Coronando el Cusco se levantaron alejados del bullicio de la urbe,
sobre las cimas de las montañas que lo rodean, santuarios, fortalezas y templos
consagrados a diferentes deidades con el común denominador de la piedra bien
tallada, seña de identidad inequívoca del estado incaico.
Incluido en el parque arqueológico de Sacsayhuamán se encuentran,
por su proximidad, los “Baños del Inca”, en Tambomachay, llamados así por ser
un lugar al que los Hijos del Sol se retiraban ocasionalmente a descansar. Pero más que un
elegante balneario, las ruinas son los restos de uno de los muchos templos que proliferaron
durante el incanato para adorar el agua, elemento imprescindible para la vida y,
por tanto, objeto de culto en una civilización tan íntimamente vinculada a los
elementos naturales.

Los restos más visibles de este yacimiento arqueológico se
muestran en la ladera escalonada de la montaña donde se despliegan como un decorado de teatro abierto a la Naturaleza. Los muros de las terrazas están
adoquinados con gruesas piedras irregulares pero muy bien pulidas y perfectamente
ensambladas, en las que se abren grandes nichos trapezoidales, puertas y
escaleras de comunicación entre los diferentes niveles. Oculto a la vista
permanece un complejo sistema hidráulico de canales subterráneos y pocetas que conduce las aguas hacia el exterior a través de tres
fuentes abiertas en la piedra. El guía, orgulloso de sus ancestros como todos los que conocí, subrayó que el
caudal del agua permanece inalterable y constante desde tiempos del gran Pachacútec y nos contó la profecía inca que augura el fin del mundo cuando el agua deje de manar por estos caños lo que, sin duda, será un gran problema también para la
Cuzqueña que, hasta hoy, según nuestro cicerone, se sigue abasteciendo del agua de este manantial para
elaborar la cerveza más popular de Perú.


De Tambomachay a las ruinas de Puca Pucara (en quechua, Fortaleza
Roja) hay un corto paseo. Su nombre deriva del
color que toman sus piedras con las luces crepusculares. Sobre su función se ha
especulado mucho, algo sorprendente teniendo en cuenta que estos edificios
estaban ocupados y en plena actividad a la llegada de los conquistadores y,
con ellos, de los cronistas que tan buena cuenta daban de todo lo que acaecía en sus cartas y relaciones.
Pero no es el único ejemplo de insólita desinformación acerca de la naturaleza
de estas construcciones ya que existen otros muchos casos similares.
Escribiendo estos relatos me he preguntado, sin encontrar la respuesta, el
porqué de esta repentina amnesia histórica. Qué pasó realmente para que este
puzle sea tan difícil de completar, será una pregunta difícil de responder.

Desde lo alto del promontorio la fortaleza domina el final del
camino que comunica el Cusco con el Antisuyo, la región oriental del Imperio
que limitaba con la selva amazónica, de gran importancia para los incas porque de allí se obtenía la coca necesaria para las ofrendas a los dioses, el alivio
del mal de altura y el hambre del pueblo. De su situación estratégica podría
derivarse una función militar y de vigilancia de caminos, pero se cree que
tendría otras adicionales por el tipo de edificaciones que allí se encuentran, tales como control “aduanero” para registro de mercancías, centro administrativo o de alojamiento
para los soldados que acompañaban al Inca a Tambomachay. Sea lo que fuera,
caminamos entre sus muros con la agradable sensación de sentirnos a lomos de la
historia en medio de aquel grandioso paisaje.

Más discreto que las anteriores pero mucho más complejo, Qenqo fue
el último yacimiento arqueológico que visitamos esa mañana. Como otros tantos
santuarios incas, éste se levanta sobre una afloración rocosa que vista desde
un promontorio se asemeja a los lóbulos de un cerebro tallado en piedra. Su
superficie está recorrida por un sinfín de escalones, cubículos y figuras cinceladas
en la roca viva. La interpretación de aquella masa de elementos dispares no
resultaba fácil de explicar ni siquiera al guía, que nos ofrecía discutibles hipótesis
de arqueólogos e historiadores para que nos quedásemos con la que más nos
interesara.
Seguimos al guía por un estrecho pasillo que se abre en la gran roca. Sus requiebros recuerdan a un laberinto, que es justo lo que significa en quechua Qenqo. El corredor conduce a una cámara ritual con mesa de
sacrificios y nichos cortados con tanta precisión que hoy nos pareciera difícil hacerlo incluso con modernas herramientas. Asociado a la Pachamama,
la Madre Tierra, en el interior oscuro y fresco de su vientre, se realizaban
ofrendas y sacrificios rituales para propiciar la fertilidad de la tierra.
Los sacerdotes y frailes empeñados en la ardua tarea de “extirpar idolatrías”,
dificultaron aún más la interpretación de estas manifestaciones, ya de por sí
muy complejas. Siguiendo una práctica habitual en el Nuevo Mundo, se afanaron
en erradicar los rastros de cultos paganos como paso previo a la difusión de la
doctrina cristiana. Es el caso de la gran piedra sagrada que se yergue
solitaria, como un menhir, junto al resto del santuario y por la que antaño
treparon sapos y monos esculpidos sobre ella, de los que solo uno sobrevivió al
martillo inquisidor de los fanáticos con sotanas.
A su alrededor se abre un amplio banco semicircular de piedra bien
trabajada, con nichos donde se supone que acomodaban a las momias de sus
antepasados para hacerles partícipes de los rituales ceremoniales en honor a
los dioses allí consagrados. Pero seguimos moviéndonos en las arenas movedizas
de la aventurada interpretación que se soporta en los escasos vestigios de lo
que, sin duda, fue en otros tiempos un importantísimo centro de culto.
Bajando a Cuzco hicimos una parada en la explanada de la iglesia de San Cristóbal erigida sobre el palacio inca que la tradición atribuye al mítico Manco Cápac. De sus restos solo queda un gran muro con espléndidas hornacinas, hecho con piedras muy bien trabajadas. Desde allí, la parte más noble de la ciudad, el Hanan Qosqo o Cusco Alto, residencia de la aristocracia inca, pudimos divisar de nuevo la histórica capital del Tahuantinsuyo antes de descender para comer y continuar la visita.
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