Satisfechos de haber visitado el milenario oráculo de Pachacámac regresamos a Lima con su imagen tallada en madera, copia fiel del ídolo original que se encuentra en el Museo. El envoltorio en viejas hojas de periódico no era digno siquiera para la copia de la que está considerada como una de las piezas más extraordinarias del Perú preincaico pero nos sirvió para protegerlo de las eventualidades del viaje.
Mientras escribo estas líneas lo tengo al alcance de mi mano. En su nueva morada no hay oro, ni las apreciadas y rarísimas conchas de “spondylus” que se encontraron cosidas en la puerta de su sancta sanctórum pero, a cambio, el viejo Pachacámac tiene ahora el amor que nunca tuvo porque siempre fue temido. Desde la altura que le proporciona el mueble que la abuela Paulina regaló a su nieta, podrá estar al tanto de las conversaciones familiares, sentir el calor de un hogar y la clara luz madrileña que nunca vio cuando estuvo preso de avaros sacerdotes que comerciaron con la fe de sus fieles cuando descubrieron que su imagen, toscamente tallada en un tronco, era un talismán que abría las puertas de par en par al poder y la riqueza. Ahora, en su nuevo oráculo del comedor de casa, sin intermediarios, sus oídos volverán a escuchar preguntas sobre nuestro destino de mortales y confesiones ocultas de los problemas que nos agobian. Pachacámac ahora vive en Madrid y es un miembro más de la familia.
Entre la atractiva oferta de museos que nos ofrecía Lima tuvimos que jugárnosla a cara o cruz para visitar sólo uno de ellos entre los varios que más nos interesaban. Limitados por el tiempo optamos por el Museo Larco Herrera donde se encuentra una valiosa colección de tesoros del antiguo Perú. Nuestro solícito taxista, Pablo de los Santos Sacramento, hizo un ademán de aprobación y esbozó una sonrisa pícara cuando nos puso sobre aviso que allí dentro íbamos a ver muchas escenas de sexo. “Eso está bien, le dije, a ver si aprendemos algo nuevo para nuestro repertorio”. No debí negociar bien el precio del taxi porque no parecía tener ninguna prisa por dejarnos y de nuevo se quedó esperándonos en la puerta del museo.
El Museo, situado en el distrito
limeño de Pueblo Libre, es un bonito recinto de paredes blancas con un patio
lleno de flores y un macizo de grandes cactus. Se levanta sobre una antigua
hacienda del s. XVIII de la época virreinal, que a su vez se edificó sobre una
pirámide precolombina del s. VII de la que no queda resto alguno. En el pórtico
de acceso nos ofrecieron agua fresca perfumada con cáscaras de naranja.
Nada más pasar nos encontramos con vitrinas abarrotadas de cerámicas cuidadosamente clasificadas por culturas precolombinas. Modelado y pintado, tejido, repujado o tallado los artesanos desplegaron sobre sus finas creaciones la rica cosmovisión que del mundo tenían las diferentes culturas que se extendieron del norte al sur de la costa peruana y por el interior de los Andes desde el 8.000 a.C.
Absorto en la contemplación de un “huaco” (1) con la cabeza de una dignidad sacerdotal con un tocado de ave, modelada sobre una botella con asa, quiso la casualidad que llegase a mis oídos una voz conocida. Levanté la vista y encontré a Suzzan Morales, la que había sido nuestro guía, con un grupo de personas dándoles detalles muy prolijos sobre una pieza del museo. Esa mujer sabía de todo, ¡qué envidia! La saludamos con alborozo, como si se tratase de una vieja amiga, y continuamos la visita por la sala que alberga la más famosa colección de arte erótico del mundo precolombino.
La colección está compuesta por números huacos eróticos que dejan poco margen a la imaginación ya que las escenas de sexo son muy explícitas. Arqueólogos y especialistas han aventurado todo tipo de teorías para explicar todo este desenfreno. Los guías y los carteles informativos recurren a interpretar estas escenas como escenas rituales o relacionadas con la dualidad del mundo, la fertilidad de la tierra, los ritos funerarios o ceremonias de sacrificio pero tras el argumentado razonamiento hay que reconocer que no resulta fácil mantener la cara de circunstancias o contener la risa ante el ajetreo amoroso de esos pequeños viciosillos de barro que se afanan en alcanzar orgasmos. Pocos son los que se resisten al cuchicheo mientras miran de soslayo señalando con el dedo tal o cual figurilla en la que quizás han reconocido su propia pose o deseo.
Nada más pasar nos encontramos con vitrinas abarrotadas de cerámicas cuidadosamente clasificadas por culturas precolombinas. Modelado y pintado, tejido, repujado o tallado los artesanos desplegaron sobre sus finas creaciones la rica cosmovisión que del mundo tenían las diferentes culturas que se extendieron del norte al sur de la costa peruana y por el interior de los Andes desde el 8.000 a.C.
Absorto en la contemplación de un “huaco” (1) con la cabeza de una dignidad sacerdotal con un tocado de ave, modelada sobre una botella con asa, quiso la casualidad que llegase a mis oídos una voz conocida. Levanté la vista y encontré a Suzzan Morales, la que había sido nuestro guía, con un grupo de personas dándoles detalles muy prolijos sobre una pieza del museo. Esa mujer sabía de todo, ¡qué envidia! La saludamos con alborozo, como si se tratase de una vieja amiga, y continuamos la visita por la sala que alberga la más famosa colección de arte erótico del mundo precolombino.
La colección está compuesta por números huacos eróticos que dejan poco margen a la imaginación ya que las escenas de sexo son muy explícitas. Arqueólogos y especialistas han aventurado todo tipo de teorías para explicar todo este desenfreno. Los guías y los carteles informativos recurren a interpretar estas escenas como escenas rituales o relacionadas con la dualidad del mundo, la fertilidad de la tierra, los ritos funerarios o ceremonias de sacrificio pero tras el argumentado razonamiento hay que reconocer que no resulta fácil mantener la cara de circunstancias o contener la risa ante el ajetreo amoroso de esos pequeños viciosillos de barro que se afanan en alcanzar orgasmos. Pocos son los que se resisten al cuchicheo mientras miran de soslayo señalando con el dedo tal o cual figurilla en la que quizás han reconocido su propia pose o deseo.
Hombres y mujeres en pareja, tríos o
mezclados, incluso con los muertos y divinidades, son los actores de este
Kamasutra andino que protagonizan sobre un escenario de barro, tórridas escenas
de penetraciones, felaciones, masturbaciones, tocamientos, besos, sin el más
mínimo pudor. Y no es que yo creyese que las inertes figurillas no lo podían
tener, no, ni mucho menos, porque a la vista estaba que ellas estaban llenas de
vida como se ponía de manifiesto en sus ojos extraviados en el infinito en
pleno orgasmo o abiertos como platos sorprendidos por una agradable sorpresa.
Esa gentecilla salida de las hábiles manos del artesano, con sonrisas en su
rostro o gestos de sátiros, se lo estaban pasando bien de verdad.
Cuando salimos era buena hora para comer. Pablo nos sugirió un restaurante llamado el “Toque criollo” en la plazuela de San Francisco, en pleno distrito centro. Con una bien ganada propina “de extranjero agradecido” nos despedimos de él y pedimos un par de cervezas Arequipeñas que sirvieron con un plato de choclos, maíces cocidos, que nos supieron a gloria, mientras preparaban el ceviche, que ya se había convertido en mi plato peruano favorito.
Nos habían recomendado visitar la basílica y convento de San Francisco tan pródigo en pinturas, azulejos, maderas nobles y libros incunables como el próximo convento de Santo Domingo. Acompañados por un vivaracho guía que vivía de la voluntad de los visitantes recorrimos sus dependencias y claustros. Una de las cosas que más me impresionó fue, sin duda, una gran cúpula de madera construida al más puro estilo mudéjar, cuya tracería de motivos geométricos era una autopista directa que te trasladaba a los palacios nazaríes de la Alhambra de Granada. Sin embargo, la mayoría del público acude atraído por sus célebres catacumbas que recorren el subsuelo de la iglesia. En una atmósfera un tanto agobiante por el calor y la estrechez del espacio, miles de cráneos, fémures y tibias asoman por todas partes cubiertos de polvo para ponernos ante el espejo de nuestro futuro y recordarnos que somos mortales. En largas galerías se apilan en depósitos y grandes pozos circulares tantos esqueletos como libros en la biblioteca: 25.000 es lo que se estima tanto para lo uno como para lo otro, lo que convertía a los muertos de San Francisco en los difuntos más ilustrados del planeta.
Cuando salimos era buena hora para comer. Pablo nos sugirió un restaurante llamado el “Toque criollo” en la plazuela de San Francisco, en pleno distrito centro. Con una bien ganada propina “de extranjero agradecido” nos despedimos de él y pedimos un par de cervezas Arequipeñas que sirvieron con un plato de choclos, maíces cocidos, que nos supieron a gloria, mientras preparaban el ceviche, que ya se había convertido en mi plato peruano favorito.
Nos habían recomendado visitar la basílica y convento de San Francisco tan pródigo en pinturas, azulejos, maderas nobles y libros incunables como el próximo convento de Santo Domingo. Acompañados por un vivaracho guía que vivía de la voluntad de los visitantes recorrimos sus dependencias y claustros. Una de las cosas que más me impresionó fue, sin duda, una gran cúpula de madera construida al más puro estilo mudéjar, cuya tracería de motivos geométricos era una autopista directa que te trasladaba a los palacios nazaríes de la Alhambra de Granada. Sin embargo, la mayoría del público acude atraído por sus célebres catacumbas que recorren el subsuelo de la iglesia. En una atmósfera un tanto agobiante por el calor y la estrechez del espacio, miles de cráneos, fémures y tibias asoman por todas partes cubiertos de polvo para ponernos ante el espejo de nuestro futuro y recordarnos que somos mortales. En largas galerías se apilan en depósitos y grandes pozos circulares tantos esqueletos como libros en la biblioteca: 25.000 es lo que se estima tanto para lo uno como para lo otro, lo que convertía a los muertos de San Francisco en los difuntos más ilustrados del planeta.

Sin acusar el cansancio nos dirigimos
a visitar de nuevo la Plaza de Armas y hacernos las últimas fotos. De camino
tropezamos con un edificio singular, construido en estilo academicista francés,
La Casa de la Literatura Peruana. Edificada sobre la antigua estación de
ferrocarril de Desamparados, tomó su nombre del ya
desaparecido convento de Nuestra Señora de los Desamparados que se levantaba a su lado. Supongo que se habrá escrito mucho sobre este nombre que da juego a todo tipo de metáforas, máxime siendo proverbial el abandono y olvido de muchos escritores que permanecieron para siempre en el anonimato más cruel, al que también yo soy firme aspirante con este blog. Hoy luce como templo literario en cuyos altares se hacen ofrendas a los dioses literarios más destacados del país. En el abandonado andén, junto a la vía muerta, unas mesas y sillas invitan a iniciar un viaje a cualquier parte mientras hojeas un libro de la biblioteca. Una buena opción para cualquiera que no sea un apresurado turista como nosotros.
Desde luego no quería irme de Lima sin ver al Señor de los Milagros, también conocido como Cristo de Pachacamilla por encontrarse en ese barrio limeño su morada. Por fortuna mi mujer, que tan a menudo pierde la paciencia conmigo por un quítame allá esas pajas, se deja llevar cuando salimos por ahí afuera, quizás consciente que de que tengo buen olfato para llegar a sitios interesantes. Con algún ligero desvío pudimos visitar de paso un par de célebres iglesias, la de S. Agustín y la de la Merced, las únicas de la ciudad que conservan sus originales portadas churriguerescas, tan al gusto del barroco peruano.
Al filo de la media tarde llegamos al Monasterio de las Nazarenas convertido en santuario nacional por la presencia en él del Señor de los Milagros. El edificio carece de interés arquitectónico pero en su interior hay un entrar y salir permanente de fieles que en pie o de rodillas se arraciman con intensa devoción alrededor de la imagen. El olor de las velas es intenso, un sahumerio de cera e incienso se esparce por la nave hasta las bóvedas. Este Cristo tiene tras de sí una historia muy atractiva a la que yo quería ponerle ojos y, llegado el caso, incluso corazón. El origen de su leyenda se remonta a la tosca pintura que un angoleño, llevado como esclavo a las plantaciones de la colonia del virreinato, pintó sobre la pared de una pobre cofradía en la que se reunían los de su etnia para compartir sus cuitas. En el terremoto de 1655, uno de los más destructivos de los muchos que asolaron varias veces la ciudad de Lima, todos los edificios que había a su alrededor quedaron convertidos en polvo. La cofradía no fue una excepción y también se derrumbó pero quedó en pie, y sin el menor daño, la pared de adobe en la que estaba pintado el Cristo crucificado. En torno a este hecho sorprendente comenzaron a acudir cada vez más devotos movidos por la fe y los rumores de los milagros que obraba el Cristo. El paroxismo se alcanzó cuando después del terremoto de 1687, que volvió a arrasar Lima y Callao, siguió incólume la pared que hacía de lienzo para la imagen. Y así, con la fama ya ganada de Cristo vencedor sobre los terremotos que tanta destrucción y muertes originaban, hicieron una réplica al óleo de la imagen que sale en procesión desde entonces y que se ha convertido en una de las manifestaciones más multitudinarias del mundo católico a la que acuden penitentes de toda la nación para pedir algún milagro que les alivie de tantos sufrimientos.
Me he extendido sobre este asunto atraído por el fenómeno del sincretismo religioso que está presente por todo el país. En este caso es realmente asombrosa la relación entre Pachacámac y el Señor de los Milagros o Cristo de Pachacamilla, que hasta en esta coincidencia de nombre se diría que uno es hijo del otro. Ambos comparten los mismos genes. El de Pachacamilla heredó los poderes del de Pachacámac sobre los terremotos que azotan la región de forma regular como si de una maldición divina se tratase. Ambos han sido capaces de congregar multitudes hasta el punto de convertir en santuarios sus residencias cimentadas en adobe. A ambos por su naturaleza divina se hacen ofrendas y se elevan preces a cambio de protección y beneficios. ¡Ojalá el de Pachacamilla no sea también defenestrado de su poder por nuevos ídolos traídos de la mano por la codicia de otros sacerdotes! ¡Ojalá que no arrasen de nuevo sus creencias y les partan de nuevo el corazón a los habitantes de aquella tierra! ¡Ojalá que cada uno pueda compartir su fe con quien desee sin ser perseguido ni masacrado por ello! ¡Ojalá no sea necesario rehabilitar un espacio más en el calor de nuestro hogar y que todos puedan vivir en paz en donde nacieron!
(1) “huaco”: vasija ceremonial.
Este relato ha resultado muy emotivo. Me ha gustado mucho.
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