Quedó Belmonte sumido en las brumas otoñales de la mañana
cuando lo perdí de vista por el retrovisor. La carretera que va a Sortelha
discurre por la vega del río Zêzere convertida en una ancha planicie salpicada
de cerros testigo de mediana altura. No tardamos en abandonar la comodidad del
llano para iniciar el ascenso por un pequeño puerto de pronunciadas curvas. A
medio camino, en un rellano con vistas a la amplia vega, nos detuvimos atraídos
por una exhibición de cerámicas y esculturas al aire libre: dos enormes
jarrones forrados con trozos de azulejos de diferentes colores formando un
tosco mosaico, otro modelado con piedras irregulares, un par de bajorrelieves
esculpidos en la roca por un pedreiro* de fama local y numerosas apachetas de tres o
cuatro cantos superpuestos en frágil equilibrio, levantadas por nostálgicos
solicitantes de secretos favores a la Pachamama, la Madre Tierra, sin pensar
que las divinidades no habitan en ingratos lugares de puro monte pelado de piedra
y matorral seco, más propio de cabras que hogar de dioses.


El castillo de Sortelha se alza seductor sobre peñones de
granito. La calzada asfaltada termina en la misma Puerta de la Villa, la vía de
acceso principal a la aldea fortificada, parapetada tras imponentes paños de
muralla sin almenas que trepan por la fragosidad del terreno como prolongación
vertical del mismo. Sin haber traspasado el umbral de entrada a la aldea ya
éramos conscientes de estar en un lugar privilegiado. El arco ojival de la
puerta se abre a una gran explanada con un corpulento almez de más de 20 metros
de altura y varios siglos de edad; el día anterior encontré otro parecido junto
a la iglesia de Santa María de Guimarães, en Trancoso, lo que me hace pensar
que estos árboles tienen algo de icónicos y conmemorativos, como los olmos de
la Castilla medieval a cuya sombra se sentaban las autoridades del concejo para
deliberar sobre asuntos importantes siguiendo costumbres ancestrales de sus
antepasados.


El conjunto urbano se funde en una perspectiva de piedra con
volúmenes armónicos que se conserva en tan buen estado que diríase recién
abandonado por sus habitantes, huyendo ante una inminente desgracia que amenaza con exterminarlos.
Las calles vacías agudizan esa sensación de atemporalidad que el castillo y las
murallas remachan en nuestra imaginación rendida a un pasado medieval.





Un dédalo de callejuelas se entrecruzan dentro del anillo
que conforman las murallas. En su interior la piedra homogeneiza en su sencillez
edificios civiles, religiosos y militares; solo sus dimensiones nos recuerdan la jerarquía de quienes detentan el poder en el espacio urbano. En la plaza principal se concentran
los edificios más importantes del burgo: la Casa de la Cámara que originalmente
sirviese de ayuntamiento, tribunal y cárcel frente a una esbelta picota,
distintivo de autonomía judicial. En un costado la ciudadela, "último
refugio de los sitiados, última y tal vez inútil esperanza" en
acertadísima expresión de José Saramago, se abre paso a través de una puerta
que arranca de la roca viva para alzarse formidable, desde la torre del
homenaje, sobre el poblado y el valle que le rodea. Imponen su autoridad militar
a los edificios civiles estilizadas aspilleras de cruz y orbe y un matacán, al que llaman el Balcón de Pilatos, que alivia el
espesor del muro que sobrevuela ligeramente por encima de la entrada con
intención de defenderla de los enemigos.




Conforme se levanta el día acuden más turistas llenando sus
calles como si fuese día de mercado, una tradición secular de las ferias
medievales que se celebraban en la villa y que nos recuerdan las medidas de la
vara y el codo labradas junto a la Puerta Nueva, puerta que paradójicamente es
la más vieja de todas.

Situada al oeste de la muralla, en el lado opuesto de la
Puerta de la Villa, la Puerta Nueva da al cementerio como metáfora del ocaso de
la vida. El sol traza en su trayectoria un eje imaginario de vida y muerte,
desde una a otra puerta, que repite su ciclo cada día entrando en la ciudad por
levante y saliendo por poniente. Al lado del camposanto se levanta la iglesia
derruida de la Misericordia, también conocida como de Santa Rita, la santa a la
que tantas veces recurríamos de niños recitando nerviosos, aferrados a un
objeto del que nos querían despojar, eso de "santa Rita, santa Rita, lo
que se da no se quita"; más tarde, de mayores, supimos que su invocación
no afectaba al amor y, mucho menos, a la vida que siempre acaban
arrebatándonosla.



Aunque el día estaba fresco, el sol libre de nubes calentaba
las piedras y las higueras que crecen al abrigo de las casas protegidas de los
gélidos vientos del invierno. Si yo organizo las excursiones, Miguel decide
cuándo, dónde y qué se bebe así es que no tardó en buscar un lugar donde
refrescarnos. El bar se mimetiza con el entorno tan prodigiosamente como el
pelaje blanquinegro del gato que dormitaba en la terraza confundido con el
gneis y la cuarcita del granito. Tomamos unas cervezas y salimos de allí con una bolsa de higos secos envueltos en una suave capa de harina, una
delicatessen de otoño que, ya en Madrid, prolongó en la boca el buen sabor que
nos dejaron esos días por tierras portuguesas.
* Cantero.
* Cantero.
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