jueves, 25 de agosto de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo IX: Entre volcanes





Poco después de llegar al hotel pasó a buscarnos el microbús que nos llevaría a recorrer el Valle del Colca. Tenía el presentimiento que a partir de ahora comenzaríamos nuestra verdadera aventura por el corazón del Tahuantinsuyo. Con solo pensarlo el pulso se me aceleró ¿o sería el efecto de los dos mates de coca que tomé precipitadamente antes de partir? Sea lo que fuere la expectación era máxima y mi mente comenzó a poblarse de indios orejones (1), de tantos como molinos llenaron el cacumen de mi paisano don Quijote.

Apenas iniciamos el viaje paramos en un pequeño supermercado a las afueras de Arequipa a fin de comprar algunas cosas que nos serían muy útiles para sobrellevar mejor las duras condiciones del Altiplano. Hicimos acopio de unos sombreros de paja con buena ala para protegernos de la irradiación solar, agua y, sobre todo, coca en todas sus manifestaciones: hojas, galletitas y hasta caramelos. Tanto oímos hablar de las propiedades de la coca (reducción de la fatiga, mejora de la digestión, facilitar la respiración...) que todo nos parecía poco para prevenir el mal de altura y estábamos dispuestos a exponernos a una sobredosis a fin de conjurarlo, así es que de un modo u otro, casi siempre la teníamos en la boca. Si nos hizo efecto o no, no lo puedo asegurar pero lo cierto es que todos teníamos confianza ciega en ella por el modo, algo exagerado, en que la ingeríamos.

El extrarradio de Arequipa es muy grande, prolongado por innumerables asentamientos de aluvión habitados por gente muy humilde que baja de la sierra huyendo de la pobreza en busca de una vida mejor al amparo de la ciudad. Son las mismas casuchas que vi desde el avión poco antes de aterrizar, con sus tejados de zinc o a medias de construir a la espera de mejores tiempos para terminarlas, en mitad de la nada, sin agua ni luz, ni condición alguna de habitabilidad. El guía nos explicó que se trataba de las “invasiones”, un problema acuciante para la ciudad que genera muchos conflictos. Nosotros mismos fuimos testigos de uno de ellos. Al lado de la carretera unas excavadoras destruían viviendas ilegales. Hasta el autobús llegaba el ruido metálico de los golpes secos de la pala contra las edificaciones y los gritos de sus desesperados moradores contra los maquinistas. La nube de polvo cubría a unos y otros. Un bullicio de puños se levantaba entre el revuelo de hombres y mujeres que espetaban a los trabajadores. Más allá un grupo de curiosos y un espeso cinturón de antidisturbios contemplaban ese caos desde una prudente distancia. Aquello no pintaba nada bien. ¡Qué vida tan difícil!

El microbús prosiguió su camino por la Ruta Interoceánica 34A, que une el Pacífico con el Atlántico a través de Perú y Brasil. Lentamente comenzó a zigzaguear por pronunciadas cuestas ganando altura. En menos de 150 kilómetros habríamos de pasar de 2.300 metros a más de 4.000. Íbamos acompañados por un excelente guía, natural de Arequipa, joven, muy educado, bajito y de complexión fuerte como la mayoría de sus paisanos. Su voz suave terminaba invariablemente cada explicación con la misma coletilla “¡¿sí?!”, sin que supiésemos a ciencia cierta si estaba interrogándonos o afirmando. El muchacho sabía de todo y no había pregunta que dejase sin respuesta. No recuerdo haberlo oído callado más de cinco minutos a lo largo del viaje. Era infatigable, el tipo de guía que me gusta.

A nuestra derecha dejamos el Misti. Un poco más adelante bordeamos la falda occidental del Chachani con sus cuatro cumbres de 6.000 metros moteadas de nieve a pesar de la extrema sequedad del ambiente. El temido soroche empezó a hacerse notar con fuerza cuando alcanzamos los  más de  4.000 metros en la Reserva Nacional de Salinas y Aguada Blanca. A esa altura comenzamos a sentir los efectos de la falta de oxígeno con dolores de cabeza, náuseas y dificultad para respirar. El único consuelo es que como nos afectaba a todos lo aceptamos con naturalidad.

Pronto vimos pequeños grupos de vicuñas, parientes cercanos de las llamas, alpacas y guanacos. Pastaban en libertad por la puna, las tierras altas del altiplano, ramoneando incansables los brotes más verdes de las matas secas que se extienden por doquier. Los rebaños pertenecen a las comunidades indígenas que se encargan de esquilarlas para vender su lana,  la más apreciada y cara de todas, como pudimos ver en las tiendas de Arequipa, por lo que la mayor parte de estos tejidos se exportan a las tiendas más elitistas del  mundo. Poco a poco la puna se iba poblando de rebaños de llamas y alpacas, pastoreadas por los nativos que habían descubierto en los turistas una fuente adicional de ingresos. Sitúan sus rebaños como reclamo, próximos a la carretera para que los autobuses puedan parar y fotografiarlos de cerca a cambio de la voluntad.

Son unos animales realmente hermosos, de porte altivo y orgulloso, como corresponde al que fue un símbolo del poder soberano durante el incanato (gobierno de los incas sobre el resto de pueblos). Su imagen está tan asociada a ellos como los grandes bloques de piedra de sus templos y fortalezas, hasta el punto que los límites biológicos de la llama coincidían con los de las fronteras del Tahuantinsuyo. Debía ser fascinante la ceremonia en que los sacerdotes entregaban al Inca una llama blanca con atuendos escarlatas, zarcillos de oro en sus orejas y un gran collar de conchas rojas. Ambos, Inca y llama, competirían en solemnidad. Pero no todas eran tan afortunadas, su lana blanca las convertía en animales sagrados y pagaban con su sangre el sacrificio de miles de ellas durante las festividades de los solsticios y equinoccios en honor a Inti, el dios Sol.
             
A lo largo del trayecto hicimos varias paradas. La siguiente fue más o menos a mitad de camino, en un pequeñísimo poblado llamado Patahuasi, en la confluencia de dos carreteras: una que se dirige hacia el Valle del Colca y otra hacia Puno y el lago Titicaca. Aprovechando las instalaciones de un restaurante y sus aseos en la mitad de la nada, un mercado de mujeres indígenas ofrecía sus artesanías a la sombra de un entramado de postes y hojas entretejidas. Las compulsivas compradoras del grupo no pudieron resistirse a los encantos de los coloridos tejidos de lana de llama y alpaca y llenaron un poco más sus maletas.

Salvador, mi amigo argentino,  y yo aprovechamos para acercarnos a hacer unas fotos a un pequeño cañadón (2) próximo al mercadillo. Apresurados por el tiempo regresamos al restaurante con paso decidido y, al momento, sentimos como las manos invisibles del soroche nos atenazaban el cuello amenazando con asfixiarnos. Salvador, prudentemente, con un tono asustado y casi tan bajito que apenas podía oírle, me dijo gesticulando: “Luis, un paso tras de otro, despacito” y comenzamos a andar como dos mimos, midiendo los pasos y casi sin avanzar.

Cuando llegamos a las mesas del “Chinitos Restaurant” (¡qué horrible nombre!) nos sentimos más seguros, al menos, si debíamos morir lo haríamos en compañía de los nuestros y no en la soledad del altiplano. Allí probamos por primera vez la muña en infusión, una planta casi tan consumida por sus propiedades respiratorias y digestivas, como la coca. La sirvieron en vasos altos. Resultaba muy agradable al paladar por su suave sabor a menta. Gracias a ella volvimos a recuperar el aliento.

La última parada antes de llegar a Chivay la hicimos en el mirador de Pata Pampa, conocido como el Mirador de los Andes, a 4.910 metros de altitud. Desde allí se divisan unas impresionantes panorámicas de media docena de volcanes: Misti, Chachani, Mismi, Sabancaya, Ampato, donde se encontró la momia de Juanita, y el Hualca Hualca. Una extensa llanura de matojos y piedras se prolonga hasta el infinito al que solo ponen límite estos gigantes de casi 6.000 metros. Parecía como si un gran cataclismo hubiese eliminado la vida de la Tierra y el único signo visible fuese la humeante fumarola del Sabancaya. ¡Qué insignificante me sentí en aquella inmensidad! 


(1)      Orejones: nombre genérico con el que se conocía a las etnias de indios provenientes de la región cuzqueña.

      (2)       Cañadón: hondonada en forma de amplio cauce, con riberas altas, por la que circula una                      pequeña corriente de agua.

2 comentarios:

  1. Gracias por este maravilloso relato de tu viaje ¡Que bien que lo podamos disfrutar un poco de lejos!¡Que bien transmites la experiencia de vida y Nada en ese paisaje infinito repleto sí mismo.
    Un abrazo
    Mª Luisa

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  2. Que pasada! Tu si que has recorrido mundo

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