sábado, 11 de noviembre de 2017

Mirando a Cuenca. Capítulo IV: Una cocina de pesadilla

Acostumbrado a preparar los viajes con cierta minuciosidad, se me hacía raro acudir  a Cuenca con tan solo media caja de vino entre las manos y nada en la cabeza. Todo lo que conocía de ese sábado era el guion que Chema había preparado y wasapeado por el chat de amigos. Teníamos un guía para la catedral, otro para el archivo, reservado el restaurante y un bonito lugar para pasear, un plan perfecto para pasar un bonito día sin haber movido un dedo. En esta ocasión nadie vendría tras de mí, sería yo quien fuese detrás de otros, una experiencia tan agradable que invitaba a un eslogan facilón: Disfruta Cuenca sin cafeína, responsabilidad zero.
Desde que entramos en el archivo, Chema no paró de hacer encaje de bolillos entre Marcelino, que cómodo con la visita se recreaba en las explicaciones, las llamadas al propietario del restaurante que amenazaba con no respetar la reserva si no llegábamos a tiempo y un grupo de amigos que permanecíamos en la nube ajenos a todo, simplemente disfrutando del momento.
Por fin Chema consigue arrastrarnos hasta los coches. No hemos sido capaces de convencer a Marcelino de que nos acompañase a comer a Las Majadas porque está comprometido esa tarde con sus feligreses. Seguro que la mesa se quedará sin bendecir. Me sitúo detrás del coche de Javi que es quien encabeza la comitiva; voy tan despreocupado que ni siquiera sé en qué dirección vamos.  En una bifurcación se ha ido por el ramal equivocado pero no importa, todos seguimos tras él; al percatarse del error no ha tenido reparos en girar a la derecha en un rotundo prohibido girar, tampoco los demás. Yo voy con mis amigos al infierno, si es que quieren que vayamos allí, porque nada hay más inconsciente que la atolondrada masa.
Me limito a disfrutar del trayecto mientras hablo apaciblemente con Conchi, Rosario y Úrsulo sin importarme conocer como se llama ese cerro o aquel otro, ni tan siquiera la historia de lo que por allí acaeció en tiempos pretéritos. El Júcar se ha hecho compañero de viaje y nos conduce por su margen derecha, río arriba, hasta Villalba de la Sierra, donde toma derroteros nuevos en busca de su cuna, en lo más escabroso de la sierra conquense de Tragacete. Úrsulo, siempre inquieto, hipnotizado por el paisaje protesta inútilmente por tener que desplazarnos 30 kilómetros cuando podríamos comer entre las peñas por las que se abre paso el Júcar y las choperas reverberantes de oro otoñal. Cuando dejamos atrás la ciudad, camuflada entre las rocas, el paisaje se abre tímidamente en una estrecha llanura fluvial donde crece el mimbre, un arbusto de ramas largas y flexibles que en estas épocas del año se torna rojizo, añadiendo una ración extra de melancólica belleza al campo.

       
En el cielo de la vega sobrevuela un remolino de buitres leonados que nos acerca un poco más a la naturaleza que ya nos acosa por los cuatro costados. En el desvío a Villalba pasa desapercibida para mis acompañantes una exuberante mujer de pronunciado escote, con una camisa abierta de hombros a cintura que deja entrever una rotunda femineidad. Cuando les pregunto a los amigos sí se han fijado en ella se mofan de mí sugiriendo que he visto visiones, hasta que Acacio decide, con la sorna que le caracteriza, que podría tratarse de la chica de la curva, la protagonista de una leyenda urbana que habla de una seductora mujer que murió atropellada en el lugar de la aparición buscando venganza. Yo conocí en Venezuela una versión parecida, solo que allí le llaman la Llorona, otra atractiva dama, aunque solo en apariencia, que mata a los hombres incautos que ceden a su embrujo. Cuántas trampas hemos de sortear ¡vivimos de milagro!.

La carretera de montaña serpentea por empinadas laderas hasta el corazón de la serranía conquense. En una altiplanicie, rodeado de montes de pinares salpicados de robles, quejigos, sabinas, endrinos... se encuentra el pequeño pueblo de las Majadas, de apenas 300 habitantes. La visión fugaz de un árbol da pie a un acalorado debate entre Úrsulo y yo sobre la naturaleza del mismo. Yo defiendo que se trata de una carrasca y el provenciano se empeña en que es un roble melojo, a pesar de que sus hojas nada tienen que ver con las de un roble. Más tarde, María Ángeles, la experta botánica del grupo me dará la razón aunque Úrsulo siga erre que te erre con el melojo. Llegamos con algo de retraso, el suficiente para perder la reserva; ahora habrá que esperar a que se desocupen algunas mesas para sentarnos todos juntos. José Cruz, natural de La Alberca del Záncara, aparejador de sólida presencia reconvertido en próspero tabernero ibicenco por la crisis del ladrillo, echó mano a su nevera portátil y en cuestión de minutos dimos cuenta, en improvisado botellón, de una docena de latas de cerveza, en los bancos de la Plaza Mayor, así como de los restos del almuerzo ignorantes de lo que se nos avecinaba.




Media hora más tarde, entramos en un popular restaurante local con fama de comer bien, como evidencia la carta trufada de recios platos manchegos. Abrumados por la amplitud del menú pedimos al maître que nos hiciese unas recomendaciones; sin mediar palabra, el porfiado mesonero nos quitó las cartas de la mano diciéndonos que él se encargaba de todo. Desplegó media docena de botellas de vino de la cooperativa de El Provencio, para alborozo de los presentes allí nacidos y, antes de sobreponernos de la sorpresa, comenzaron a salir los entrantes en sartencillas de dos asas, cuatro para cada cuatro comensales, una especie de ménage à quatre culinario con el que compartimos en adelante el menú que a su antojo quiso servirnos.   La avanzadilla constaba de morteruelo, ajoarriero, gazpacho manchego y migas de pan con chorizo y huevo frito, cuatro platos tan consistentes que habrían servido de comida y cena para la promoción completa de bachilleres. Haciendo caso omiso a quiénes pedían ensalada o pescado, sirvió en humeantes pucheros de barro, cocido de garbanzos con chorizo, jamón y tocino, y caldo con chicharrones fritos aparte. La elasticidad del estómago comenzó a alcanzar sus límites. Manolo, que a menudo confunde la campechanía con los malos modos, hizo oídos sordos a la petición de no sacar más cosas con la excusa de que ya tenía todo preparado. Al punto salieron de la cocina varios platos del tamaño de la bacía de barbero que cubría la cabeza don Quijote, llenos con generosas raciones de rabo de toro. Debo reconocer que me di por vencido y, por primera vez, no relamí los platos. Me sentí angustiado por tanta comida y la imposibilidad de seguir engullendo sin riesgo para mi salud. Ese tipo se había propuesto enviarnos al otro mundo con provisiones para la eternidad, así es que le advertí que hasta ahí pagábamos lo servido, corriendo a su cuenta lo que sacase en adelante. Eso le desalentó y dejó en la cocina el estofado de ciervo que hervía en la olla listo para emplatar, sin embargo, no dio su brazo a torcer del todo y dejo sobre las mesas el postre de la casa, cuatro trozos de tarta con bizcocho y nata cubiertos de chocolate,  frambuesas, manzanas y naranja. Aquel restaurante se había convertido en una pesadilla de la que no veía forma de escapar, un lugar ideado por el diablo para castigar el pecado de la gula.
                          
   








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