Desde Carrión de los Condes a la villa romana de La Olmeda apenas
hay 20 kilómetros en dirección norte. La carretera discurre por la planicie de
la vega del río Carrión, la misma que atrajo por sus fértiles tierras a colonos
de origen romano en torno al siglo I, recién comenzada la nueva Era cristiana.
Vinieron para quedarse, como hicieron tantos otros después, respaldados por la
fuerza de las armas del Imperio y la conquista de facto de la Península a la
que rebautizarían como Hispania, nombre por la que sería conocida durante
siglos hasta caer en manos de nuevos invasores, los musulmanes. Muchas veces
había oído hablar de la villa de la Olmeda y, en especial, de sus mosaicos la
parte mejor conservada y rostro mediático del yacimiento, que llegó a ser
considerado por National Geographic nada menos como “uno de los doce mayores
descubrimientos de la arqueología moderna”, así es que era una buena ocasión
para dar satisfacción al deseo de conocerla que me perseguía desde hacía años.
Acompañado por los amigos de viaje llegamos al yacimiento
arqueológico bien entrado el mediodía. Las nieblas de la mañana se habían
levantado y dejado al descubierto un azul radiante con un sol que calentaba
poco, uno de esos días despejados y fríos de invierno en los que el golpe del
hacha sobre el tronco retumba seco en el espacio y los estridentes graznidos de
los cuervos y las ruidosas urracas rasgan el silencio del campo.
La visita a un yacimiento puede resultar tediosa para los que no están
familiarizados con la historia porque, al fin y al cabo, éste no pasa de mostrar
escasos restos aflorados durante excavaciones, los cuales, generalmente se han
deteriorado mucho con el tiempo y dan poco margen a la interpretación si no se
está bien informado. Imagino que los responsables de la Olmeda, conscientes de
ello, se esmeraron en prepararlo para ofrecer al público una visión amplia de
lo que fue esta impresionante villa romana, poniéndonos en antecedentes de su
contexto histórico y el entorno inmediato con la previa proyección de un
documental, folletos explicativos y guías bien documentados. Esto fue
suficiente para que todos saliésemos de la mansión romana con una sonrisa en la
cara, como si el dueño nos hubiese invitado a participar en un banquete
recostados sobre triclinios.
Escudriñando los fragmentos de los hallazgos que yacían
semienterrados, apenas unas pocas piezas visibles de aquel gigantesco puzzle, fueron
encajando en mi febril imaginación hasta formar un todo. De aquel vacío inicial
fue emergiendo un nuevo orden que no tardó en proyectarse sobra la nada como una
holografía poblada de objetos y personajes que transitaban como sombras por
aquel mundo de patricios rodeados de tantos lujos que ensombrecerían a los de
muchos magnates actuales. Así, las cornamentas, amontonadas como desechos en el
hoyo de un vertedero, se alzaron para coronar de nuevo las cabezas de los
orgullosos ciervos que, recobrando la vida de nuevo, huyeron espantados a
esconderse entre los bosques de la vega. Las tinajas de vino recuperaron su
tamaño original de mano de un alfarero invisible y volvieron a ocupar los huecos
dejados en la tierra batida de la despensa.
El arranque de un escalón dio paso
a una escalera mágica que me llevó, como a un nuevo Ulises, al gineceo de la
segunda planta donde las mujeres de la familia y sus sirvientas ocultaban al
héroe Aquiles para librarlo de la flecha aquea que le llevaría a la muerte
segura en Troya, trasunto mitológico muy bien descrito en las teselas que conforman
el gran mosaico del oecus, la sala
principal de la villa, en el que Ulises descubre a Aquiles disfrazado de mujer
en el palacio del rey Licomedes para no ir a la guerra.

Un rastro de ánforas rotas, restos de cenizas y un tremendo
costurón que desbarató parte de las
figuras geométricas de los mosaicos, como si un rayo hubiese penetrado en el
suelo, me sacó del ensimismamiento de las termas y llevó a mis oídos relinchos
de jinetes y batir de espadas. La vida plácida de la villa llegó a su fin a finales
del s. V. Tiempos convulsos en los que hordas armadas de bárbaros reclamaban
para sí las riquezas de los vencidos y los esclavos se alzaban en armas contra
la aristocracia terrateniente que los había sometido. El viejo orden se
descomponía en medio del caos. El pillaje, el fuego y la sangre se esparcieron
por doquier y nada quedó a salvo, la Olmeda tampoco.
Sepultada bajo la tierra la villa romana de la Olmeda fue exhumada
casi quince siglos después. Igual que los ciervos, ha recobrado de nuevo la
vida para levantarse sobre sus ruinas y mostrarnos todo aquello que imaginé.
Quizás entre los visitantes que vamos a admirarla nos encontremos los
descendientes de Espartaco, los mismos que alzaron las teas para prender fuego
a la villa, o de los bárbaros que atravesaron con sus espadas a sus moradores,
dueños y sirvientes, sin distinción y, es que, la Historia siempre tiene
finales muy sorprendentes.
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