Festividad de la
Inmaculada Concepción, un grupo de amigos acudimos puntuales a la cita a la que
esta celebración nos convoca cada año para pasar unos días juntos en algún
lugar fuera de casa.
Este año el
destino es desconocido para todos, incluso casi para mí que fue quien lo
propuso, porque hace más de un cuarto de siglo que tampoco visito los Campos Góticos, en la comarca
de Tierra de Campos, en Palencia.
A la hora de elegir el lugar titubeo, consciente del reto
que supone abordar un terreno difícil, una amplia llanura desprovista de árboles y sin más relieves reseñables que los propios de las espadañas que coronan las iglesias y las altas torres de las catedrales que abundan en la zona. Paisaje monocromático, con dominio absoluto de los ocres y las manchas amarillo-blanquecinas de las
parameras, austero como corresponde a Castilla, sin spas ni núcleos importantes
de población próximos por donde pasear cuando la noche invada prematuramente las
tardes del agonizante otoño de diciembre, sin embargo, sabía que cuando las tinieblas ceden a la luz del día, los "Campi Gothorum" que otrora acogieran a los godos, nos mostrarían los encantos desparramados por los sembradíos de las tierras de pan llevar.

La temprana y apasionada historia en un territorio incierto hollado por los cascos de los caballos de ejércitos invasores y después por los silenciosos pasos de los peregrinos nos legaron un rico y variado patrimonio cultural puesto de manifiesto en los numerosos restos arqueológicos, iglesias, pequeñas catedrales rurales cuajadas de obras de los mejores artistas de la época, sin minusvalorar ese otro patrimonio menos grandilocuente pero no por ello menos hermoso, que constituyen sus pueblos, sus casas, sus gentes y su gastronomía.


La temprana y apasionada historia en un territorio incierto hollado por los cascos de los caballos de ejércitos invasores y después por los silenciosos pasos de los peregrinos nos legaron un rico y variado patrimonio cultural puesto de manifiesto en los numerosos restos arqueológicos, iglesias, pequeñas catedrales rurales cuajadas de obras de los mejores artistas de la época, sin minusvalorar ese otro patrimonio menos grandilocuente pero no por ello menos hermoso, que constituyen sus pueblos, sus casas, sus gentes y su gastronomía.
La ruta que
diseñé la hice sobre dos vías transversales que dibujan un crucifijo en el
pecho de Palencia: el Canal de Castilla, que forma el eje Norte-Sur, y el
Camino de Santiago que cruza la provincia de Este a Oeste. En el centro de la
encrucijada, Frómista, el sitio que alguien definió tan acertada como
poéticamente como el lugar donde se cruzan los Caminos de la Fe y la Razón, en
alusión al camino espiritual trazado desde la Edad Media sobre la vía jacobea y
a esa impresionante obra de ingeniería ilustrada del s. XVIII que es el Canal.
Iglesia visigótica de S. Juan Bautista

Parapetada entre un nudo de carreteras que no se resisten a la vista de águila del GPS que dirige nuestros vehículos desde el espacio con precisión de misil, llegamos a las puertas de San Juan justo a tiempo de la primera visita guiada a la iglesia. El primero de los muchos suspiros de satisfacción que me saldrán a lo largo del viaje, emerge del fondo de mi pecho nada más descender del coche, al contemplarla frente a mí, a escasos metros, con sus volúmenes geométricos recortando con toda nitidez el gris de la mañana. En la mitad de una pequeña pradera exenta de construcciones perniciosas que impidan la vista en su totalidad, luce como un joyero de orfebre por sus dimensiones modestas y bien proporcionadas. Me acerco con emoción a ella sin apartar la vista del conjunto. Un elegante arco de herradura esculpido con luces y sombras, muestra el camino de acceso a través de una imaginaria y desproporcionada cerradura adornada sutilmente en la base del arco con flores enmarcadas por círculos tangentes que se extienden como un discretísimo festón por las paredes interiores y exteriores de la iglesia. Capiteles y celosías caladas en los ventanales participan del fino bordado que tejieron los canteros de rudas manos sobre las piedras, en un lejano s. VII cuando uno de nuestros últimos reyes godos, Recesvinto, se recuperó de sus dolencias del riñón al beber del agua que brotaba de una fuente, que todavía hoy persiste. Agradecido, ordenó erigir en el mismo lugar que siglos antes ocupase un templo dedicado a Esculapio, dios romano de la Medicina, una iglesia dedicada a S. Juan Bautista como consta en una lápida del interior.




El interior es un espacio recogido, de una sencillez sin límites, con muros desprovistos de adornos salvo la fina cenefa que los recorre. Los protagonistas son los mismos elementos constructivos: arcos de herradura, columnas de mármol procedentes de asentamientos romanos próximos, sólidas bóvedas de cañón y, sobre la mesa del altar, una preciosa corona votiva, singular obra de orfebrería hecha con oro y piedras preciosas, réplica de la original que se conserva en el Museo Arqueológico de Madrid, de la que penden las letras con la leyenda de Reccesvinthus Rex Offeret y una cruz en el centro para honrar a Dios.
Nadie salió de
la basílica sin extender la mano sobre la huella de una baldosa de barro
descubierta en el subsuelo del altar, y que según la guía pertenecía al
mismísimo Recesvinto y a la que la tradición atribuye buena suerte a aquel cuya
palma encaje en ella. Lo que nos regalaron aquellas tierras los días venideros,
atestigua la certeza de la leyenda, además de darnos la oportunidad de
estrechar la mano de aquel rey godo de aspecto desaliñado, abundante cabellera
y barba de profeta loco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario