Capítulo aparte de este viaje por la raya portuguesa de Guarda y Castelo Branco, merecen el señor Antonio y la señora Olivia con quiénes tuve la oportunidad de conversar. Aprovecharon la bondad del sol de mediodía para salir de casa en busca de algo de calor y entretenimiento. Esta pareja de ancianos forman parte del escaso paisaje humano que puebla el lugar: aquí nacieron y aquí quieren morir. Si como dicen, la cara es el espejo del alma, ellos son seres tan puros como la brisa fresca que sube ladera arriba hasta Marialva, donde los conocí. Antonio, vestido con la sobriedad que caracteriza a los hombres de la región, cubre su cabeza con un sombrero de fieltro de ala ancha y aferra con mano firme una vara patriarcal de almendro que le concede la autoridad que dan los años. Tras el rostro sereno de Olivia hay una persona afable y confiada que accede a ser fotografiada por un extraño, no sin antes acomodarse discretamente el amplio pañuelo de lana que le protege de los malos vientos. Al Sr. Antonio le faltan cuatro años para los 100; ella es una joven de 91. Los aires serranos y los hábitos saludables les sientan muy bien y, si no fuese por el reuma gozarían de una admirable salud para su avanzada edad.
Entre todas las imágenes que traje de Portugal ésta es, sin duda, mi favorita, un retazo de historia viva, la representación de unos padres y abuelos universales e intemporales materializada en una extensa progenie de ocho hijos, dos de ellos, recuerdan con una mueca de resignación, ya bajo tierra. Antes de marchar a comer con los amigos, estreché sus manos frías intentando transmitirles el calor del cariño que despertaron en mí, despidiéndome de esos abuelillos entrañables que transmiten ternura infinita, con una amplia y sincera sonrisa de agradecimiento por haberlos conocido.
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