"Ari qhipay" es una frase atribuida al inca Mayta Capac cuando expresó su consentimiento a sus generales ante la petición de éstos de quedarse en ese valle deslumbrados por su belleza. La ciudad gozó de fama allende los mares como demuestra el hecho de que el mismo Miguel de Cervantes la mencione elogiosamente como "Arequipa, eterna primavera" en el poema el "Canto de Calíope", incluido en su obra de La Galatea. Nosotros no íbamos a quedarnos pero después de verla, con gusto volveríamos.
Tras el desayuno pasaron a recogernos a nuestro hotel, el Tambo I, para trasladarnos al aeropuerto. Un tambo era un depósito usado para almacenamiento de alimentos y alojamiento de los chasquis, los mensajeros del Inca, de los que tendré ocasión de hablar más adelante. Y tambos no había solo uno ni dos, como mi hotel, sino decenas de miles repartidos a lo largo de las vías del Inca que unían los extremos del Tahuantinsuyo (1) desde Ecuador a Chile y Argentina, a razón de uno cada 20 o 30 kilómetros. No me extraña que los españoles comparasen esas infraestructuras con las calzadas del imperio romano.
Cuando
embarcamos nos dio mucha alegría al ver que el avión pertenecía a LATAM. La
señora Olinda nos había contagiado su confianza en la aerolínea hasta el punto
que yo a estas alturas también me sentía agraviado con Iberia por la falta de
detalles con sus pasajeros ¡qué vergüenza! Así es que tan pronto subimos nos
acomodamos más entusiasmados por ver el “snack” que nos servirían que por
visitar Arequipa. Apenas despegamos ya estaba la azafata peinando filas
con su carrito y repartiendo sonrisas peruanas. Ofrecía un vasito de Inka Cola
y una bandejita con una bolsa de maíz tostado del Cusco de la marca
Inka Corn, un paquetito de galletas saladas San Jorge y un pastelillo Keke de
chocolate marmoleado “pensado y elaborado para nuestros pasajeros”. Estos de
LATAM son jodidamente gentiles con sus clientes. No tienen competencia.
Recuerdo esto y me emociono viendo con qué detalle nos atendieron en un vuelo
de apenas una hora. Todavía conservo como oro en paño la servilleta de papel en
la que venía impresa una bonita declaración de amor eterno: “LATAN y tú,
Juntos, más lejos”.

Nos
alojamos en el Hotel San Agustín Posada del Monasterio, una vieja casona del s.
XVIII situada frente a la misma entrada del convento de Santa Catalina, en el
centro histórico de la ciudad. Ahí sentí los primeros síntomas de lo que tanto
temía de este viaje: el mal de altura, más conocido allí como “soroche”, que ya
sufrí el año pasado en el Teide a 3500 metros. Arequipa está situada a 2300
metros de altitud, más del doble que Ávila, la ciudad española que está a mayor
altitud (1100 metros). Muchas agencias de viaje comienzan su circuito turístico
por el sur del país desde esta ciudad, tanto por sus encantos como por ser una
zona de transición al altiplano, donde la altura roza los 5000 metros en
algunos puntos.

El soroche no se mostró violento, al contrario, fue delicado y solo nos escatimó algo de oxígeno causándonos, a mi mujer y a mí, una ligera dificultad para respirar. No fue nada alarmante pero nos sirvió de aviso. La recepcionista se percató de nuestra preocupación y nos invitó a tomar unos mates de coca. En el vestíbulo de recepción había un enorme termo lleno de infusión de estas hojas, que en adelante formarían parte de nuestra dieta. Desde ese momento, en ninguno de los hoteles que nos alojamos faltaría este bálsamo de Fierabrás capaz de prevenir las dolencias derivadas del sigiloso soroche, lo que convertía el entorno del termo en el sitio más frecuentado por los clientes.
Fue
en esta ciudad donde conocimos a nuevos compañeros de viaje con los que
compartimos varios días de ruta, lo que sirvió para trabar una sólida amistad
que aún hoy perdura a través del grupo de wasap que creamos para intercambiar
fotos y seguir en contacto. El grupo estaba compuesto por cinco maestras
catalanas, un matrimonio argentino de la provincia de Mendoza, una mamá
brasileña con su joven y guapísima hija, y nosotros dos. Ocasionalmente se
unieron algunos más, como un matrimonio de judíos sefardíes, una familia
mejicana y varias chicas argentinas. Entre todos se creó una relación
desenfadada y muy agradable propia de gente que solo comparte relax y ningún
problema casero.

El
Misti, con su altiva belleza de juventud, convertido en el icono de la ciudad por
su proximidad a ella, forma parte del paisaje urbano por lo que podía verlo
desde la habitación de mi hotel, al cabo de una calle o sobresaliendo sobre los
tejados de la catedral. Todos lo admiran pero aún hoy lo siguen respetando conocedores
de que es un volcán activo, como demuestran sus fumarolas ocasionales. Es por
eso, que el gigante se encuentra en un estado de libertad condicional sujeto a vigilancia
estricta por vulcanólogos que registran sus latidos las 24 horas del día.
Muy
cerca se encuentra la bonita iglesia
colonial de San Juan Bautista de Yanahuara. Situada en un costado de una plaza,
junto a otro mirador con vistas a los volcanes, disfruté durante media hora de su extraña belleza.
Rematada por una sola torre, en la fachada se abre una
gran portada repleta de elementos decorativos barroco-mestizos que la elevan a la categoría de las mejores del Perú.


Al instante me quedé atrapado en esa maraña de pétrea vegetación que trepaba como una enredadera cubriendo toda la portada. Presté poca atención, por resultarme muy familiares, a las imágenes de vírgenes y santos que presidían el bullicio de la plaza desde sus hornacinas. Por el contrario, me apliqué en una rápida lectura de esos elementos nuevos y desconocidos para mí que surgían enmarañados entre la piedra. En el lateral de la portada, casi a pie del suelo, un león de cara fiera, burdamente representado con una melena que más parecían barbas colgando del cuello, parecía querer encaramarse a los retorcidos tallos que brotaban de sus fauces. Por el contrario, se representan con mucha precisión los frutos y flores que crecen entre las ramas y hojas de ese tapiz vegetal. Se reconocen las papayas, las flores de cantuta o flor sagrada de los incas, los plátanos, uvas y rosas. Dos mundos se entremezclan en el follaje de esa selva: el indígena representado por la feraz naturaleza poblada de amenazantes y enigmáticos seres, leones y máscaras de rasgos andinos, y el cristiano, reconocido en sus santos. En ese escenario se me antojó ver representado al mismo demonio en la figura del león tratando de ascender desde el abismo, donde fue arrojado por los arcángeles, al mundo celestial que comenzaba sobre el arco de medio punto de la puerta, con la clara intención de devorar a los santos que allí se encontraban. En esta loca interpretación el demonio lo tendría muy difícil porque las puertas del cielo-iglesia están flanqueadas por dos pares de arcángeles tocados con penachos de plumas, que en la simbología prehispánica representaban el poder, como demuestra el hecho de que solo el emperador Inca podía portarlo sobre su cabeza, como distintivo exclusivo de la realeza. Y no son los únicos, otros más se reparten vigilantes o protectoras como los dos querubines que protegen los costados de un niño desnudo e indefenso el cual, pensé, quizás, solo se tratara de un inocente converso sobre el que se edificó la Iglesia virreinal.
Pensando
en el sagaz mensaje expuesto en la piedra hube de regresar al ómnibus que ya me
esperaba con el motor en marcha. Pero el enigma de la piedra siguió
martilleando en mi cabeza varias cuadras más allá. La Iglesia no da puntada sin
hilo y en ese bordado no escatimaron nada. Sólo me quedé con la certeza que el
diablo no consiguió ascender y permaneció entre nosotros. No hay más que ver el
noticiero para ser consciente de ello.
(1) (1) Tahuantinsuyo:
Imperio inca
(2) (2) Charqui
(quechua
ch'arki, «cecina»):
carne deshidratada que se cubre con sal y se
expone al sol.
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