Poco después de llegar al hotel pasó a buscarnos el microbús que nos llevaría a recorrer el Valle del Colca. Tenía el presentimiento que a
partir de ahora comenzaríamos nuestra verdadera aventura por el corazón del
Tahuantinsuyo. Con solo pensarlo el pulso se me aceleró ¿o sería el efecto de
los dos mates de coca que tomé precipitadamente antes de partir? Sea lo
que fuere la expectación era máxima y mi mente comenzó a poblarse de indios
orejones (1), de tantos como molinos llenaron el cacumen de mi paisano don
Quijote.

El extrarradio de Arequipa es muy grande, prolongado por
innumerables asentamientos de aluvión habitados por gente muy humilde que baja
de la sierra huyendo de la pobreza en busca de una vida mejor al amparo de la
ciudad. Son las mismas casuchas que vi desde el avión poco antes de aterrizar,
con sus tejados de zinc o a medias de construir a la espera de mejores tiempos
para terminarlas, en mitad de la nada, sin agua ni luz, ni condición alguna de
habitabilidad. El guía nos explicó que se trataba de las “invasiones”, un
problema acuciante para la ciudad que genera muchos conflictos. Nosotros mismos
fuimos testigos de uno de ellos. Al lado de la carretera unas excavadoras
destruían viviendas ilegales. Hasta el autobús llegaba el ruido metálico de los
golpes secos de la pala contra las edificaciones y los gritos de sus
desesperados moradores contra los maquinistas. La nube de polvo cubría a unos y
otros. Un bullicio de puños se levantaba entre el revuelo de hombres y mujeres
que espetaban a los trabajadores. Más allá un grupo de curiosos y un espeso cinturón
de antidisturbios contemplaban ese caos desde una prudente distancia. Aquello
no pintaba nada bien. ¡Qué vida tan difícil!
El microbús prosiguió su camino por la Ruta Interoceánica 34A, que
une el Pacífico con el Atlántico a través de Perú y Brasil. Lentamente comenzó
a zigzaguear por pronunciadas cuestas ganando altura. En menos de 150
kilómetros habríamos de pasar de 2.300 metros a más de 4.000. Íbamos
acompañados por un excelente guía, natural de Arequipa, joven, muy educado,
bajito y de complexión fuerte como la mayoría de sus paisanos. Su voz suave
terminaba invariablemente cada explicación con la misma coletilla “¡¿sí?!”, sin
que supiésemos a ciencia cierta si estaba interrogándonos o afirmando. El
muchacho sabía de todo y no había pregunta que dejase sin respuesta. No recuerdo
haberlo oído callado más de cinco minutos a lo largo del viaje. Era
infatigable, el tipo de guía que me gusta.
A nuestra derecha dejamos el Misti. Un poco más adelante bordeamos
la falda occidental del Chachani con sus cuatro cumbres de 6.000 metros
moteadas de nieve a pesar de la extrema sequedad del ambiente. El temido
soroche empezó a hacerse notar con fuerza cuando alcanzamos los más de
4.000 metros en la Reserva Nacional de Salinas y Aguada Blanca. A esa altura comenzamos a sentir los efectos de la falta de oxígeno con dolores de cabeza, náuseas y dificultad para respirar. El único consuelo es que como nos afectaba a todos lo aceptamos con naturalidad.


A lo largo del trayecto hicimos varias paradas. La siguiente fue
más o menos a mitad de camino, en un pequeñísimo poblado llamado Patahuasi, en
la confluencia de dos carreteras: una que se dirige hacia el Valle del Colca y
otra hacia Puno y el lago Titicaca. Aprovechando las instalaciones de un
restaurante y sus aseos en la mitad de la nada, un mercado de mujeres indígenas
ofrecía sus artesanías a la sombra de un entramado de postes y hojas
entretejidas. Las compulsivas compradoras del grupo no pudieron resistirse a
los encantos de los coloridos tejidos de lana de llama y alpaca y llenaron un
poco más sus maletas.


La última parada antes de llegar a Chivay la hicimos en el mirador
de Pata Pampa, conocido como el Mirador de los Andes, a 4.910 metros de altitud.
Desde allí se divisan unas impresionantes panorámicas de media docena de
volcanes: Misti, Chachani, Mismi, Sabancaya, Ampato, donde se encontró la momia
de Juanita, y el Hualca Hualca. Una extensa llanura de matojos y piedras se
prolonga hasta el infinito al que solo ponen límite estos gigantes de casi
6.000 metros. Parecía como si un gran cataclismo hubiese eliminado la vida de
la Tierra y el único signo visible fuese la humeante fumarola del Sabancaya. ¡Qué
insignificante me sentí en aquella inmensidad!
(1) Orejones: nombre genérico con el que se conocía a las etnias de indios provenientes de la región cuzqueña.
(2) Cañadón: hondonada en forma de
amplio cauce, con riberas altas, por la que circula una pequeña
corriente de agua.
Gracias por este maravilloso relato de tu viaje ¡Que bien que lo podamos disfrutar un poco de lejos!¡Que bien transmites la experiencia de vida y Nada en ese paisaje infinito repleto sí mismo.
ResponderEliminarUn abrazo
Mª Luisa
Que pasada! Tu si que has recorrido mundo
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