La carretera de Juliaca a Puno está
trazada con tiralíneas. Solo cuando se aproxima a la cuenca del lago Titicaca
rompe su rigidez para descender zigzagueando por las faldas de los cerros que
rodean la ciudad. A la altura del Mirador Puma Uta se divisa un mar de
bombillas que definen en la oscuridad de la noche los límites de la capital que,
por un lado, se extiende hasta los muelles del puerto donde las oscuras aguas
del lago apagan su titilante centelleo y, por otro, saltan los límites de la llanura
litoral, donde se levanta el grueso de los edificios, para trepar entre los
barrancos que descienden desde la meseta del altiplano donde sus luces van dejando
un mortecino rastro lumínico hasta desaparecer por completo.

Aunque empezábamos a acostumbrarnos al
soroche, Puno está a demasiada altura como para que sus efectos pasen
desapercibidos así es que decidimos acostarnos pronto para amortiguarlos en la
inconsciencia del sueño. Al día siguiente nos esperaba un apasionante viaje por
el mítico lago Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, a casi 4.000
metros de altitud por lo que podría pensarse más en volar que en navegar por
sus aguas.
Amaneció un día frío pero muy despejado.
Los catamaranes cabeceaban amarrados en el muelle, con sus costados rozándose
entre sí. Para acomodarnos en el que nos
habían asignado hubimos de pasar sobre varios de ellos, de unos a otros, con
poca pericia marinera y mucho riesgo de caer de bruces sobre la cubierta por el
obstinado balanceo. Era una embarcación de tamaño medio, cubierta casi en su
totalidad por un cerramiento de metacrilato transparente, acondicionada para
paseos turísticos por Titicaca, muy similar a las del resto de la flotilla con una capacidad de unas 40 personas.
Apenas soltaron amarras, el guía nos dio la
bienvenida y pasó a exponer el plan del día. El catamarán zarpó dejando atrás
el puerto y enfiló la proa por un amplio pasillo flanqueado por una vasta
pradera de totoras, como conocen allí a los juncos
acuáticos que nacen en las orillas del lago. El sordo ronroneo del motor se
colaba en el interior de la cabina. Yo había dejado de prestar atención a las
palabras del guía y contemplaba absorto como las ondas del agua que despedía el
barco desde babor y estribor, iban batiendo incesantemente las primeras líneas
de juncos que absorbían con un elegante bamboleo las olas hasta diluirlas en
aquella compacta masa vegetal. Salí fuera de la cabina buscando la brisa. El
único lugar que quedaba sin cubrir estaba en popa, un reducido espacio usado
por la marinería en las maniobras de atraque y desatraque y, allí, encontré un
sitio donde acomodarme para disfrutar al aire libre del paseo marítimo.
Una súbita agitación en el interior de la
cabina me puso en alerta; todos miraban a estribor. No muy lejos se adivinaba
una mancha amarilla sobre el azul turquesa de las aguas. Las islas flotantes de
los indios uros están a 2,5 millas de Puno, unos 6 kilómetros que se recorren
en poco menos de una hora. El barco ralentizó su velocidad y comenzó la
maniobra de aproximación. La delgada línea amarilla comenzó a tomar forma según
nos acercábamos. Ahora se apreciaban los perfiles de un grupo de cabañas y algunas
barcas de un intenso amarillo dorado con curvadas proas y popas. Un grupo de
personas, ataviados con vistosas ropas de colores, se movía sobre la superficie
esperando nuestra llegada.
Cuando puse el pie sobre esa gigante
estera de totoras entrelazadas, sentí como el suelo se hundía levemente bajo mi
peso. Una intensa emoción se apoderó de mí. Quizás Cristóbal Colón hubiese
sentido algo parecido al pisar la tierra de la isla de Guanahani el 12 de
octubre de 1942.
No hay comentarios:
Publicar un comentario