Tras estrechar
cordialmente la mano de Recesvinto, deseosos de atraer la baraka que la leyenda
le atribuye a aquellos a quienes encajen sus dedos en la huella del rey godo,
nos despedimos de él y, con la suerte inoculada entre los dedos, partimos hacia
Villamuriel de Cerrato.
A escasos
kilómetros, tras sortear un laberinto de carreteras alcanzamos el puente románico
que atraviesa el río Carrión, que conduce directamente a las puertas de la
ciudad anunciada desde lejos por la poderosa torre de la
iglesia de Santa María la Mayor, que por su porte diríase construida más para llamar
a la guerra que a los oficios religiosos.

A escasos tres
kilómetros, en dirección sur del casco urbano, se encuentra Soto Albúrez, un
paraje que queríamos visitar. Tiene el inconveniente para los forasteros
que el acceso es a través de inciertos caminos de tierra carentes de una adecuada señalización. Preguntamos a un
paisano de avanzada edad y tras advertirnos que allí no había nada de interés
nos indicó como llegar. En las bifurcaciones bastaba con tomar siempre el
camino de la derecha. Rebasamos un voluminoso rimero de remolachas amontonadas
en la linde de un campo y al poco asomó por la derecha una larga línea de chopos
que supuse iban escoltando las aguas del Canal de Castilla.
Aparcamos junto
a una pequeña área recreativa y sin esperar a que los demás bajasen del coche me
dirigí al Canal. Quería asegurarme antes que nadie si la elección había sido
acertada o no. Lo que vi me satisfizo tanto que me apoyé en el pretil de la
presa. Un profundo suspiro de satisfacción escapó de mi pecho. ¡Qué maravilla! Allí
estaba la triple esclusa de Soto Albúrez alimentándose de las aguas que
emergían de la niebla avanzando lentamente entre los juncos de la ribera para
precipitarse por ella en cortas pero vistosas colas de espuma y delicadas
cortinas de agua. Una profunda hendidura surcaba la superficie de la tierra,
justo en un desnivel del terreno entre una loma y un llano. Los bordes de la cicatriz
habían sido cuidadosamente cauterizados por
los alarifes con sillares de caliza cortados a cartabón, dejando a ambos lados
estrechas sendas bien enlosadas que se asomaban al fondo del cauce sin mediar barandilla
alguna.

Cuando
planifiqué la visita al Canal consideré visitar solo los lugares más
emblemáticos ante la imposibilidad de recorrer los 207 kilómetros que suman los
tres ramales que lo conforman (eso queda pendiente para otra ocasión y otro
tipo de viaje) y Soto Albúrez era uno de ellos. La peculiaridad es que solo
aquí pueden verse juntas los dos tipos de esclusas que se construyeron en esta
increíble obra de ingeniería destinada a facilitar el transporte de los
cereales de Castilla al puerto de Santander para su exportación. Las primeras y
más antigua tienen forma oval, siguiendo un diseño de Leonardo da Vinci. Quizás
fuese el espíritu del genial florentino el que hizo posible hacer algo tan
bello de una cosa tan simple. Al ensanchar el centro, este tipo de esclusas permitían
el paso simultáneo de dos embarcaciones pero la ejecución de la obra era más
lenta y cara por lo que acabaron siendo sustituidas por otras rectangulares de
menor coste y construcción más rápida, cuando el Canal se privatizó en el s.
XIX ante la imposibilidad del Estado de seguir costeándolo. Una vez más la
estética se doblegó a lo funcional pero afortunadamente de un total de 49
esclusas, nos quedaron 34 ovales y las 15 restantes, rectangulares. Juntas salvan un
desnivel de 150 metros después de sortear numerosos accidentes del relieve, como
arroyos y ríos, que hicieron necesario construir puentes e incluso acueductos como el de Abánades sobre el río Pisuerga.
Regresamos a
Villamuriel e hicimos un alto para comprar pan y visitar la iglesia de Santa
María. Exteriormente es una mole donde se encajan elementos de diferentes
estilos, desde su bella portada románica del s. XIII a las elegantes
escaraguitas o garitas ornamentales del S. XV adosadas a su muro, sin embargo,
para mí, lo más destacable es el magnífico cimborrio octogonal que corona el
crucero, rematado por doble hilera de ventanales. Técnicamente era muy
complicado para la época elevar a tanta altura un volumen semejante. Otras
iglesias lo intentaron y se vinieron abajo. En el interior se despliega un
bosquecillo de sólidos pilares y columnas adosadas, arcos tímidamente apuntados
que anuncian la irrupción del nuevo estilo, el gótico, que en poco tiempo
causará furor por toda la Cristiandad.

Obviamente, una
obra así necesitaba una financiación muy solvente. ¿Quién podría haber estado
tras ella? Descubrí la clave casualmente, observando un segmento de arco que
arrancaba del mismo muro de la iglesia. Curioso por saber adónde llevaban los
restos de esa portada semidestruída y abierta a la nada, pregunté a unos
vecinos que se encontraban junto a mí. Uno de ellos me dio la respuesta. En ese
lugar hubo un palacio que sirvió durante siglos de residencia a los obispos de
la diócesis de Palencia hasta que los Comuneros, en guerra abierta con el
recién nombrado Carlos I, lo arrasaron en 1520 por venganza contra el obispo
que allí habitaba, fiel partidario del rey y representante del poder opresivo del señorío
episcopal que ejercía sobre el pueblo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario