Compramos un
buen pan de aceite en Villamuriel y reanudamos camino hacia El Serrón, a las afueras de
Grijota, convencido de antemano que a poco que se pareciese a Soto Albúrez, sería un lugar
ideal para comer .

Apenas cruzamos
un descampado lleno de viguetas de cemento y montones de ladrillos cerámicos
rotos, fuimos a dar de bruces con una de esas sencillas edificaciones que se construyeron
a lo largo del Canal y, aunque a su lado se erigía la mole de una harinera calcinada, su sola presencia disipó el mal augurio como por obra de encanto. Una construcción rectangular de una sola planta y muros de ladrillo reforzados en
las esquinas, zócalo, puertas y ventanas con sillares de caliza bien labrados, le
daba un porte dignísimo de obra de Estado, testimonio del buen gusto de una
época y del trabajo bien hecho de aquellos hombres ilustrados.
Anclado a tierra
firme por la popa, el resto del edificio parece flotar sobre el estanque como un barco de piedra
con cubierta de tejas. A babor y estribor se conservan las
argollas donde en mejores tiempos los marineros de tierra adentro ataban las amarras en un trajín continuo de idas y venidas
de sus embarcaciones.
Pletórico, respiré hondo y me dispuse a disfrutar de nuevo de aquel espectáculo de
piedra y agua bendita. El Serrón toma las aguas del Ramal de Tierra de Campos
para alimentar con ellas al Ramal Sur. Sus aguas se acunan recién nacidas en
la triple esclusa y buscan el camino del sur para ir a morir a la dársena de Valladolid.
El cauce, contenido por la presa, se ensancha hasta convertirse en una pequeña laguna rodeada de juncos y carrizo entre los que numerosas aves nidifican y encuentran cobijo a los ataques relámpagos de las rapaces que surcan el limpio cielo de Castilla.
Desplegamos un
surtido de embutidos sobre el sólido bloque de piedra que antaño sirvió de
soporte para el cabestrante que abría las compuertas de las esclusas. Mi
afilada navaja, de curvas cachas como la de un bandolero de Sierra Morena,
cortaba con tajos limpios una barra de chorizo picante. La ocasión merecía un
descorche de un crianza Beleluin 2012 para
hacer honor al lugar. Con él en la mano, me dirigí a la presa convertida en
súbito altar y, desde lo más alto, bendije a aquellos hombres que siglos atrás sajaron
la seca tierra castellana para llenarla, en un segundo acto de Creación divina, de agua y peces, fuente de vida.
Nuestro vino encontró allí mismo digna sepultura.
Resulta extraño
contemplar un mundo marinero en mitad del llano, sin embargo, hubo una época en la que una flota de más de 300 embarcaciones de
transporte surcaban los desérticos secarrales de los campos castellanos
acarreando prosperidad a los pueblos y sus gentes, tanta que, en algunos casos,
hubo ciudades como la de Medina de Rioseco que recién terminadas las obras del
Canal estrenaron teatros, parques públicos y hasta plazas de toros.
Cuando nos despedimos del Serrón, las silueta de un chopo solitario y la casa del esclusero se reflejaban sobre las aguas remansadas de la laguna. El sencillo edificio que nos recibió anclado en la ribera, construido para albergar en su interior las ruedas de piedra de un modesto molino harinero o las sacas de trigo de un almacén, con los años había adquirido el porte señorial de un palacio veneciano asomado presuntuosamente al espejo que cada día le tiende a sus pies el Canal. Pasé los dedos sobre sus piedras para compartir con él la baraka de Recesvinto y tras desearle larga vida, partimos.
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