miércoles, 31 de mayo de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXVII: en el corazón del Valle Sagrado, Yucay la seductora.

9:39

Con la visita al Museo Inkariy dieron por concluida la jornada turística aunque todavía quedaban algunas horas de sol. Nos distribuyeron por varios hoteles según las agencias contratadas por cada uno. El nuestro estaba cerca de allí, en Yucay, un pueblo de apenas 3.000 habitantes que pese a su escasa población actual, en la época prehispánica conoció tal desarrollo que alcanzó la categoría de capital del Valle Sagrado. Quizás debido a que en el programa solo estaba previsto pernoctar una noche no me tomé las molestias de informarme previamente de aquella localidad, gran error pues de haberlo hecho, solamente su nombre, que en quechua significa seducción o encanto, me hubiese puesto sobre aviso del interés de aquel lugar. Un descuido por mi parte que afortunadamente en algo pudo corregir el azar y mi propia incapacidad de quedarme en la cama una vez amanecido. 

 



Nos acomodaron en el hotel la Casona de Yucay, el más lujoso de todos los hoteles en que nos hospedamos en nuestro viaje por Perú. Era más de lo que podíamos esperar pues, no en vano, en él fue alojado también por una noche, casi 200 años antes, en 1823, un ilustre huésped llamado Simón Bolívar, de sobrenombre el Libertador y de profesión caudillo de la independencia hispanoamericana. Desde los balcones que dan a la plaza de Manco Cápac II, con el frondoso pisonay por testigo en el centro de la explanada y a un costado la iglesia colonial, arengó a la población para incitarla a la rebelión. Un año después los insurrectos se hicieron con el poder tras las batallas de Junín y Ayacucho y se declararon independientes. De su estancia allí fui oportunamente informado por una hojita plastificada que había sobre la mesita de noche que, sin duda, buscaba prestigiar el establecimiento.



Pero el hotel tenía por sí solo sus propios méritos aparte de los meramente históricos que podrían hacer del lugar un destino de peregrinación para los bolivarianos; y me refiero no solo a los de su idílica ubicación entre imponentes montañas y el río sagrado Vilcanota, o los propios de un hotel con instalaciones y servicios de lujo, sino a los de su atractiva propietaria Paty, que nada más vernos en recepción nos invitó a participar en una celebración familiar que daban en los jardines de la hacienda. No recuerdo qué acontecimiento festejaban; mi mujer declinó la invitación pero yo acepté encantado y compartí conversación y unas copas de buen vino peruano con aquellos criollos acomodados por los que no circulaba ni una sola gota de sangre indígena a juzgar por sus facciones y fisonomía típicamente europea.

 


Como todavía faltaban algunas horas para caer la noche aprovechamos para acercarnos al vecino pueblo de Urubamba (que comentaré en el siguiente capítulo) y dar un paseo por la plaza de Manco donde un edificio bien conservado, a escasos metros del hotel, con trazas externas de palacete inca nos llamó la atención. Preguntamos a Luis, el atento botones que se prestó de inmediato a acompañarnos. Estaba cerrado pero llamó a la puerta de un vecino que hacía de guía. Creo que era domingo y el buen hombre, a pesar de ir algo bebido, nos explicó que se trataba de una residencia de descanso para los incas del Cusco en su desplazamiento a Machu Picchu. Luego me enteré por Google que se trataba del palacio del Inca Sayri Túpac al que los españoles sacaron con engaños del reducto montañoso de Vilcabamba, no muy lejos de allí, donde los incas sublevados se hicieron fuertes frente a los conquistadores, a cambio de renunciar al  Tahuantinsuyo y de ofrecerle grandes propiedades y riquezas en Yucay. Se las dieron, sí, pero también la muerte, como a su padre Manco Cápac II y, más tarde, a su descendencia. De nada le valió bautizarse y convertirse al catolicismo. Jesús resistió las tentaciones de Lucifer porque disponía de mucho más de lo que le ofrecía el diablo pero el Inca Sayri, también en su condición de hijo del dios Inti, el dios Sol, se dejó engañar por aquellos aprendices de Satanás y rindió su reino por un plato de comida envenenada que le mató años después.

 





Sobre su palacio no se sabe a ciencia cierta qué finalidad tuvo pero las investigaciones parecen inclinarse por una función de recinto astronómico, dada la perfecta orientación hacia los cuatro puntos cardinales, la precisión del alineamiento de los astros en los equinoccios y solsticios respecto a su estructura e incluso la reiterada decoración que da la suma de 13 meses lunares de 28 días. El argumento parece bastante razonable máxime sabiendo el valor de la astrología para determinar los ciclos agrícolas en una tierra tan feraz como la de Yucay.


Desde que despertamos al amanecer hasta las 8,30 que vendría a buscarnos el guía, disponíamos de casi tres horas, demasiado tiempo para dos almas inquietas que les gusta disfrutar cada minuto del viaje. Nos levantamos decididos a dar un paseo por el pueblo que la noche anterior, por la escasa iluminación, no habíamos tenido ocasión de conocer. La suerte quiso guiar nuestros pasos hacia sus afueras. Dimos la vuelta por detrás del palacio del desgraciado Sayri Túpac y siguiendo el rastro del caserío más tradicional nos encontramos con una acequia construida enteramente de piedras que bajaba cargada de agua clara. Continuamos aguas arriba y apenas rodeamos unas casas nos encontramos de frente con un campo aterrazado, espléndido y muy bien cultivado que se escalonaba hasta las laderas de la cordillera.




 

Paralelo al cauce el camino se dirigía en derechura hacia el cono de deyección que formaba la conjunción de algunos torrentes al pie de las montañas, con la misma precisión que una flecha surca el espacio en busca de la diana. Anduvimos un par de kilómetros dejando atrás algunos caseríos de muy buena presencia y muros de tapial rematados con cactus de agudas espinas para proteger las propiedades, como es costumbre por aquellos lares según tuve ocasión de comprobar en varios sitios.

 



La acequia, conforme ascendíamos iba tomando proporciones de gran canal. En su interior se apreciaban tajaduras y desagües para desviar o canalizar el agua entre andenes, puentecillos para atravesarlos, piletas de distribución, en suma, un complejo y bien diseñado sistema hidráulico de época prehispánica que abastecía de agua de riego esas ricas tierras. Resultaban especialmente dignos de admirar los poderosos muros de los andenes, algunos de hasta 6 metros de altura, que llegaban hasta el camino. Construidos por enormes bloques de piedras daban una idea precisa del tremendo esfuerzo y capacidad de organización para levantarlos.



Pero el trabajo iba mucho más allá de la gradería pues previamente había que excavar las laderas, rellenar el fondo con grandes rocas que facilitarían el drenaje de la tierra, superponer sobre ellas piedras de menor tamaño para estabilizar el suelo y las plantas y, finalmente, rellenar todo con tierra fertilizada. Una impresionante labor de ingeniería hecha a base de miles de brazos durante años con el fin de aprovechar el último palmo de tierra que debería alimentar una, cada vez mayor, ingente población y controlar la erosión de las montañas. Con la llegada de los españoles buena parte de todo este sistema se desmoronó por falta de mantenimiento y de mano de obra, que los encomenderos habían detraído para llevarla en condiciones de casi esclavitud a las minas de oro y plata que resultaban más rentables a sus intereses que las cosechas de maíz o patatas.




Leyendo descubrí que dejamos sin ver un cementerio inca que estaba unos pocos metros más allá del final del camino, o la Portada del Sol, otra edificación prehispánica con función astrológica desde la que se pueden observar algunos fenómenos vinculados a los equinoccios y solsticios. El paseo fue corto pero nos dejó un gratísimo recuerdo de esta tierra elegida por los incas para descansar y recrearse con su clima benigno.


 

Al atravesar con las maletas el patio porticado del Hotel La Casona de Yucay mi vista se alzó inconscientemente hacia una de las puertas que se abrían a la galería superior, la misma que según el botones daba paso a la habitación donde Bolívar se aposentó; en la calle, mientras esperaba al autobús que nos recogería para proseguir viaje por el Valle Sagrado, miré hacia los balcones de la fachada queriéndome imaginar al Libertador. Lentamente acudió a mi mente la figura del prócer con gesto grave y rostro enjuto, enmarcado por largas patillas y frente despejada, emergiendo de una casaca con charreteras doradas. En el ambiente claro de la mañana brillaba el halo de gloria que sobrevive a los hombres heroicos y los convierte en inmortales.




viernes, 26 de mayo de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXVI: Museo Inkariy, el túnel del tiempo.

11:26

Son muy pocos los que habiendo leído algo sobre los incas no hayan sentido la curiosidad de conocerlos mejor. Conscientes de esto una familia de artesanos peruanos, con la asesoría de algunos arqueólogos, puso en marcha un interesante proyecto museístico en pleno Valle Sagrado. El objetivo era dar a conocer y difundir la historia del Perú precolombino entre los numerosos visitantes nacionales y extranjeros que tenemos la dicha de pasear por tan grandioso paisaje ¡y lo consiguieron con creces! Al menos para mí fue una lección magistral de Historia.


 


Inkariy da nombre al museo, y no por azar, pues con él quisieron traer a la memoria el mito del Inca rey Túpac Amaru I decapitado por soldados españoles en la plaza de Cusco. La leyenda que corre de boca en boca, cada una con su matiz según quien la cuente, como pude oír del joven limpiabotas cusqueño, relata que el Sapa Inca volverá a renacer de su propia cabeza para restablecer el Tahuantinsuyo y, con él, el orden interrumpido por los conquistadores.

   





El museo está a medio camino entre Pisac y Urubamba. Nos recibe en la puerta la imagen de un enorme dios andino, posiblemente Viracocha por los atributos que lo adornan. En este caso el divino Creador fue creado por las humanas manos de la familia Mérida, propietaria del museo. En torno a un patio con arbustos cargados de rojas flores de cantuta, la flor sagrada de los incas, se abren las puertas de ocho salas, cada una de ellas dedicada a alguna de las grandes culturas prehispánicas que antecedieron al actual Perú: Caral, Chavín, Paracas, Moche, Nazca, Wari, Chimú e Inca. En ellas se exponen con todo detalle las manifestaciones artísticas en las que destacaron: cerámica, orfebrería, tejidos... Pero si hay algo que impresiona por el realismo, la ambientación y la temática son las recreaciones, a escala real y en su propio hábitat, de las escenas más representativas de estas culturas: comitivas reales, ritos religiosos, ceremonias funerarias, fiestas rituales, actividades agrícolas o urbanísticas. Por ellas transitan soldados fieramente ataviados, sacerdotes de expresión severa, señores tribales ricamente ataviados, campesinos y artesanos con taparrabos, momias, danzantes o esclavos, modelados con la técnica del hiperrealismo en una atmósfera donde la luz se focaliza en los personajes, dejando el resto de la sala en una intimidatoria penumbra. Cantos chamánicos, notas de quenas y tambores, graznidos de aves, estruendos de truenos, el martilleo de un aguacero tropical, sonidos que te envuelven y te acongojan. Sentí como si hubiese sido abandonado en esas regiones ignotas por una máquina del tiempo que, tras romper las leyes físicas que rigen el espacio y el tiempo, me dejase expuesto junto con otros insensatos al albur de aquellos individuos con caras de poco amigos. Viendo estas escenas nadie objetivamente podría restar un ápice de valor a los conquistadores, insertos en un mundo tan hostil como ellos mismos pero considerablemente inferiores en número. Sólo su codicia desmedida pudo haberlos llevado tan lejos.
Afortunadamente al final de aquel túnel del tiempo nos esperaba un rico menú peruano en el restaurante de "La terraza del Museo". De la jarrita que adornaban la mesa con flores de cantuta, cogí cuidadosamente una de ellas y la dejé sobre mi plato. En aquel momento, ella simbolizó todo lo que hacía sentirme a gusto en aquella legendaria tierra de leyendas. ¡Qué menos que la flor nacional de Perú ocupase un sitio de honor en mi plato!


 

martes, 23 de mayo de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXV: Pisac, la puerta del Valle Sagrado

10:13

Todavía permanecían en la retina los colores de los tejidos de Awanakancha cuando llegamos a un mirador desde el que se contemplaba una imponente vista sobre el Valle Sagrado, un valle amplio y majestuoso por el que fluye el Willkamayu (“río sagrado”, en quechua), al que hoy llaman Vilcanota. Bendecido por Viracocha, dios creador del Universo, con el calor de los rayos del sol de su corona y la lluvia que brota de las lágrimas de sus ojos, la fértil tierra y la abundancia de agua lo convirtió en tierra de promisión del Tahuantinsuyo y, aún hoy, sigue dando muestras de su feracidad produciendo las mazorcas de maíz blanco más grande del mundo. No es de extrañar que en ese paraíso que se extiende por la llanura fluvial hasta los confines del Antisuyo, en los límites de la cuenca amazónica, haya numerosos yacimientos arqueológicos testigos silenciosos del intenso poblamiento de época prehispánica, muchos de los cuales tuvimos la dicha de visitar.

A los pies del mirador se encuentra Pisac considerada la puerta de acceso al Valle Sagrado. Traspasamos su umbral de la mano de Gamal Abdel Nasser, guía nítidamente peruano a pesar del nombre con el que su padre le bautizó , enajenado por la admiración que sentía hacia el ex presidente egipcio, padre del panarabismo y del socialismo árabe.
Sin detenernos en la ciudad colonial, el autobús inició un lento ascenso por la empinada carretera de tortuosas curvas que conducen al Parque Arqueológico Nacional de Pisac. Tras las ventanillas se extendía un paisaje pedregoso y reseco que contrastaba con la fértil planicie del valle. El conductor aparcó en un estrecho rellano para continuar a pie hasta la entrada del parque.
El conjunto arqueológico se distribuye en varios centros próximos entre sí, diseminados en un área de cuatro kilómetros cuadrados. Su visita nos hubiese llevado un día entero pero al no disponer de ese tiempo solo pudimos visitar uno de ellos; el resto, como el Intihuatana o Templo del Sol con sus palacios y fuentes rituales, las viviendas del barrio de Pisaqa asomadas al vértigo del valle, construidas siguiendo el contorno de la montaña, restos de murallas, torres cónicas y los graneros o colcas, quedaron pendientes para el próximo viaje a Perú ahora que ya nos acostumbramos a caminar por las alturas.

En su lugar visitamos el poblado de K’allaQ’asa, el más grande de todos, situado a mayor altitud y con bonitas vistas sobre los impresionantes barrancos que lo circundan. En lo alto de la cima y por debajo de ella se desparraman edificios construidos con piedra irregular, que allí llaman pirca, por sinuosas callejuelas que ciñen su trazado a la geometría del relieve.

El mimetismo de sus barrios con el entorno es tan perfecto como el de una perdiz de la puna, que es exactamente lo que significa Pisac en quechua. Su presencia solo puede ser delatada a distancia por el amplio abanico que forman sus andenes de cultivo que bajan escalonados, como una monumental escalera, desde la cúspide hasta la base de la montaña salvando un desnivel de casi 500 metros.

Frente al poblado, al otro lado del profundo barranco excavado por un riachuelo, se alza una pared vertical de casi 100 metros de altura convertida en un inmenso cementerio inca. La vertiente, que cae a cuchillo, está horadada por millares de huacas o sepulcros indios que fueron profanados por los conquistadores y, siglos después, por los saqueadores de tumbas con el objetivo común de robar los objetos de valor que acompañaban como ajuar a las momias. Desvalijada la necrópolis,  miles de ánimas transitan por las tinieblas hacia el Más Allá sin más abrigo que el de los pobres harapos que sus pieles resecas como el charqui. Perceptibles desde este lado de la ladera, los agujeros practicados por profanadores sin escrúpulos  le dan al paisaje un irresistible hado de respeto y misterio, no exento de terror.


No habíamos terminado de alcanzar la cima cuando encontré a medio camino a Gabriel, un viejecito con facciones angulosas, nariz aguileña y rostro de cobre que estaba apostado junto a una pared de pirca. Ofrecía su imagen impecable de inca a las cámaras de los turistas a cambio de la voluntad. Tocado por un chullo y algunas prendas tradicionales sobre una camisa y un pobre jersey de lana de mercadillo, le pedí con desmedida deferencia que me permitiese hacerme una foto junto a él. El buen hombre aceptó y alcé mi brazo sobre su hombro como gesto de amistad para reparar en su persona el mucho daño que le hicimos a su pueblo en el pasado. Dejé unos soles en su mano y una sonrisa en su cara y proseguí mi camino lleno de felicidad seguro de haber conocido a un miembro de la panaca (familia) de un Sapa Inca, un auténtico descendiente del Sol.


La Pisac colonial, mandada construir en el valle por el virrey de Perú Francisco Álvarez de Toledo, sobre un plano de cuadrícula siguiendo el modelo de otras ciudades fundadas por los españoles en América, estaba inmersa en plena celebración de las fiestas del Carmen cuando llegamos al pueblo el 17 de julio. Es una festividad de gran importancia para los lugareños, fervorosos creyentes de la virgen que se apareció en una hacienda próxima hace poco más de un siglo. Las calles bullían de gente que habían acudido desde otras localidades atraídas por la devoción y los grandes fastos organizados para la ocasión. Mesas abarrotadas de cerámicas, tejidos y antigüedades ocupaban parte de la calzada principal del mercado que desembocaba en una espaciosa Plaza de Armas abalconada. Atraídos como los ratones del cuento del Flautista de Hamelín por la música que de allí provenía, llegamos a la plaza y quedamos sorprendidos ante el colorista espectáculo de danzas en honor a la mamacha Carmen, diminutivo cariñoso de madre en quechua, con el que se dirigen a ella en señal de respeto. ¿Dije virgen? bueno, en realidad debería decir vírgenes pues eran dos prácticamente iguales las que había expuestas sobre las andas situadas frente a la iglesia. Escribiendo estas crónicas me he enterado que la mamacha Carmen tenía una hermana gemela, que apareció también en el mismo lugar pocos años después. Cuentan que la propietaria de la hacienda habiendo sido despojada de la primera imagen, se negaba a quedarse sin la segunda a pesar de las insistentes peticiones del pueblo por dejarla salir de su casa. Y es aquí cuando una maledicente leyenda relata que la propia imagen “secuestrada” redacta de su puño y letra una carta en la que amenaza de muerte a la hacendada si no le deja ir al pueblo para visitar a su hermana el día de su onomástica. Ante tal rotundidad la asustada mujer cedió y desde entonces la virgen de Ayñas cada año baja al pueblo para acompañar a su hermana mayor. Una hermana con ese carácter no la quisiera para mí como cuñada.
 

La celebración del Carmen nos deparó sorpresas que no habíamos previsto, como la que encontramos en la Plaza de Armas de Pisac aquella soleada mañana. Grupos de comparsas con ingeniosos disfraces bailaban al ritmo de los estridentes acordes musicales que entonaban bandas a golpe de bombos, platillos, saxofones, quenas, acordeones y violines. Vestidos con una indumentaria multicolor cuajada de símbolos andinos, los danzantes, según explicaba el maestro de ceremonias a través del altavoz, representaban fragmentos de la historia de Perú con danzas de carácter ritual y ceremonial. En unas se rememoraban las victorias de los valerosos guerreros incas sobre otras etnias prehispánicas imitando con objetos y contorsiones el vuelo del cóndor, el zigzagueo de la serpiente o el salto del puma; en otras, a través de danzas selváticas los soldados luchaban contra bestias salvajes personificadas en gorilas de rostro fiero; el chasquido del látigo en manos de los capataces, fácilmente identificables por sus casacas, calzones cortos y sombreros de tres picos, representaba la opresión y maltrato y despertaba la animosidad de la plaza hacia los colonizadores; completaban tan rica escenografía esclavos negros celebrando su libertad, comerciantes de lanas imitando a las llamas o fingidas peleas con los diablos que serán inapelablemente derrotados.

Abandonamos la plaza de Armas sin hablar demasiado para no hacer reconocible nuestro acento español a los oídos de alguno de esos personajes enfundados tras un pasamontañas que, látigo en mano, ponían orden entre algún deslenguado borrachín que faltaba el respeto, para proseguir el recién iniciado viaje a través del mítico Valle Sagrado.