
A los pies del puerto de Navacerrada, por
la carretera CL-601 que conduce a Segovia, dejamos el coche en un aparcadero
bien pavimentado cerca de la abandonada Venta de los Mosquitos, al lado del
puente de la Cantina. A través de una herrumbrosa puerta giratoria accedimos
a una pista forestal asfaltada. Caminamos algo desorientados unos 800 metros porque comprendimos que el camino se iba alejando del río que quedaba más abajo, justo a nuestra derecha, de modo que al llegar a un puente que sobrevolaba un arroyo, decidimos abandonar la pista y continuar por una trocha que, aguas abajo del torrente,
nos llevó hasta el río Eresma.
El arroyo entrega sus revoltosas aguas al Eresma discretamente bajo un sólido puentecillo de berroqueñas piedras. Sorprendido por tanto refinamiento para poner fin al curso de un simple regato, al alzar la vista y ver la margen del río enlosada, comprendí que él no era el merecedor de tanto honor sino el propio río al que el capricho de un rey había decidido engalanarlo para su propio deleite. Ahora tenía la certeza de estar sobre el buen camino.
Fue Carlos III, monarca déspota pero ilustrado al menos, quien ordenó a sus arquitectos acondicionar un tramo de nueve kilómetros del río para poder disfrutar de sus largas jornadas de pesca sin ensuciarse de barro sus reales mocasines. Los alarifes, siempre solícitos a los deseos de su majestad, movilizaron un pequeño ejército de canteros que armados con cinceles y martillos horadaron canteras y desbastaron peñascos de granito para ponerlos a los pies del rey. En apenas tres años, entre 1767 y 1769 pavimentaron la margen izquierda del Eresma, entonces llamado Valsaín, a modo de calzada romana, pero para su exclusivo uso pedestre.
Fue Carlos III, monarca déspota pero ilustrado al menos, quien ordenó a sus arquitectos acondicionar un tramo de nueve kilómetros del río para poder disfrutar de sus largas jornadas de pesca sin ensuciarse de barro sus reales mocasines. Los alarifes, siempre solícitos a los deseos de su majestad, movilizaron un pequeño ejército de canteros que armados con cinceles y martillos horadaron canteras y desbastaron peñascos de granito para ponerlos a los pies del rey. En apenas tres años, entre 1767 y 1769 pavimentaron la margen izquierda del Eresma, entonces llamado Valsaín, a modo de calzada romana, pero para su exclusivo uso pedestre.
Desde el
primer momento caminamos entre un majestuoso paisaje de pinos y helechos. La mañana
era fresca, casi fría, pero muy despejada; solo el murmullo del río y los cantos de pájaros invisibles
rompían el silencio del bosque. Rehusé al sendero de tierra para caminar sobre la estrecha senda de piedra que los canteros labraron para el rey. Disfrutaba siguiendo el rastro del camino
veteado con las hojas pardas de los árboles que comenzaban a desnudarse para vestirse de
invierno, cuando nos salieron al paso dos gigantes recubiertos con corazas de
musgo, dos gruesos bolos de granito que con toda seguridad, Carlos III duque de
Parma y Plasencia, rey de Nápoles y de Sicilia, rey de España y las Américas,
guiado por su buen gusto de paisajista, los indultó de las piquetas de los
picapedreros y, en un gesto magnánimo, revistiéndolos con su real autoridad,
los nombró centinelas eternos de su sendero.
Tres pilares de cantería atraviesan el
río. Sobre ellos, el aire. Son los restos del puente de los Vadillos cuyos
constructores, quizás confiados por el inofensivo caudal de un vado que
podía atravesarse sin apenas mojar los cascos de los caballos, no
pensaron que un mal día lo tiene cualquiera y, así, cuando se desató la tormenta
y las calmas aguas devinieron en turbulentas, arrastraron con sordo rumor de troncos
y cantos convertidos en una tempestad de arietes, la pasarela que los coronaba.
El tiempo y otros malos genios dejaron huella en algunos tramos de la calzada, como las losas encalladas en el cauce, que nos traen a la memoria recuerdos de naufragios y lápidas removidas.
Sin embargo, una o cien tormentas de verano convertidas en tempestades no cambian la naturaleza inofensiva de este riachuelo apenas recién nacido unos cientos de metros más arriba, entre las peñas de la sierra de Guadarrama. El Eresma, en este tramo es apenas un caprichoso adolescente de carácter inquieto, enérgico, espontáneo, rebelde, al que le gusta saltar con su corriente incipiente sobre las piedras, anegar las praderas adyacentes o arremolinarse en las cavidades de las rocas pero, sobre todo, si algo lo define es su narcisismo. Sabedor de su belleza juvenil, es un engreído al que le gusta ser el centro de atención del valle. A tramos extiende espejos de sus cristalinas aguas sobre remansos a los que todos los habitantes del bosque acuden a contemplarse: árboles, nubes, plantas, bestias, rocas, pájaros, paseantes, todos sucumbimos al poder hipnótico de su brillante superficie, pulida como un vidrio que refracta impecables nuestras imágenes. El espejo se convierte en un inocente juego de vanidades al que todos acudimos para vernos y ser vistos, mientras el riachuelo se regocija en ello.
Sin embargo, una o cien tormentas de verano convertidas en tempestades no cambian la naturaleza inofensiva de este riachuelo apenas recién nacido unos cientos de metros más arriba, entre las peñas de la sierra de Guadarrama. El Eresma, en este tramo es apenas un caprichoso adolescente de carácter inquieto, enérgico, espontáneo, rebelde, al que le gusta saltar con su corriente incipiente sobre las piedras, anegar las praderas adyacentes o arremolinarse en las cavidades de las rocas pero, sobre todo, si algo lo define es su narcisismo. Sabedor de su belleza juvenil, es un engreído al que le gusta ser el centro de atención del valle. A tramos extiende espejos de sus cristalinas aguas sobre remansos a los que todos los habitantes del bosque acuden a contemplarse: árboles, nubes, plantas, bestias, rocas, pájaros, paseantes, todos sucumbimos al poder hipnótico de su brillante superficie, pulida como un vidrio que refracta impecables nuestras imágenes. El espejo se convierte en un inocente juego de vanidades al que todos acudimos para vernos y ser vistos, mientras el riachuelo se regocija en ello.
Sobre una explanada, en la margen derecha,
hay un área de recreo con robustas mesas y bancos de madera, un lugar perfecto
para aligerar nuestro equipaje y darnos un respiro. Llaman al lugar la Boca del
Asno, quizás porque a esa altura el río discurre encajado entre grandes rocas
de granito que forman un paso angosto y alargado, similar al de la quijada de un
burro. Parece que el lugar ya era frecuentado siglos antes por los cortesanos del palacio próximo para sus francachelas campestres travestidos de campesinos. La guillotina todavía debía de ser una sombra muy lejana y retozaban despreocupados por los prados. Alcanzamos la otra orilla por el puente y extendimos sobre la mesa una selección de ibéricos de Salamanca, queso
de cabra de Extremadura y una botella de tinto crianza, un buen rioja de nombre
Beleluin. Tres barras de pan tierno cocido en horno de leña nos sirvieron de platos. Cuando dimos fin con todas esas viandas la carga quedó mejor repartida, llevando cada uno lo suyo consigo. Y contrariando el viejo refranero castellano
seguimos andando camino pero ya sin pan ni vino.
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