Sábado, 12 de
noviembre, tras el vaho de la ventana se abre un cielo límpido que invita a saltar de la cama y correr al
campo a disfrutar del otoño. Al calor de las sábanas buscamos un lugar
atractivo con la sola condición de que no esté demasiado lejos de Madrid. Me viene a la cabeza la
sugerencia de un amigo, el Castañar de El Tiemblo, en Ávila. Sólo está a 90 kilómetros por la Carretera de los Pantanos, así llamada por los
embalses que salpican el curso del río Alberche en ese tramo. Echamos un rápido vistazo a internet y
vemos imágenes cautivadoras de un atractivo paisaje otoñal que termina por decidirnos y, por si fuese poco, se describe una
ruta pedestre de hora y media que pareciese haber sido diseñada especialmente para mi rodilla artrósica.
No lo pensamos más y, en un pispás, preparé un buen almuerzo para disfrutarlo
en la NATURALEZA, con mayúsculas, como después pudimos comprobar.
Por la comarcal
M-501 que une Madrid con la extremeña Plasencia nos presentamos, en
apenas una hora, en El Tiemblo. Llegar al Castañar, a unos 8 o 10 kilómetros de
distancia de la localidad, no presenta ninguna dificultad en otoño: basta seguir la caravana de coches que allí se dirige. A la salida del pueblo, entre las
últimas huertas, nos topamos con un control de acceso a la pista forestal que
conduce al bosque. Hay que pagar seis euros por coche y dos por persona para
acceder a aquel paraje. Supuestamente la recaudación es para mantener en buen estado el castañar, aunque si de verdad pensasen tanto en el medio ambiente, la primera medida que deberían tomar sería prohibir el
acceso hasta él con vehículos privados y reforzar el autobús que cubre la ruta.
Pasado el peaje cambiamos el asfalto de la carretera por el piso de tierra y el polvo de la senda. A la izquierda, varias decenas de metros abajo, las aguas del Arroyo de la Yedra refulgen como navajas recién afiladas a la espera de ser desembalsadas del pequeño pantano del Linar del Rey y continuar su curso encajonadas por una estrecha garganta que se abre paso entre zarzas y truchas hasta el río Alberche, de quienes son tributarias.



La romería de domingueros se detuvo unos pocos kilómetros más allá del pueblo a causa de un vehículo parado en mitad del camino que impedía la circulación. Yo estaba en esa cola, 12 o 14 coches más atrás. Acostumbrado a los atascos de la ciudad no le di importancia y esperé pacientemente hasta que aquella situación empezó a prolongarse más de la cuenta. Presté atención y fue entonces cuando descubrí la silueta de una mujer que se agitaba nerviosa al volante de aquel coche que avanzaba un paso y retrocedía dos. Los más próximos reculaban prudentemente temerosos de ser embestidos. Era evidente que el coche se le calaba y la cuesta dificultaba su salida. Cada vez que ponía en marcha el motor, éste, con un gran hipido, se volvía a parar. Bajé dispuesto a ayudarle y a la altura de la ventanilla me quedé sorprendido al ver el automóvil lleno de chinos. Delante dos mujeres jóvenes, detrás tres niños. La conductora, a petición mía, me dejó intentarlo, así es que arranqué y el coche echó a andar. Por señas indiqué a mi mujer que nos siguiese, al fin y al cabo, los adoradores del dios Otoño peregrinábamos todos al mismo templo. La comitiva, que en ese momento era legión, se puso en marcha. La atribulada oriental me explicó que hacía pocos meses que se había sacado el carnet de conducir y que no tenía mucha experiencia. El viaje fue corto pero entretenido, con los niños alborotando detrás, quizás repuestos del susto y seguros de las manos de aquel extraño que manejaba el volante. Y así, en compañía tan inesperada, llegamos a la “montaña de las castañas” como le llamaban aquellos simpáticos críos al honorable castañar. De Jiaqi, Jiuyu y la pequeña Sofi me queda esta fotografía como recuerdo de aquella tropilla de críos de cara redondita y ojos rasgados.
Nada más poner
el pie en aquel lugar supimos que estábamos en un espacio privilegiado. Ladera
arriba, un denso arbolado de castaños de rectos troncos y ramas semidesnudas cubrían
el suelo con el pardo intenso de la hojarasca y los helechos. Emprendimos el
camino sin prisas, dispuestos a disfrutarlo, por una senda que transcurría
paralela a un arroyo seco. Mucha gente hurgaba con palos entre las hojas secas
buscando castañas en abierta competencia con los hocicos y patas de los
auténticos pobladores del bosque: corzos, jabalíes, ardillas,…. Movidos por la
curiosidad de cómo sabrían, nos apartamos del sendero y, en una vaguada cubierta de piedras encontramos
tantas que en pocos minutos nos llenamos los bolsillos contribuyendo así
al saqueo impúdico del aquel supermercado al aire libre donde los animales
tienen su despensa.
Esparcidos entre
los castaños más jóvenes se yerguen túmulos con troncos recubiertos de musgo y líquenes, arrasados por los siglos y tan bien mimetizados con la tierra que parecen auténticas rocas. Son restos de
árboles centenarios que, por su volumen de varios metros de diámetro, debieron
ser coetáneos al menos de Cristóbal Colón. Sus reliquias son custodiadas por
retoños que crecieron de los rebrotes del pie de aquellos auténticos pater familias y que hoy gozan de una
saludable juventud alimentada por la savia heredada de sus gigantes
antepasados.

Los tocones de aquellos formidables titanes son verdaderas esculturas al aire libre talladas por el mejor imaginero conocido, un hombre viejo, de cuerpo fibroso y largas barbas blancas, al que llaman Tiempo. Entre el realismo y la fantasía las siluetas fueron tomando cuerpo con cada golpe de gubia. Sus encallecidas manos desbastaron con paciencia infinita todo lo superfluo hasta dejar al descubierto el alma que habitó en lo más profundo de sus troncos. Las raíces afloran en la superficie como ánimas en pena que salen de sus sepulturas a la llamada de las trompetas apocalípticas del Juicio Final. El bosque parece poblado por seres fantasmales que se asoman por las cavidades de sus esqueletos o cabalgan a lomos de lagartos prehistóricos. El bosque encantado está tan poblado de seres como larga es nuestra imaginación.
Buscamos un
lugar tranquilo donde almorzar. Lo encontramos al pie de unos robles cuyos
frutos esparcidos por el suelo son más amables que las vainas erizadas de
espinas que recubren las castañas. Sobre un mantel de mullidas hojas extendemos
las viandas más suculentas: una buena tortilla de patatas con mucha cebolla, un
taco de jamón, buen queso manchego de mi tierra y una botella de vino rioja, garnacha
Beleluin, dote de mi mujer.
A nuestro lado
el tronco de un árbol semicaído se apoya agonizante en la rama de otro. Me
vino a la cabeza la imagen de la Piedad de Miguel Ángel, con la Virgen
sujetando en su regazo el cuerpo muerto de su Hijo. La Naturaleza es pródiga en
obras de arte y pueden encontrarse a cada paso.

Apuramos la botella y seguimos camino en busca del Abuelo, un castaño, con más de medio milenio que alza su porte sobre sus raíces a 20 metros de altura sobre las bóvedas de las hojas del bosque. Creció a la par de las catedrales góticas pero sus muros se hicieron de corteza, su planta surgió de una semilla, sus cimientos forjados en raíces, sus arbotantes de sólidas ramas. Todavía hoy sigue floreciendo en primavera y dando frutos en otoño aunque con los años se haya convertido en un viejo gruñón de rostro irritado, mirada torva y barba revuelta pero, a pesar de su rostro ceñudo, este asustaniños tiene buen fondo y no dudó en abrir su tronco en canal para acoger en su seno un hato de ovejas o una partida de bandoleros en una fría noche de invierno.
Caía la tarde en la "montaña de las castañas" y partimos sin pena sabedores que el Abuelo
no se quedaba solo; a escasos metros le hace compañía un soberbio pino tan alto como un campanario y, junto a la Garganta de la Yedra, por donde se van despeñando alocadamente las aguas cantarinas del arroyo, un añoso
castaño extiende su poderosa rama con forma de nariz de elefante. Siento unas irrefrenables ganas de besarlo. Mis
labios abrazan la corteza rugosa, refugio de arañas e insectos, y deposito en ella un beso tierno y largo. En la boca me queda un ligero sabor a madera seca y en el alma la satisfacción de haberlos conocido.
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