jueves, 13 de diciembre de 2018

Por tierras de Portugal: las Aldeas históricas (XI). Sortelha


Quedó Belmonte sumido en las brumas otoñales de la mañana cuando lo perdí de vista por el retrovisor. La carretera que va a Sortelha discurre por la vega del río Zêzere convertida en una ancha planicie salpicada de cerros testigo de mediana altura. No tardamos en abandonar la comodidad del llano para iniciar el ascenso por un pequeño puerto de pronunciadas curvas. A medio camino, en un rellano con vistas a la amplia vega, nos detuvimos atraídos por una exhibición de cerámicas y esculturas al aire libre: dos enormes jarrones forrados con trozos de azulejos de diferentes colores formando un tosco mosaico, otro modelado con piedras irregulares, un par de bajorrelieves esculpidos en la roca por un pedreiro* de fama local y numerosas apachetas de tres o cuatro cantos superpuestos en frágil equilibrio, levantadas por nostálgicos solicitantes de secretos favores a la Pachamama, la Madre Tierra, sin pensar que las divinidades no habitan en ingratos lugares de puro monte pelado de piedra y matorral seco, más propio de cabras que hogar de dioses.

               

El castillo de Sortelha se alza seductor sobre peñones de granito. La calzada asfaltada termina en la misma Puerta de la Villa, la vía de acceso principal a la aldea fortificada, parapetada tras imponentes paños de muralla sin almenas que trepan por la fragosidad del terreno como prolongación vertical del mismo. Sin haber traspasado el umbral de entrada a la aldea ya éramos conscientes de estar en un lugar privilegiado. El arco ojival de la puerta se abre a una gran explanada con un corpulento almez de más de 20 metros de altura y varios siglos de edad; el día anterior encontré otro parecido junto a la iglesia de Santa María de Guimarães, en Trancoso, lo que me hace pensar que estos árboles tienen algo de icónicos y conmemorativos, como los olmos de la Castilla medieval a cuya sombra se sentaban las autoridades del concejo para deliberar sobre asuntos importantes siguiendo costumbres ancestrales de sus antepasados.





El conjunto urbano se funde en una perspectiva de piedra con volúmenes armónicos que se conserva en tan buen estado que diríase recién abandonado por sus habitantes, huyendo ante una inminente desgracia que amenaza con exterminarlos. Las calles vacías agudizan esa sensación de atemporalidad que el castillo y las murallas remachan en nuestra imaginación rendida a un pasado medieval.

    






Un dédalo de callejuelas se entrecruzan dentro del anillo que conforman las murallas. En su interior la piedra homogeneiza en su sencillez edificios civiles, religiosos y militares; solo sus dimensiones nos recuerdan la jerarquía de quienes detentan el poder en el espacio urbano. En la plaza principal se concentran los edificios más importantes del burgo: la Casa de la Cámara que originalmente sirviese de ayuntamiento, tribunal y cárcel frente a una esbelta picota, distintivo de autonomía judicial. En un costado la ciudadela, "último refugio de los sitiados, última y tal vez inútil esperanza" en acertadísima expresión de José Saramago, se abre paso a través de una puerta que arranca de la roca viva para alzarse formidable, desde la torre del homenaje, sobre el poblado y el valle que le rodea. Imponen su autoridad militar a los edificios civiles estilizadas aspilleras de cruz y orbe y un matacán, al que llaman el Balcón de Pilatos, que alivia el espesor del muro que sobrevuela ligeramente por encima de la entrada con intención de defenderla de los enemigos.





     
Conforme se levanta el día acuden más turistas llenando sus calles como si fuese día de mercado, una tradición secular de las ferias medievales que se celebraban en la villa y que nos recuerdan las medidas de la vara y el codo labradas junto a la Puerta Nueva, puerta que paradójicamente es la más vieja de todas.


  

Situada al oeste de la muralla, en el lado opuesto de la Puerta de la Villa, la Puerta Nueva da al cementerio como metáfora del ocaso de la vida. El sol traza en su trayectoria un eje imaginario de vida y muerte, desde una a otra puerta, que repite su ciclo cada día entrando en la ciudad por levante y saliendo por poniente. Al lado del camposanto se levanta la iglesia derruida de la Misericordia, también conocida como de Santa Rita, la santa a la que tantas veces recurríamos de niños recitando nerviosos, aferrados a un objeto del que nos querían despojar, eso de "santa Rita, santa Rita, lo que se da no se quita"; más tarde, de mayores, supimos que su invocación no afectaba al amor y, mucho menos, a la vida que siempre acaban arrebatándonosla.









Aunque el día estaba fresco, el sol libre de nubes calentaba las piedras y las higueras que crecen al abrigo de las casas protegidas de los gélidos vientos del invierno. Si yo organizo las excursiones, Miguel decide cuándo, dónde y qué se bebe así es que no tardó en buscar un lugar donde refrescarnos. El bar se mimetiza con el entorno tan prodigiosamente como el pelaje blanquinegro del gato que dormitaba en la terraza confundido con el gneis y la cuarcita del granito. Tomamos unas cervezas y salimos de allí con una bolsa de higos secos envueltos en una suave capa de harina, una delicatessen de otoño que, ya en Madrid, prolongó en la boca el buen sabor que nos dejaron esos días por tierras portuguesas.

* Cantero.

  


 




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