sábado, 29 de octubre de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo XVI: La isla de los hombres tejedores


El barco turístico dejó atrás las penínsulas de Capachica y Chucuito que protegen la bahía de Puno para adentrarse abiertamente en el lago Titicaca en dirección a la isla de Taquile. Surcar estas aguas es hacerlo por el epicentro de la leyenda del origen de los incas y, consciente de ello, me apliqué en poner en orden mis conocimientos sobre esta fulgurante civilización y sus reyes. Navegamos dos horas por las tranquilas aguas del Titicaca parte de las cuales las pasé tratando de imaginar el aspecto de Manco Cápac y su hermana Mama Ocllo emergiendo del fondo del lago para cumplir con el mandato de fundar la capital del futuro imperio inca que su padre Inti, el dios Sol, les había encomendado. Poco me importaba la polémica de los historiadores sobre la naturaleza mítica o histórica de Manco Cápac porque yo ya tenía mi propia opinión: los hijos del Sol eran ambas cosas porque así lo creyeron sus súbditos. Como dios, surgió de las frías aguas del lago y como hombre fundó Cuzco, la ciudad llamada a ser el ombligo del Tahuantinsuyo.

Cuando la brisa fresca me sacó de la ensoñación, una delgada línea se interponía en el horizonte entre el azul celeste y el azul marino del cielo y el lago. La proa del barco se dirigía decidida hacia allí. Lentamente la raya se fue transformando en un trazo grueso a medida que nos acercábamos, hasta alcanzar la dimensión de una montaña cuando atracamos en el pequeño muelle de Taquile, un muelle construido con las mismas piedras rojas sin tallar que salpican el suelo de la isla. Era mediodía, el sol apretaba y también el hambre. Nos despojamos de algunas prendas e iniciamos una dura ascensión hasta el pueblo situado en la cima de la isla, muy cerca de los 4.000 metros de altitud. Aunque desde el puerto al pueblo salváramos un desnivel de apenas 200 metros por una larga escalinata que zigzaguea entre viejos andenes incaicos abandonados, la falta de oxígeno se hacía notar con el esfuerzo y nos obligaba a parar a cada poco para descansar.


La recompensa nos la ofrecieron sobre una alargada mesa con rica comida peruana de la que, a estas alturas, era un fan tan incondicional que mis jugos gástricos sólo estaba dispuestos a alabar. El sitio era fantástico, al aire libre, aprovechando el llano de una terraza, con vistas maravillosas al Titicaca. Y al alcance de mi mano una sopa de quinoa y una rica trucha asada.





A aquel paisaje no le faltó tampoco la música. Un taquileño bien dispuesto, vestido al modo tradicional de la isla con pantalón negro, camisa blanca, chaleco corto y chullo -gorro tradicional andino- amenizó la comida interpretando melodías andinas con la quena y el charango. Nos ganó el aplauso interpretando un clásico, “el cóndor pasa”, aunque luego fue derivando a las rancheras hasta convertirse en un improvisado homenaje al pueblo hermano de México lindo. Personalmente yo hubiese preferido seguir sintiéndome en Perú pero…. ¡por un momento no pudo ser!





Orgullosos de su cultura y costumbres los taquileños no pierden la ocasión para explicarnos y mostrarnos sus habilidades, que son especialmente interesantes en lo relacionado con el tejido y la vestimenta,  hasta el punto que la UNESCO proclamó el arte textil allí elaborado en el 2005 como “Obra maestra del patrimonio oral e intangible de la Humanidad”. Nunca había oído hablar de este galardón pero visitando la isla se entiende perfectamente su significado porque puedes visualizarlo. En Taquile sus habitantes y las prendas hablan el mismo idioma, un bonito lenguaje compuesto por un léxico que se expresa en colores, símbolos y diseños sobre las prendas con las que se interrelacionan manifestando a través de ellas su estado civil, pretensiones, posición social, calendario, ciclos agrícolas, rituales o cualquier otro evento importante para ellos o su comunidad.  Y así, a golpe de puntada de aguja, con paciencia de amanuense, hombres y mujeres escriben su historia y sentimientos con hebras de lana sobre chullos, cinturones, fajas, chalecos, blusas y faldas.


La pequeña comunidad taquileña consciente de la importancia del turismo para su economía mantienen sus tradiciones intactas, haciendo de la isla un museo etnográfico donde puede verse a los ancianos por las calles haciendo punto como hacían nuestras abuelas o hilando, con la habilidad pasmosa que dan los años de experiencia, las fibras que sostienen en una mano mientras la otra hace girar un huso manual que las enrolla y las transforma en hilo, o a los mismos niños tejiendo sus propios chullos blancos y rojos que con el tiempo tendrán que volver a tejer en color rojo si es que contraen matrimonio, o las mujeres solteras, de cuyo chullo pende un pompón rojo y más grande y vistoso que el de las casadas. Son estrategias de género que suelen dar buen resultado.


A la pequeña Plaza de Armas del pueblo se accede a través de un sencillo arco de medio punto rematado por una cruz flanqueada por las efigies de piedra de personas tocadas con sombreros representando, quizás, autoridades locales. En la plaza se yergue el robusto campanario troncopiramidal de la iglesia parroquial que nos retrae a la época colonial junto con otros edificios principales en adobe.



Recorrimos parte de la isla a pie en pos del embarcadero donde nos recogería el barco de regreso a Puno. El camino de piedra invitaba a disfrutar del paisaje embellecido por arcos similares al que vimos en la plaza, pero toscamente labrados y de tamaño más reducido pero de diseños muy originales.



Descendimos hacia el pequeño muelle por la cara occidental, la más abrupta, surcada de terrazas y eucaliptos a un lado, al otro el lago sagrado del Titicaca y envolviendo todo ese paisaje idílico, una atmósfera envidiable donde se respiraba una paz difícil de encontrar en otros sitios. He de confesar que antes de conocer Taquile no me seducía la idea de visitarla aunque afortunadamente, como otras tantas veces, me equivoqué. Por lo visto Perú no estaba dispuesto a defraudarme y, mostrara la cara que mostrara, siempre me pareció bello.

Poco antes de partir me pareció ver a Mama Ocllo en la playa de Taquile, al pie de los acantilados. Aunque su aspecto había cambiado la reconocí bajo un sombrero tejido de paja; lo mejor es que conseguí convencerla y al día de hoy seguimos durmiendo en la misma cama. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario