde el cactus destaca sobre el resto de los matorrales y pajonales del altiplano. La belleza del lugar merece por sí sola la visita. El mítico kuntur, como se llama en quechua al cóndor, es solo la guinda del pastel.

  


Si en esos momentos mi estado anímico hubiese podido manifestarlo como los cóndores, que cambian el habitual color rojo de la cabeza al amarillo cuando están en celo, mi mollera habría lucido como un semáforo trasnochado incapaz de asumir tanta emoción.




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