lunes, 8 de agosto de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo VI: Ari qhipay (en quechua: "Sí, quedaos")

   

"Ari qhipay" es una frase atribuida al inca Mayta Capac cuando expresó su consentimiento a sus generales ante la petición de éstos de quedarse en ese valle deslumbrados por su belleza. La ciudad gozó de fama allende los mares como demuestra el hecho de que el mismo Miguel de Cervantes la mencione elogiosamente como "Arequipa, eterna primavera" en el poema el "Canto de Calíope", incluido en su obra de La Galatea. Nosotros no íbamos a quedarnos pero después de verla, con gusto volveríamos.

Tras el desayuno pasaron a recogernos a nuestro hotel, el Tambo I, para trasladarnos al aeropuerto. Un tambo era un depósito usado para almacenamiento de alimentos y alojamiento de los chasquis, los mensajeros del Inca, de los que tendré ocasión de hablar más adelante. Y tambos no había solo uno ni dos, como mi hotel, sino decenas de miles repartidos a lo largo de las vías del Inca que unían los extremos del Tahuantinsuyo (1) desde Ecuador a Chile y Argentina, a razón de uno cada 20 o 30 kilómetros. No me extraña que los españoles comparasen esas infraestructuras con las calzadas del imperio romano.

Cuando embarcamos nos dio mucha alegría al ver que el avión pertenecía a LATAM. La señora Olinda nos había contagiado su confianza en la aerolínea hasta el punto que yo a estas alturas también me sentía agraviado con Iberia por la falta de detalles con sus pasajeros ¡qué vergüenza! Así es que tan pronto subimos nos acomodamos más entusiasmados por ver el “snack” que nos servirían que por visitar Arequipa.  Apenas despegamos ya estaba la azafata peinando filas con su carrito y repartiendo sonrisas peruanas. Ofrecía un vasito de Inka Cola y una bandejita con una bolsa de maíz tostado del Cusco de la marca Inka Corn, un paquetito de galletas saladas San Jorge y un pastelillo Keke de chocolate marmoleado “pensado y elaborado para nuestros pasajeros”. Estos de LATAM son jodidamente gentiles con sus clientes. No tienen competencia. Recuerdo esto y me emociono viendo con qué detalle nos atendieron en un vuelo de apenas una hora. Todavía conservo como oro en paño la servilleta de papel en la que venía impresa una bonita declaración de amor eterno: “LATAN y tú, Juntos, más lejos”.

Con tanta emoción apenas me quedó tiempo de ver el paisaje que se abría bajo mis pies.  Desde mi asiento de ventanilla al costado de poniente, seguí la línea de la costa recortada sobre el fondo gris del Pacífico durante un buen trecho, hasta que, poco a poco, el avión viró en dirección sureste. El paisaje que se vislumbraba allí abajo era el de un desierto en toda regla. De cuando en cuando, en ese mundo calcinado y reseco como un “charqui” (2), asomaban pequeñas motas de vegetación en el fondo de algún profundo valle o, a trechos, en los cauces de los ríos que surcaban aquella superficie rugosa como la piel de un elefante. La superficie de aquellas sierras era una paleta de ocres mezclados con habilidad celestial por la mano del dios creador de la tierra, Pachacámac ¡Qué distinta de esa otra vista cuando nos acercamos a Arequipa! Cuando todavía faltaban más de 10 minutos para aterrizar, desde la tierra cientos, quizás miles de míseras casuchas al borde de barrancos o en infinita soledad en medio de la nada, proyectaban sobre el avión, desde sus techos de chapa de zinc, cegadores destellos de luz que salían como rayos de un espejo gigante fragmentado en miles de cristales. ¡Qué dura debía ser la vida ahí abajo!

Nos alojamos en el Hotel San Agustín Posada del Monasterio, una vieja casona del s. XVIII situada frente a la misma entrada del convento de Santa Catalina, en el centro histórico de la ciudad. Ahí sentí los primeros síntomas de lo que tanto temía de este viaje: el mal de altura, más conocido allí como “soroche”, que ya sufrí el año pasado en el Teide a 3500 metros. Arequipa está situada a 2300 metros de altitud, más del doble que Ávila, la ciudad española que está a mayor altitud (1100 metros). Muchas agencias de viaje comienzan su circuito turístico por el sur del país desde esta ciudad, tanto por sus encantos como por ser una zona de transición al altiplano, donde la altura roza los 5000 metros en algunos puntos.



El soroche no se mostró violento, al contrario, fue delicado y solo nos escatimó algo de oxígeno causándonos, a mi mujer y a mí, una ligera dificultad para respirar. No fue nada alarmante pero nos sirvió de aviso. La recepcionista se percató de nuestra preocupación y nos invitó a tomar unos mates de coca. En el vestíbulo de recepción había un enorme termo lleno de infusión de estas hojas, que en adelante formarían parte de nuestra dieta. Desde ese momento, en ninguno de los hoteles que nos alojamos faltaría este bálsamo de Fierabrás capaz de prevenir las dolencias derivadas del sigiloso soroche, lo que convertía el entorno del termo en el sitio más frecuentado por los clientes.




Fue en esta ciudad donde conocimos a nuevos compañeros de viaje con los que compartimos varios días de ruta, lo que sirvió para trabar una sólida amistad que aún hoy perdura a través del grupo de wasap que creamos para intercambiar fotos y seguir en contacto. El grupo estaba compuesto por cinco maestras catalanas, un matrimonio argentino de la provincia de Mendoza, una mamá brasileña con su joven y guapísima hija, y nosotros dos. Ocasionalmente se unieron algunos más, como un matrimonio de judíos sefardíes, una familia mejicana y varias chicas argentinas. Entre todos se creó una relación desenfadada y muy agradable propia de gente que solo comparte relax y ningún problema casero.

La primera visita fue al Mirador del Carmen Alto, un barrio a las afueras de Arequipa, desde donde se  ofrece una preciosa vista de los volcanes Chachani y Misti. El Misti se levanta  imponente en un cono perfecto que alcanza los 5800 metros. Considerado por los incas como un “Apu” o dios protector, también fue temido por sus arrebatos de furia. Para aplacarlo le consagraron sacrificios en forma de ofrendas humanas, similares a los que se hicieron en otros volcanes próximos. El caso más mediático fue el de la niña Juanita "la dama de Ampato", que tras ser obligada por los sacerdotes a ingerir numerosos alucinógenos la abandonaron en la cumbre nevada para dormir allí el sueño eterno. Su momia reposa ahora en una vitrina frigorífica al lado del hotel donde nos alojábamos y, aun así, no tuvimos la deferencia de ir a visitarla por vernos urgidos con compromisos mayores.  Sin embargo,  a pesar de estos rasgos primigenios de fiereza provocada por el terror, los hombres con su inmensa capacidad creadora supieron aprovechar el legado de destrucción del volcán. Sus cenizas sirvieron de potentes fertilizantes que hicieron feraces las huertas de la vega del río Chili, con sus rocas construyeron terrazas en las laderas del río para ganar terreno fértil y de su lava tallaron los blancos sillares con los que los españoles fundaron en 1540 la “Villa de la Asunción de Nuestra Señora del Valle Hermoso de Arequipa” también conocida, por esa razón, como la Ciudad Blanca.

El Misti, con su altiva belleza de juventud, convertido en el icono de la ciudad por su proximidad a ella, forma parte del paisaje urbano por lo que podía verlo desde la habitación de mi hotel, al cabo de una calle o sobresaliendo sobre los tejados de la catedral. Todos lo admiran pero aún hoy lo siguen respetando conocedores de que es un volcán activo, como demuestran sus fumarolas ocasionales. Es por eso, que el gigante se encuentra en un estado de libertad condicional sujeto a vigilancia estricta por vulcanólogos que registran sus latidos las 24 horas del día. 

Muy cerca se encuentra  la bonita iglesia colonial de San Juan Bautista de Yanahuara. Situada en un costado de una plaza, junto a otro mirador con vistas a los volcanes, disfruté durante media hora de su extraña belleza. Rematada por una sola torre, en la fachada se abre una gran portada repleta de elementos decorativos barroco-mestizos que la elevan a la categoría de las mejores del Perú.



























Al instante me quedé atrapado en esa maraña de pétrea vegetación que trepaba como una enredadera cubriendo toda la portada. Presté poca atención, por resultarme muy familiares, a las imágenes de vírgenes y santos que presidían el bullicio de la plaza desde sus hornacinas. Por el contrario, me apliqué en una rápida lectura de esos elementos nuevos y desconocidos para mí que surgían enmarañados entre la piedra. En el lateral de la portada, casi a pie del suelo, un león de cara fiera, burdamente representado con una melena que más parecían barbas colgando del cuello, parecía querer encaramarse a los retorcidos tallos que brotaban de sus fauces. Por el contrario, se representan con mucha precisión los frutos y flores que crecen entre las ramas y hojas de ese tapiz vegetal. Se reconocen las papayas, las flores de cantuta o flor sagrada de los incas, los plátanos, uvas y rosas. Dos mundos se entremezclan en el follaje de esa selva: el indígena representado por la feraz naturaleza poblada de amenazantes y enigmáticos seres, leones y máscaras de rasgos andinos, y el cristiano, reconocido en sus santos. En ese escenario se me antojó ver representado al mismo demonio en la figura del león tratando de ascender desde el abismo, donde fue arrojado por los arcángeles, al mundo celestial que comenzaba sobre el arco de medio punto de la puerta, con la clara intención de devorar a los santos que allí se encontraban. En esta loca interpretación el demonio lo tendría muy difícil porque las puertas del cielo-iglesia están flanqueadas por dos pares de arcángeles tocados con penachos de plumas, que en la simbología prehispánica representaban el poder, como demuestra el hecho de que solo el emperador Inca podía portarlo sobre su cabeza, como distintivo exclusivo de la realeza. Y no son los únicos, otros más se reparten vigilantes o protectoras como los dos querubines que protegen los costados de un niño desnudo e indefenso el cual, pensé, quizás, solo se tratara de un inocente converso sobre el que se edificó la Iglesia virreinal.


Pensando en el sagaz mensaje expuesto en la piedra hube de regresar al ómnibus que ya me esperaba con el motor en marcha. Pero el enigma de la piedra siguió martilleando en mi cabeza varias cuadras más allá. La Iglesia no da puntada sin hilo y en ese bordado no escatimaron nada. Sólo me quedé con la certeza que el diablo no consiguió ascender y permaneció entre nosotros. No hay más que ver el noticiero para ser consciente de ello.


(1)          (1) Tahuantinsuyo: Imperio inca

(2)         (2)  Charqui (quechua ch'arki, «cecina»): carne deshidratada que se cubre con sal y se expone al sol.

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