martes, 23 de agosto de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo VIII: El colibrí




No quería despedirme de la ciudad sin volver a recorrer sus calles una vez más. Disponía de muy poco tiempo. El ómnibus vendría a buscarnos en apenas dos horas, así es que decidí desayunar tan pronto abriesen el restaurante del hotel. Los camareros todavía seguían sacando platos al comedor cuando yo me disponía a servirme. Había bajado con la idea de comer algo ligero para facilitar la digestión y así limitar los efectos del temido soroche. Lamentablemente esta buena intención quedó en nada ante el despliegue de tantas viandas, dulces y saladas. Hice caso omiso a mi conciencia y me despaché a gusto: huevos revueltos, yuca frita, queso, algo de embutidos, un par de cruasanes, algún pastelillo y una buena taza de café. A las 6,30 ya estaba en la calle, no sin cierto remordimiento por tener una voluntad tan débil frente a una mesa. Tras el opíparo almuerzo tendría que apurarme si quería recorrer el centro histórico. Las calles estaban casi desiertas. Me dirigí hacia la Plaza de Armas, el núcleo fundacional de Arequipa. Su maravillosa plaza rodeada de pórticos por tres costados y el cuarto por la catedral, presentaba una magnífica vista, sin turistas ni coches. La luz era perfecta. Empezaba a rayar el día pero el sol seguía oculto por los edificios de aquel impresionante cuadrilátero. 

Las luces amarillentas de las farolas que pendían de las bóvedas de los pórticos, pronunciaban aún más la profunda perspectiva de las ya de por sí largas arcadas dando la sensación de penetrar en un túnel del tiempo. Andando bajo esas galerías infinitas me asomaba ocasionalmente entre los arcos que daban a la plaza para deleitarme con las bonitas panorámicas que se ofrecían desde los diferentes ángulos de los soportales. Tras la catedral se recortaban las siluetas del Chachani y el Misti, los sempiternos volcanes a cuya sombra nació la ciudad. Sobre las arcadas del segundo piso colgaban enormes escarapelas con los colores blancos y encarnados de la bandera peruana, recordando las Fiestas Patrias que culminaban pocos días después con la celebración del 28 de julio, día de la Independencia, que allí festejan con tanto alborozo como la Navidad. Conocedor de la codicia e intransigencia de nuestros conquistadores, misioneros y gobernantes puedo entender mejor, créanme amigos peruanos, que tuviesen tantas ganas de perdernos de vista. En otro ángulo de la plaza, el color lechoso de la fachada de la iglesia de la Compañía era más intenso por contraste con el violeta de la aurora. Frente al antiguo cabildo se levanta la catedral engrandecida por los volcanes que asoman entre sus torres. Me detuve un instante, el tiempo justo de hacer una foto, porque la estética del neoclasicismo nunca me atrajo. En este caso la catedral no tuvo culpa. Cayó tantas veces vencida por la furia de los terremotos que la última reconstrucción que le tocó en suertes, o más bien, en malas suertes, fue aquel estilo.



Como caminaba sin rumbo, la presencia de una vistosa fachada en la calle de San Francisco me sacó de la plaza. Consulté en la guía que siempre llevaba conmigo y, al decir de muchos entendidos, me encontré frente a frente con el mejor ejemplo de arquitectura civil arequipeña: el Palacio de Tristán del Pozo, un edificio del siglo XVIII. Su estilo decorativo tenía ciertas reminiscencias de las fachadas de las iglesias barrocas mestizas que vi en la ciudad: fachada lisa con motivos ornamentales en relieve, concentrados exclusivamente sobre los tímpanos de las puertas y los frisos de las ventanas. Este modelo lo vi repetido, con muy pocas variaciones, en otras muchas casas nobiliarias de la misma época y, lo cierto, es que todas resultaban la mar de elegantes con sus blancos sillares bien trabajados, las grandes ventanas con rejería y portones de acceso, con zaguán de por medio, al patio principal en torno al cual se disponían las habitaciones de la casa. La  influencia de la Iglesia quedaba de manifiesto en la profusión de iconografía sagrada en las paredes de los edificios civiles. En el caso de la casona de Tristán del Pozo es muy notable. De un tronco común, a modo de árbol genealógico de Cristo, salen ramas terminadas en flores de cantuta y, sobre ellas, los anagramas tallados de Jesucristo, la Virgen, san José, san Joaquín y santa Ana, padres de María. Es comprensible que, en una ciudad tan castigada por los movimientos telúricos, todas las invocaciones a los seres celestiales rogando protección fuesen pocas.

                              

Seguí caminando por las calles del barrio viejo. Bonitos edificios se sucedían unos a otros dándose la mano. A la altura de la iglesia de San Agustín me detuve a hacer unas fotos. Mientras esperaba que el barrendero se alejara de la portada, atrajo mi atención un anciano de pronunciados rasgos indígenas. Tenía la frente apoyada en la reja que rodea el recinto sagrado. Con gesto muy reflexivo y la cabeza gacha farfullaba palabras que no alcanzaba a oír mientras daba pequeños puntapiés contra la piedra del zócalo. Tuve la impresión que cada golpe de zapato seguía un movimiento rítmico, como marcando tiempos, quizás los mismos que marca la yema del pulgar cuando se desliza sobre la cuenta de un rosario. No pude desentrañar el misterio de aquella acción pero una vez más me vino a la cabeza la devoción infinita de los pobres que esperan del cielo lo que no encuentran en la tierra.  

Apresurado por el tiempo me encaminé a buen paso hacia el hotel. Me detuvo un colibrí a la altura de una portada del convento de santa Catalina. El avecilla intentaba infructuosamente libar el néctar de unas flores de plástico depositadas al pie de una imagen de la virgen parapetada tras el cristal que cubría la hornacina. Tras muchos intentos de estrellar su pico con la barrera invisible del vidrio, el colibrí desistió y partió de allí tan veloz como yo. El primer colibrí que vi en mi vida fue muy cerca de allí, justo el día anterior, en una zona ajardinada de los lavaderos del mismo convento. En aquel momento algo me llamó la atención y al centrar mi vista de miope en el objeto lo reconocí al instante. Su silueta era inconfundible ¡un colibrí! Me causó tan buena impresión como el cono del Misti. Minúsculo pero soberbio en su vuelo, con su pico largo y fino como un estilete, cubierto de un destellante plumaje, suspendido en el aire, aparentemente inmóvil se movía de flor en flor con la velocidad de una estrella fugaz. A su alrededor pululaban algunos más. Su presencia elevaban a rango de Paraíso aquel jardín. ¿Tendrían devoción por lo sagrado? Es muy posible, según deduje de lecturas posteriores. Abundan las leyendas que asocian a este pájaro a las divinidades de muchos pueblos precolombinos, como la del Colibrí de oro, que narra como un colibrí empeñado en ver al dios Sol, se escondió entre las plumas de un cóndor, el mensajero de los dioses, para poder presenciarlo. Quizás tampoco estuviese tan lejos de una explicación sacra, la interpretación del gran colibrí dibujado en la llanura de Nazca, dicen que hecho por los indios para que solo pudiesen verlo desde las alturas las divinidades. Lo cierto es que salí de Arequipa con un cuy en el estómago y un picaflor*, dorado como el sol con alas de esmeralda, en el corazón. ¡Solo Dios sabe cuántas cosas más llenarían mi alma al paso por Perú!




(*) Picaflor: colibrí


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