En la estación de Ollantaytambo nos espera un tren de cuidada estética
vintage que irradia cierto aire de
aventureros a los que emprendemos el viaje a Machu Picchu, convertido por la fuerte demanda turística en una especie de Inca Park sin Tiranosaurios . La compañía Inca Rail es la
encargada de transportarnos por ferrocarril hasta Aguas Calientes en un convoy
de vagones rotulados con nombres de emperadores y princesas incas, interiores
con imitación de madera, ventanas panorámicas e imágenes de paisajes y
campesinos ataviados con trajes tradicionales y chullu, el tradicional gorro andino con orejeras.
La locomotora, engalanada con dos banderolas, no tarda en dejar
atrás los últimos valles cultivados, para internarse por angostos desfiladeros por
los que discurren el embravecido río sagrado de los incas: el Vilcanota. Enormes peñascos
desprendidos de la cordillera estorban el paso de la corriente pero el brío de las aguas las sortea con facilidad formando sobre su superficie cabrillas que saltan
y los esquivan para diluirse en remolinos y proseguir su camino, una vez
superado el obstáculo, hacia la cada vez más cercana cuenca amazónica.
En la profundidad del valle o avanzando hacia las cimas de los
imponentes nevados, se agolpa la vegetación formando espesas selvas subtropicales.
No muy lejos de allí se encuentra Vilcabamba, en medio de un intrincado paisaje
de fragosas selvas y agrestes montañas; en ellas buscaron refugio los últimos
emperadores incas para enfrentarse al inexorable avance de los conquistadores y
sus aliados indígenas. La captura de Túpac Amaru y su ominosa decapitación en
la Plaza de Armas de Cusco en 1572 puso fin al reino de Vilcabamba y de la
conquista de Perú. Durante siglos permaneció la ciudad olvidada y oculta entre
los bosques y las brumas que enseñorean aquellas alturas, hasta que los
arqueólogos dieron con ella y exhumaron las piedras pulidas y grabadas por los
incas con sus deidades, para mostrarla de nuevo al mundo y restaurar su orgullo
perdido.
Una camarera me saca de la ensoñación de las Ciudades Perdidas a la
que me había llevado la vista de aquellos inhóspitos paisajes. Dibuja en su
cara una sonrisa para ofrecerme una original bebida fría de nombre exótico que
acepto con gusto; junto a ella me entrega una bolsita de snack para distraer el estómago. Compartimos mesa con un matrimonio
argentino. La conversación es fluida hasta que deriva en política; pasamos de
un tono amable a otro más bronco. Afortunadamente, cuando el desencuentro era total y la mutua presencia empezaba a incomodarnos a unos y otros, el
prolongado pitido de la locomotora anuncia la entrada en la estación de Aguas
Calientes. Nos despedimos con mano floja y sonrisa tan falsa como el beso de
Judas a nuestro Señor y marchamos en busca de nuestro hotel sin haber resuelto
los problemas de España ni Argentina.
Aguas Calientes es la antesala de Machu Picchu; sin éste, aquél no
sería nada. Su sugestivo nombre proviene del río que nutre con sus aguas los
baños termales próximos al pueblo, pero es al descubrimiento del Santuario
Histórico de Machu Picchu a quien debe su origen. Se levantó a toda prisa para
hospedar a decenas de miles de turistas de todo el mundo que nos acercamos hasta
allí atraídos por las imágenes que proyectan la grandeza de sus
paisajes y el misterio de sus ruinas.
La afluencia masiva y el crecimiento desmedido de la población se manifiestan
en el caos urbanístico. En torno a un puñado de calles con nombres que
rememoran la historia de la civilización incaica, pero sin ningún rasgo
distintivo de ella, se arraciman modernos hoteles y restaurantes variopintos que
dan a la ciudad un falso aspecto cosmopolita. La proverbial armonía de la
civilización inca con la naturaleza se ha hecho añicos en el fondo del valle. Pero
no es justo ensañarse con una ciudad que, como todas las del mundo, se afana
por progresar, ni tampoco se me ocurre cómo podrían dar cabida en ella a las avalanchas de
turistas que atestamos sus calles.
Llegamos al atardecer aunque a juzgar por la escasa luz pareciese
de noche. Distraído por el bullicio que nos rodea he tardado en darme cuenta
que la oscuridad es más profunda en el valle que en las cimas de las colosales
montañas que lo rodean. Sobre la ciudad se yerguen intimidatorias las siluetas de
las montañas donde moran los apus,
recortadas por la luz crepuscular que tiñe el cielo de púrpuras apagados. Apenas
bastaría un leve parpadeo de Pachacámac, el Señor de los Temblores, para que
todos pereciésemos bajo los escombros como los filisteos que se burlaron de
Sansón encadenado en el templo; pero los apus
tutelan a sus habitantes y los bendicen con las aguas de sus cumbres con las que
riegan sus campos.
En la cafetería del Hotel Mapi, donde nos alojamos, nos
reencontramos después de dos días con Adriana y Salvador, otro matrimonio
argentino con el habíamos compartido buena parte de nuestro viaje peruano.
Ellos estaban de vuelta de Machu Picchu y nos contaban maravillas. Antes de
acostarnos dimos un paseo con ellos por las calles abarrotadas de gentes
procedentes de todo el mundo. Ruido y luces de neón nos acompañaron. En la
plaza principal una estatua dorada de Pachacútec con todos los atributos del
Sapa Inca nos dio la bienvenida aunque, sinceramente, no creo que lo hiciese de buena gana si
supiese que debajo de su monacal retiro le han montado un ruidoso chiringuito
donde suena a todo volumen el “Despacito” y se expiden pizzas y hamburguesas a tutiplén.
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