lunes, 6 de noviembre de 2017

Mirando a Cuenca. Capítulo I: Reencuentros en la capital




Cuenca es la capital de mi provincia aunque confieso que durante muchos años me sentí  forastero en ella. Quizás a ello contribuyeran los 200 metros de altitud que separa el abrupto paisaje de la Serranía conquense de mi planicie manchega natal o, quizás, fuese la intrincada carretera que con sus curvas desunía a fuerza de vómitos, más que unía, a los habitantes de ambas comarcas. Con el paso del tiempo esa sensación se ha disipado hasta el punto que hoy es un placer viajar hasta allí para visitar sus rincones llenos de encanto, los mismos que alimentan el egocentrista lema de la ciudad: "Cuenca es única".






Recreo Peral, junto al Júcar, es el punto donde nos ha citado Chema a los excompañeros de la promoción 1978-79 de COU para disfrutar juntos del último sábado de octubre. La convocatoria ha tenido un gran éxito; acudimos 18 de los 40 de aquel, ya lejano, curso preparatorio para la universidad. El encuentro está trufado de besos y abrazos que buscan la proximidad; no hay lugar para el formal apretón de manos. Cuatro décadas no han sido suficientes para impedir recuperar la desbordante alegría juvenil cada vez que nos reencontramos.


                 



La mañana es fría a la sombra de los álamos que, en la plenitud del otoño, peinan canas doradas en sus titilantes hojas. Ajeno al jolgorio, un solitario ánade real se aventura sigiloso sobre las calmas aguas azul turquesa del río.   


                                  (Foto cedida por Macu ¡gracias guapa!)
  

Prevenidos por la experiencia que dan los años y alentados por el pecado de la gula que anida en los estómagos, iniciamos el día con un almuerzo campestre en el que no falta buen chorizo, queso curado, jamón, empanada y, de postre, alajú con orujo casero. Un banco de madera hace de improvisada mesa. El vino corre de mi cuenta y aunque sea un rioja infiltrado en la Mancha, es acogido con cariño porque Beleluin forma parte del grupo. Y así, unidos por la amistad que dan los años y las buenas costumbres manchegas compendiadas en una magdalena preñada de vino, damos paso al día.


           

Con el cuerpo recompuesto estamos en condiciones de subir la empinada Cuesta de las Angustias que nos lleva a la Plaza Mayor donde nos esperan los restantes amigos, entre ellos, uno muy especial al que solo unos pocos, los más asiduos de la ciudad, han visto; para la mayoría será nuestro primer reencuentro con él tras 38 años. Marcelino fue llamado por la fe para servir a Dios; combina su apostolado en la iglesia de San Fernando, una parroquia de barrio de Cuenca, con su trabajo en el archivo catedralicio ordenando los papeles de la Iglesia, pero eso es otra historia que contaré más adelante. Titubea cuando lo abrazamos, sobrepasado por el aluvión de rostros desconocidos que se le viene encima hasta que consigue poner orden en esas caras anónimas y relacionarlas, una a una, con los nombres y apellidos que, esos sí, todos recordamos con la nitidez del Padrenuestro a fuerza de oírlos durante años. También él ha cambiado. La fragilidad física ha cedido en favor del lustre corporal que da una vida más reposada; frente ampliamente despejada; sienes coronadas de cabello blanco, laureles del tiempo; rostro curtido y surcado de arrugas como el de los apóstoles velazqueños y una boca, si me lees amigo Marcelino, muy necesitada de un odontólogo. Marcelino era un muchacho sencillo, introvertido, bueno, lo que le convirtió en víctima de bromas pesadas en el internado del instituto. Después de verlo fumando un cigarrillo con el alzacuello desabrochado y la camisa gris desabotonada bajo el apacible sol que comienza a templar la Plaza Mayor, tengo la certeza que nunca dejó de ser la buena persona que siempre fue.
 

  
 

  







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