Cuando pasaron a buscarnos al hotel sobre las 8,30 ya
llevábamos varias horas levantados, el tiempo suficiente para haber paseado largamente
por los impresionantes andenes incas de Yucay. Desde primeras horas de la
mañana hasta que se puso el sol, el Valle Sagrado se mostraría muy generoso, obsequiándonos a cada paso con sus bellísimos rincones.


A la altura de Urubamba el autobús enfiló por una zigzagueante carretera
que llevaba a la zona alta del valle. Alcanzada la altiplanicie entramos en Maras,
un pueblo de estética española con casas de adobe y cubiertas de teja romana
que acusaba el paso del tiempo en sus desvencijadas paredes encaladas. Solo el
contrapunto de las altas cumbres de la cordillera Oriental de los Andes, bien visibles desde las
desoladas calles de la localidad, y las largas cañas encintadas en sus extremos
anunciando la venta de chicha, volvían a situar el caserío en Perú, muy lejos de España. La ciudad hizo fortuna con el comercio de la sal extraída de las salinas próximas y el tráfico de productos tropicales,
especialmente hojas de coca que, procedentes de la cercana región amazónica del
Antisuyo, tenían como principal destino la cercana ciudad de Cusco. Con el fruto de esa riqueza se labraron las numerosas portadas con jambas y dinteles esculpidos con motivos geométricos, vegetales y figuraciones humanas, que testimonian la gloria del pasado colonial.
Hasta que el autobús paró en un mirador desde el que se divisaba a
vista de pájaro las Salinas de Maras, siempre había creído que Benvenuto
Cellini, el famoso orfebre renacentista, había cincelado el salero más bello
del mundo recostando sobre él a Neptuno, dios del mar protegiendo la sal, y Ceres, diosa de la Tierra custodiando la pimienta nacida de ella.

Lo que Cellini talló con oro, marfil y esmalte, Ayar Cachi, hijo de Viracocha el Creador de todas las cosas, lo hizo con sus lágrimas. Cuenta la leyenda que por orden de su padre salió en compañía de sus hermanos en busca de tierras fértiles donde cultivar maíz para alimentar a los hombres. Sus hermanos, temerosos de su fuerza, lo encerraron con engaños en una montaña de la que no pudo escapar. Prisionero en su interior lloró de impotencia y cuando sus lágrimas se secaron surgieron de ellas los salares más hermosos del Tahuantinsuyo.
Cuando nos asomamos al abismo desde el cortado de la carretera que
baja a las “minas de sal” surgió ante nuestros ojos una cascada de colores
enmarcados en cubetas más o menos regulares, desparramándose sobre el fondo
pardo de la ladera de la montaña. Cientos de destellos iluminaban el árido
barranco que en la profundidad serpenteaba por un cauce seco de piedras entre las
faldas de los montes. Imposible contener una mueca de asombro ante la
inesperada presencia de ese colorista paisaje que, de inmediato, desató los
deseos de bajar hasta allí para verlo más de cerca.
Franqueado el mercadillo repleto de puestos con artículos de recuerdo y
productos artesanales, accedimos a la salinera de Maras donde la ilusión óptica del mirador se transformó en realidad tangible. A la
izquierda de la entrada se abre una gruta de la que mana un discreto manantial
de agua salada, responsable último del prodigio cromático nacido de su regato, que imprime a las pozas tonalidades blancas, grises, beige o nacaradas según el nivel de evaporación de las aguas y ls reflejos del sol.
Aunque mi naturaleza es más dada a los relatos fantásticos que a
los racionales, y antepongo las lágrimas de Ayar Cachi al de la explicación más científica que alude al origen de las salinas como consecuencia del paso de aguas subterráneas por
un gigantesco domo salino formado en eras antediluvianas, me veo en la
obligación de ofrecer esta última versión a los menos crédulos y románticos,
tal y como nos la transmitió Abdel Nasser, nuestro guía peruano con nombre de líder
panarabista.
Casi todas las explotaciones turísticas que visitamos en Perú
tenían el común denominador de estar fundadas sobre sociedades cooperativas que,
en definitiva, expresan mejor el modelo de producción comunal de épocas precoloniales.
Maras no es un caso aparte. El “cultivo” de la sal, si es que así puede llamarse, recae sobre unos pocos centenares de familias campesinas que han ido heredando de sus
antepasados las más de 3.000 pozas que componen el conjunto del salar, muchas de reducidas dimensiones. Hay que prestar atención para ver los tenues canalillos, semejantes a sendas de hormigas que, a través de un paisaje lunar en miniatura, se abren paso sobre los lomos de los senderos para colmatar los estanques con su tenue hilo de salmuera en una labor de varios días.
Durante la estación seca, aprovechando la ausencia
de lluvias y la fuerte insolación, los pequeños propietarios trabajan con
esmero de hortelanos y técnicas centenarias sus parcelas ante la mirada atónita de los turistas.
Impagable la generosidad de aquella gente sencilla que nos dio la oportunidad
de pasear sobre los muros ancestrales que separan centenares de estanques de un
yacimiento arqueológico vivo, en el que
la abstracción geométrica de formas rectangulares le dan apariencia de un
gran lienzo de Mondrian tendido en el costado de la montaña.
Marchamos de allí cargados de bolsitas de sal rosada, una
de las mejores del mundo según dicen, cosa que di por cierta incluso antes de
haberla probado, sabedor que en cada grano de ella va una porción del mítico gigante Ayar Cachi.
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