Camino a Calahorra de Ribas, nos sorprendió un revuelo de rapaces sobre
nuestras cabezas. Pareciera que aquel torbellino de picos y afiladas garras se hubiesen
puesto de acuerdo para abandonar todos a la vez sus nidos en los sotos que
bordean la fértil vega por la que circulábamos, encajada entre los meandros del
río Carrión y el Ucieza, quizás
para dar caza en campo abierto a un ejército de roedores, invisibles para
nosotros, que aprovechando la caída de
la tarde apurase las últimas mazorcas de los maizales recién cosechados.
Con el mismo interés que aquellas aves de presa acechaban la
tierra desde las alturas, yo escudriñaba el horizonte en busca de indicios de la
iglesia de Santa Cruz de la Zarza. Por suerte para un miope como yo, la silueta
del antiguo monasterio es más grande que un ratón y pronto emergió del llano erguido,
impresionante, como un gigante de múltiples ojos rasgados en vertical, los mismos
que los inconfundibles ventanales góticos que horadan sus muros.
Tomamos el camino que sale de la carretera comarcal en dirección a
una finca particular donde se encuentra el viejo monasterio fundado en el s. XII por los monjes premostratenses y aparcamos junto a
él. Desde sus pies contemplamos la figura del coloso de piedra de 900 años al que
el tiempo y el abandono más infame van arrancándole la vida a pedazos. Los
escombros se acumulan en la base de sus
sólidos muros conforme los extirpa la gangrena que se extiende imparable por
las naves, el crucero, el ábside, la torre… Todo está amenazado mortalmente.
Los nidos de las cigüeñas se han enseñoreado del campanario y los tejados, las
palomas del interior, la maleza trepa al asalto sin encontrar resistencia
en su avance. Cuesta trabajo creer que sea posible tanta desidia, inoperancia,
dejadez, incuria. Paseé incrédulo por su contorno contemplando la
belleza sublimada por la lástima que me despertaba el abandono en que se
encuentra sumida la iglesia.
En un brazo exterior de la planta se abren dos pequeños y sugerentes
ventanales abocinados rematados por arcos de herradura ajenos a la estética y época
del edificio. Junto a ellos, en el muro de la nave lateral, un arco de reducidas
dimensiones cobija una portada medio obstruida por cascotes de sillares
amontonados en su entrada. Me asomé por el hueco que quedaba entre las piedras y
lo que vi me dejó estupefacto. Ante mis atónitos ojos se abría en la
semipenumbra una enorme nave, de paredes desnudas alzándose a las alturas a
través de arcos apuntados y bóvedas con nervaduras. Un silencio de cementerio
reinaba en su interior.
Sin que pudiesen evitarlo mis amigos me interné dentro, no sin
dificultad, por aquel agujero que me llevó a la base de un retablo. Atraído por la luz de los ventanales y las
estilizadas líneas del ábside que cubren el altar mayor, avancé incrédulo hacia
él dejando un reguero de huellas sobre el polvo que quedó bajo las losas, ahora
desaparecidas, del piso. En el centro se mantiene en pie el ara del sacrificio
cubierta de excrementos de palomas y a sus pies una tumba abierta, sin tapa, quizás
profanada, que simboliza la perfecta metáfora del olvido. Y entonces me dio
por pensar si no sería aquel polvo esparcido por todo el recinto sagrado el de
los propios monjes que durante siglos allí recibieron sepultura. Me asomé de
nuevo por el hueco y convencí a los amigos que pasaran adentro. En el fondo me
sentía mejor estando acompañado en aquel lugar.
Los sentidos alcanzaron el paroxismo cuando entramos en la sala capitular,
una auténtica joya del protogótico construida a finales del s. XII o comienzos
del s. XIII, catalogada por muchos expertos como una de las mejores de España. No
resulta difícil imaginar, entre aquel bosquecillo de columnas, a los monjes reunidos
con el abad discutiendo sobre las reglas de su orden y otros asuntos más
terrenales. Dios no ha abandonado totalmente ese lugar cuando la sala todavía se
conserva en bastante buen estado. Desde las cuatro columnas centrales se
despliegan en todas las direcciones racimos de nervaduras por las bóvedas dando
aspecto de palmeral de piedra al espacio. Esculpidos en los capiteles se abre
un mundo de fantasía y realismo en el que conviven guerreros combatiendo a
caballo entre sí o con dragones, leones atrapados en intrincados entrelazados
de vegetación, arpías, grifos y otros seres fantásticos, hojas de acanto, piñas
o flores. Un mundo complejo de símbolos surgido de la imaginación febril de una
época que quiso escribir en piedra un mensaje indeleble que ha sobrevivido al abandono, las catástrofes naturales, las guerras y las desamortizaciones pero que se enfrenta al peor de los retos: la incapacidad de nuestros políticos por preservarlo de la destrucción total.
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