El barco turístico dejó atrás las penínsulas
de Capachica y Chucuito que protegen la bahía de Puno para adentrarse
abiertamente en el lago Titicaca en dirección a la isla de Taquile. Surcar
estas aguas es hacerlo por el epicentro de la leyenda del origen de los incas
y, consciente de ello, me apliqué en poner en orden mis conocimientos sobre
esta fulgurante civilización y sus reyes. Navegamos dos horas por las
tranquilas aguas del Titicaca parte de las cuales las pasé tratando de imaginar
el aspecto de Manco Cápac y su hermana Mama Ocllo emergiendo del fondo del lago
para cumplir con el mandato de fundar la capital del futuro imperio inca que su
padre Inti, el dios Sol, les había encomendado. Poco me importaba la polémica
de los historiadores sobre la naturaleza mítica o histórica de Manco Cápac
porque yo ya tenía mi propia opinión: los hijos del Sol eran ambas cosas porque
así lo creyeron sus súbditos. Como dios, surgió de las frías aguas del lago y
como hombre fundó Cuzco, la ciudad llamada a ser el ombligo del Tahuantinsuyo.
Cuando la brisa fresca me sacó de la
ensoñación, una delgada línea se interponía en el horizonte entre el azul
celeste y el azul marino del cielo y el lago. La proa del barco se dirigía
decidida hacia allí. Lentamente la raya se fue transformando en un trazo grueso
a medida que nos acercábamos, hasta alcanzar la dimensión de una montaña cuando atracamos en el pequeño muelle de Taquile, un muelle construido con las mismas piedras rojas sin tallar que salpican el suelo de la isla. Era mediodía, el sol apretaba
y también el hambre. Nos despojamos de algunas prendas e iniciamos una dura
ascensión hasta el pueblo situado en la cima de la isla, muy cerca de los 4.000
metros de altitud. Aunque desde el puerto al pueblo salváramos un desnivel de apenas
200 metros por una larga escalinata que zigzaguea entre viejos andenes incaicos
abandonados, la falta de oxígeno se hacía notar con el esfuerzo y nos obligaba
a parar a cada poco para descansar.
La recompensa nos la ofrecieron sobre una
alargada mesa con rica comida peruana de la que, a estas alturas, era
un fan tan incondicional que mis jugos gástricos sólo estaba dispuestos a
alabar. El sitio era fantástico, al aire libre, aprovechando el llano de una terraza, con vistas maravillosas al Titicaca. Y al alcance de mi mano una sopa de quinoa y una rica trucha asada.
A aquel paisaje no le faltó tampoco la
música. Un taquileño bien dispuesto, vestido al modo tradicional de la isla con
pantalón negro, camisa blanca, chaleco corto y chullo -gorro tradicional
andino- amenizó la comida interpretando melodías andinas con la quena y el charango.
Nos ganó el aplauso interpretando un clásico, “el cóndor pasa”, aunque luego
fue derivando a las rancheras hasta convertirse en un improvisado homenaje al
pueblo hermano de México lindo. Personalmente yo hubiese preferido seguir
sintiéndome en Perú pero…. ¡por un momento no pudo ser!
Orgullosos de su cultura y costumbres los
taquileños no pierden la ocasión para explicarnos y mostrarnos sus habilidades,
que son especialmente interesantes en lo relacionado con el tejido y la
vestimenta, hasta el punto que la UNESCO
proclamó el arte textil allí elaborado en el 2005 como “Obra maestra del
patrimonio oral e intangible de la Humanidad”. Nunca había oído hablar de este
galardón pero visitando la isla se entiende perfectamente su significado porque
puedes visualizarlo. En Taquile sus habitantes y las prendas hablan el mismo
idioma, un bonito lenguaje compuesto por un léxico que se expresa en colores,
símbolos y diseños sobre las prendas con las que se interrelacionan
manifestando a través de ellas su estado civil, pretensiones, posición social,
calendario, ciclos agrícolas, rituales o cualquier otro evento importante para
ellos o su comunidad. Y así, a golpe de puntada
de aguja, con paciencia de amanuense, hombres y mujeres escriben su historia y
sentimientos con hebras de lana sobre chullos, cinturones, fajas, chalecos,
blusas y faldas.
La pequeña comunidad taquileña consciente
de la importancia del turismo para su economía mantienen sus tradiciones
intactas, haciendo de la isla un museo etnográfico donde puede verse a los ancianos
por las calles haciendo punto como hacían nuestras abuelas o hilando, con la habilidad
pasmosa que dan los años de experiencia, las fibras que sostienen en una mano mientras
la otra hace girar un huso manual que las enrolla y las transforma en hilo, o a
los mismos niños tejiendo sus propios chullos blancos y rojos que con el tiempo
tendrán que volver a tejer en color rojo si es que contraen matrimonio, o las
mujeres solteras, de cuyo chullo pende un pompón rojo y más grande y vistoso
que el de las casadas. Son estrategias de género que suelen dar buen resultado.
A la pequeña Plaza de Armas del pueblo se
accede a través de un sencillo arco de medio punto rematado por una cruz
flanqueada por las efigies de piedra de personas tocadas con sombreros
representando, quizás, autoridades locales. En la plaza se yergue el robusto
campanario troncopiramidal de la iglesia parroquial que nos retrae a la época colonial
junto con otros edificios principales en adobe.
Recorrimos parte de la isla a pie en pos
del embarcadero donde nos recogería el barco de regreso a Puno. El camino de
piedra invitaba a disfrutar del paisaje embellecido por arcos similares al que
vimos en la plaza, pero toscamente labrados y de tamaño más reducido pero de
diseños muy originales.
Descendimos hacia el pequeño muelle por la
cara occidental, la más abrupta, surcada de terrazas y eucaliptos a un lado, al
otro el lago sagrado del Titicaca y envolviendo todo ese paisaje idílico, una
atmósfera envidiable donde se respiraba una paz difícil de encontrar en otros
sitios. He de confesar que antes de conocer Taquile no me seducía la idea de
visitarla aunque afortunadamente, como otras tantas veces, me equivoqué. Por lo
visto Perú no estaba dispuesto a defraudarme y, mostrara la cara que mostrara,
siempre me pareció bello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario