lunes, 10 de octubre de 2016

Crónicas peruleras. Capitulo XIV: Titicaca





La carretera de Juliaca a Puno está trazada con tiralíneas. Solo cuando se aproxima a la cuenca del lago Titicaca rompe su rigidez para descender zigzagueando por las faldas de los cerros que rodean la ciudad. A la altura del Mirador Puma Uta se divisa un mar de bombillas que definen en la oscuridad de la noche los límites de la capital que, por un lado, se extiende hasta los muelles del puerto donde las oscuras aguas del lago apagan su titilante centelleo y, por otro, saltan los límites de la llanura litoral, donde se levanta el grueso de los edificios, para trepar entre los barrancos que descienden desde la meseta del altiplano donde sus luces van dejando un mortecino rastro lumínico hasta desaparecer por completo.

Tras un suave descenso por la prolongada cuesta de la carretera que lleva a la terminal de autobuses, llegamos a Puno. Dos empleados de la agencia de viajes nos llevaron hasta el Hotel Hacienda Plaza de Armas, situado en pleno centro urbano. La recepción de los empleados del hotel fue tan cálida como la temperatura del hall. Al lado de los ascensores, sobre una mesita baja, una muñeca de fieltro ataviada con traje regional y sombrero de bombín, al modo de campesina nativa, ofrecía hojas de coca a los clientes. Las aceptamos muy gustosos y preparamos un par de mates de coca bien calientes con los que templar el estómago antes de subir a la habitación.
Aunque empezábamos a acostumbrarnos al soroche, Puno está a demasiada altura como para que sus efectos pasen desapercibidos así es que decidimos acostarnos pronto para amortiguarlos en la inconsciencia del sueño. Al día siguiente nos esperaba un apasionante viaje por el mítico lago Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, a casi 4.000 metros de altitud por lo que podría pensarse más en volar que en navegar por sus aguas.

Amaneció un día frío pero muy despejado. Los catamaranes cabeceaban amarrados en el muelle, con sus costados rozándose entre sí.  Para acomodarnos en el que nos habían asignado hubimos de pasar sobre varios de ellos, de unos a otros, con poca pericia marinera y mucho riesgo de caer de bruces sobre la cubierta por el obstinado balanceo. Era una embarcación de tamaño medio, cubierta casi en su totalidad por un cerramiento de metacrilato transparente, acondicionada para paseos turísticos por Titicaca, muy similar a las del resto de la flotilla con una capacidad de unas 40 personas.
Apenas soltaron amarras, el guía nos dio la bienvenida y pasó a exponer el plan del día. El catamarán zarpó dejando atrás el puerto y enfiló la proa por un amplio pasillo flanqueado por una vasta pradera de totoras, como conocen allí a los juncos acuáticos que nacen en las orillas del lago. El sordo ronroneo del motor se colaba en el interior de la cabina. Yo había dejado de prestar atención a las palabras del guía y contemplaba absorto como las ondas del agua que despedía el barco desde babor y estribor, iban batiendo incesantemente las primeras líneas de juncos que absorbían con un elegante bamboleo las olas hasta diluirlas en aquella compacta masa vegetal. Salí fuera de la cabina buscando la brisa. El único lugar que quedaba sin cubrir estaba en popa, un reducido espacio usado por la marinería en las maniobras de atraque y desatraque y, allí, encontré un sitio donde acomodarme para disfrutar al aire libre del paseo marítimo.

Una súbita agitación en el interior de la cabina me puso en alerta; todos miraban a estribor. No muy lejos se adivinaba una mancha amarilla sobre el azul turquesa de las aguas. Las islas flotantes de los indios uros están a 2,5 millas de Puno, unos 6 kilómetros que se recorren en poco menos de una hora. El barco ralentizó su velocidad y comenzó la maniobra de aproximación. La delgada línea amarilla comenzó a tomar forma según nos acercábamos. Ahora se apreciaban los perfiles de un grupo de cabañas y algunas barcas de un intenso amarillo dorado con curvadas proas y popas. Un grupo de personas, ataviados con vistosas ropas de colores, se movía sobre la superficie esperando nuestra llegada.


Cuando puse el pie sobre esa gigante estera de totoras entrelazadas, sentí como el suelo se hundía levemente bajo mi peso. Una intensa emoción se apoderó de mí. Quizás Cristóbal Colón hubiese sentido algo parecido al pisar la tierra de la isla de Guanahani el 12 de octubre de 1942.

No hay comentarios:

Publicar un comentario