Hace años que conocí Monsanto a través de una fotografía en Google y, desde ese momento supe que alguna vez iría a visitarlo. Se trataba de una casa de piedra de sorprendente belleza por su simplicidad, construida entre dos enormes bolos graníticos y perfectamente integrada en el medio natural; de haber sido diseñada por un artista consagrado hoy se estudiaría en las facultades de arquitectura. Esa imagen,
pensé, podría representar el cordón umbilical que une al hombre con la caverna, y el temor de aquél a desprenderse en su totalidad de la seguridad y economía que le ofrecían los
resquicios de las rocas.
Monsanto emerge en el duro relieve de la Beira coronado por
un castillo templario del que sólo quedan parte de sus murallas y torres cercenadas; el
resto voló por los aires en medio de una atronadora explosión pirotécnica, hace
dos siglos, cuando estalló el depósito de municiones que albergaba en su
interior. Llegamos a mediodía, en la hora en que los ruidosos turistas
atestaban sus calles buscando inútilmente un lugar donde comer pues, por
entonces, ya no cabía un alma más en la "aldea más portuguesa de
Portugal" como se conoce popularmente a Monsanto, supongo que por la
rudeza y el primitivismo de su urbanismo. Para remediar la hambruna de tanto
transeúnte incauto un sagaz emprendedor, consciente de la plaga bíblica que
cada fin de semana se abate sobre la solicitada aldea, improvisó un restaurante
de campaña en plena calle. Un cerdo de 10 o 12 arrobas gira ensartado en una barra de hierro sin que el incesante rocío de gotas
esparcidas con un hisopo de laureles pueda aliviar el calor de sus doradas carnes, salvo perfumarlas con el mejunje de pimentón y especias que
hierve en una olla junto al fuego. Un acordeonista de rostro alegre ameniza el
espectáculo de aquel auto de fe sin garantías procesales para el desdichado
animal, condenado a morir en la hoguera como un judío por la Inquisición, por marrano.


Nos alejamos de allí buscando tranquilidad en calles menos
bulliciosas pero solo el orgulloso gallo de plata que
destellea sobre el tejado piramidal de la Torre del Reloj pareció encontrarla. Ni siquiera la picota que hay frente a la iglesia de la Misericordia podía escapar del despiadado cerco que le habían impuesto los coches mal aparcados a su alrededor. Enfadado, anoto en el blog de notas de mi teléfono móvil: "Monsanto, una aldea
histórica que resistió las invasiones de moros y cristianos, muere de éxito sin
que nadie lo remedie".
Subimos despacio para no perder el aliento por la empinada Rúa do Castelo, una calle que se estrecha entre las voluminosas formas redondeadas de granito, prodigio de la naturaleza, hasta convertirse en vereda antes de alcanzar la muralla norte del castillo. En un costado está la singular casa de "una sola teja", en realidad, un habitáculo construido bajo el voladizo de un gran tolmo, aislado del exterior por un muro de piedra que hace de fachada. Otras tantas edificaciones crecen al abrigo de las rocas aprovechando las sólidas estructuras graníticas para cobertizos donde guardar su ganado, como las "furdas" o pocilgas que hay en las afueras del pueblo, en dirección al castillo, ejemplo de la habilidad y pragmatismo secular que ha caracterizado al campesino, maestro en el dominio de la construcción con piedra seca y falsa bóveda, técnicas con las que levantaban estructuras que satisfacían sobradamente sus necesidades.




La pendiente que lleva al castillo disuade al grueso de
turistas de subir hasta él que a esas horas pugnan entre sí en la parte baja del pueblo por hacerse con una tajada de cerdo. Paradojas de la vida, encontramos un
poco de paz en las puertas de una fortaleza protegida por sólidos adarves. El
patio de armas se extiende sobre el Cabeço de
Monsanto, un escarpado promontorio con amplias vistas sobre los valles que le rodean; en él se levanta la
iglesia de Santa María del Castillo junto a un pozo-cisterna; una alimentaba el
espíritu de los soldados, otro aplacaba su sed.





Fuera de la fortaleza, a tiro de arco, se encuentra la pequeña capilla de San Miguel rodeada de numerosas tumbas antropomorfas excavadas en la roca, quizás buscando la protección del arcángel contra los malos espíritus. La tapa de un sepulcro con la formidable espada de un templario labrada sobre ella, asoma semienterrada en la tierra. La Historia está tan cerca de nosotros que caminamos sobre ella.

Junto a la iglesia de San Salvador un anciano dormita al sol
ajeno a la algarabía de los visitantes; cubre su cabeza con una amplia bufanda
de cálido paño portugués. Nosotros reanudamos el viaje hacia Idanha-a-Velha, no
sin antes reponer fuerzas unos kilómetros más adelante en el pueblo vecino, frente a una bandeja del sempiterno bacalao, el plato nacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario