viernes, 20 de octubre de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXXI: Aguas Calientes, corazón frío.


En la estación de Ollantaytambo nos espera un tren de cuidada estética vintage que irradia cierto aire de aventureros a los que emprendemos el viaje a Machu Picchu, convertido por la fuerte demanda turística en una especie de Inca Park sin Tiranosaurios . La compañía Inca Rail es la encargada de transportarnos por ferrocarril hasta Aguas Calientes en un convoy de vagones rotulados con nombres de emperadores y princesas incas, interiores con imitación de madera, ventanas panorámicas e imágenes de paisajes y campesinos ataviados con trajes tradicionales y chullu, el tradicional gorro andino con orejeras.
La locomotora, engalanada con dos banderolas, no tarda en dejar atrás los últimos valles cultivados, para internarse por angostos desfiladeros por los que discurren el embravecido río sagrado de los incas: el Vilcanota. Enormes peñascos desprendidos de la cordillera estorban el paso de la corriente pero el brío de las aguas las sortea con facilidad formando sobre su superficie cabrillas que saltan y los esquivan para diluirse en remolinos y proseguir su camino, una vez superado el obstáculo, hacia la cada vez más cercana cuenca amazónica.
En la profundidad del valle o avanzando hacia las cimas de los imponentes nevados, se agolpa la vegetación formando espesas selvas subtropicales. No muy lejos de allí se encuentra Vilcabamba, en medio de un intrincado paisaje de fragosas selvas y agrestes montañas; en ellas buscaron refugio los últimos emperadores incas para enfrentarse al inexorable avance de los conquistadores y sus aliados indígenas. La captura de Túpac Amaru y su ominosa decapitación en la Plaza de Armas de Cusco en 1572 puso fin al reino de Vilcabamba y de la conquista de Perú. Durante siglos permaneció la ciudad olvidada y oculta entre los bosques y las brumas que enseñorean aquellas alturas, hasta que los arqueólogos dieron con ella y exhumaron las piedras pulidas y grabadas por los incas con sus deidades, para mostrarla de nuevo al mundo y restaurar su orgullo perdido.
Una camarera me saca de la ensoñación de las Ciudades Perdidas a la que me había llevado la vista de aquellos inhóspitos paisajes. Dibuja en su cara una sonrisa para ofrecerme una original bebida fría de nombre exótico que acepto con gusto; junto a ella me entrega una bolsita de snack para distraer el estómago. Compartimos mesa con un matrimonio argentino. La conversación es fluida hasta que deriva en política; pasamos de un tono amable a otro más bronco. Afortunadamente, cuando el desencuentro era total y la mutua presencia empezaba a incomodarnos a unos y otros, el prolongado pitido de la locomotora anuncia la entrada en la estación de Aguas Calientes. Nos despedimos con mano floja y sonrisa tan falsa como el beso de Judas a nuestro Señor y marchamos en busca de nuestro hotel sin haber resuelto los problemas de España ni Argentina.
Aguas Calientes es la antesala de Machu Picchu; sin éste, aquél no sería nada. Su sugestivo nombre proviene del río que nutre con sus aguas los baños termales próximos al pueblo, pero es al descubrimiento del Santuario Histórico de Machu Picchu a quien debe su origen. Se levantó a toda prisa para hospedar a decenas de miles de turistas de todo el mundo que nos acercamos hasta allí atraídos por las imágenes que proyectan la grandeza de sus paisajes y el misterio de sus ruinas.





La afluencia masiva y el crecimiento desmedido de la población se manifiestan en el caos urbanístico. En torno a un puñado de calles con nombres que rememoran la historia de la civilización incaica, pero sin ningún rasgo distintivo de ella, se arraciman modernos hoteles y restaurantes variopintos que dan a la ciudad un falso aspecto cosmopolita. La proverbial armonía de la civilización inca con la naturaleza se ha hecho añicos en el fondo del valle. Pero no es justo ensañarse con una ciudad que, como todas las del mundo, se afana por progresar, ni tampoco se me ocurre cómo podrían dar cabida en ella a las avalanchas de turistas que atestamos sus calles.

Llegamos al atardecer aunque a juzgar por la escasa luz pareciese de noche. Distraído por el bullicio que nos rodea he tardado en darme cuenta que la oscuridad es más profunda en el valle que en las cimas de las colosales montañas que lo rodean. Sobre la ciudad se yerguen intimidatorias las siluetas de las montañas donde moran los apus, recortadas por la luz crepuscular que tiñe el cielo de púrpuras apagados. Apenas bastaría un leve parpadeo de Pachacámac, el Señor de los Temblores, para que todos pereciésemos bajo los escombros como los filisteos que se burlaron de Sansón encadenado en el templo; pero los apus tutelan a sus habitantes y los bendicen con las aguas de sus cumbres con las que riegan sus campos.
En la cafetería del Hotel Mapi, donde nos alojamos, nos reencontramos después de dos días con Adriana y Salvador, otro matrimonio argentino con el habíamos compartido buena parte de nuestro viaje peruano. Ellos estaban de vuelta de Machu Picchu y nos contaban maravillas. Antes de acostarnos dimos un paseo con ellos por las calles abarrotadas de gentes procedentes de todo el mundo. Ruido y luces de neón nos acompañaron. En la plaza principal una estatua dorada de Pachacútec con todos los atributos del Sapa Inca nos dio la bienvenida aunque, sinceramente, no creo que lo hiciese de buena gana si supiese que debajo de su monacal retiro le han montado un ruidoso chiringuito donde suena a todo volumen el “Despacito” y se expiden pizzas y hamburguesas a tutiplén.

                           




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