Las luces amarillentas de las farolas que
pendían de las bóvedas de los pórticos, pronunciaban aún más la profunda
perspectiva de las ya de por sí largas arcadas dando la sensación de penetrar en
un túnel del tiempo. Andando bajo esas galerías infinitas me asomaba
ocasionalmente entre los arcos que daban a la plaza para deleitarme con las bonitas
panorámicas que se ofrecían desde los diferentes ángulos de los soportales.
Tras la catedral se recortaban las siluetas del Chachani y el Misti, los
sempiternos volcanes a cuya sombra nació la ciudad. Sobre las arcadas del
segundo piso colgaban enormes escarapelas con los colores blancos y encarnados
de la bandera peruana, recordando las Fiestas Patrias que culminaban pocos días
después con la celebración del 28 de julio, día de la Independencia, que allí
festejan con tanto alborozo como la Navidad. Conocedor de la codicia e
intransigencia de nuestros conquistadores, misioneros y gobernantes puedo
entender mejor, créanme amigos peruanos, que tuviesen tantas ganas de perdernos
de vista. En otro ángulo de la plaza, el color lechoso de la fachada de la iglesia
de la Compañía era más intenso por contraste con el violeta de la aurora. Frente
al antiguo cabildo se levanta la catedral engrandecida por los volcanes que
asoman entre sus torres. Me detuve un instante, el tiempo justo de hacer una
foto, porque la estética del neoclasicismo nunca me atrajo. En este caso la
catedral no tuvo culpa. Cayó tantas veces vencida por la furia de los
terremotos que la última reconstrucción que le tocó en suertes, o más bien, en
malas suertes, fue aquel estilo.

Seguí caminando por las calles del barrio viejo. Bonitos edificios
se sucedían unos a otros dándose la mano. A la altura de la iglesia de San
Agustín me detuve a hacer unas fotos. Mientras esperaba que el barrendero se
alejara de la portada, atrajo mi atención un anciano de pronunciados rasgos
indígenas. Tenía la frente apoyada en la reja que rodea el recinto sagrado. Con
gesto muy reflexivo y la cabeza gacha farfullaba palabras que no alcanzaba a
oír mientras daba pequeños puntapiés contra la piedra del zócalo. Tuve la
impresión que cada golpe de zapato seguía un movimiento rítmico, como marcando
tiempos, quizás los mismos que marca la yema del pulgar cuando se desliza sobre
la cuenta de un rosario. No pude desentrañar el misterio de aquella acción pero
una vez más me vino a la cabeza la devoción infinita de los pobres que esperan
del cielo lo que no encuentran en la tierra.
Apresurado por el tiempo me encaminé a buen paso hacia el hotel. Me
detuvo un colibrí a la altura de una portada del convento de santa Catalina. El
avecilla intentaba infructuosamente libar el néctar de unas flores de plástico depositadas al pie de una imagen de la virgen parapetada tras el cristal que cubría la
hornacina. Tras muchos intentos de estrellar su pico con la barrera invisible del vidrio, el colibrí
desistió y partió de allí tan veloz como yo. El primer colibrí que vi en mi
vida fue muy cerca de allí, justo el día anterior, en una zona ajardinada de
los lavaderos del mismo convento. En aquel momento algo me llamó la atención y
al centrar mi vista de miope en el objeto lo reconocí al instante. Su silueta
era inconfundible ¡un colibrí! Me causó tan buena impresión como el cono del
Misti. Minúsculo pero soberbio en su vuelo, con su pico largo y fino como un
estilete, cubierto de un destellante plumaje, suspendido en el aire, aparentemente inmóvil se movía de flor en flor con la velocidad de una estrella
fugaz. A su alrededor pululaban algunos más. Su presencia elevaban a rango de
Paraíso aquel jardín. ¿Tendrían devoción por lo sagrado? Es muy posible, según
deduje de lecturas posteriores. Abundan las leyendas que asocian a este pájaro
a las divinidades de muchos pueblos precolombinos, como la del Colibrí de oro, que
narra como un colibrí empeñado en ver al dios Sol, se escondió entre las plumas
de un cóndor, el mensajero de los dioses, para poder presenciarlo. Quizás
tampoco estuviese tan lejos de una explicación sacra, la interpretación del
gran colibrí dibujado en la llanura de Nazca, dicen que hecho por los indios
para que solo pudiesen verlo desde las alturas las divinidades. Lo cierto es
que salí de Arequipa con un cuy en el estómago y un picaflor*, dorado como el
sol con alas de esmeralda, en el corazón. ¡Solo Dios sabe cuántas cosas más
llenarían mi alma al paso por Perú!
(*) Picaflor: colibrí
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