lunes, 23 de enero de 2017

Viaje a través de los Campos Góticos. Capítulo VIII: la rebelión de los hijos de Espartaco.


Desde Carrión de los Condes a la villa romana de La Olmeda apenas hay 20 kilómetros en dirección norte. La carretera discurre por la planicie de la vega del río Carrión, la misma que atrajo por sus fértiles tierras a colonos de origen romano en torno al siglo I, recién comenzada la nueva Era cristiana. Vinieron para quedarse, como hicieron tantos otros después, respaldados por la fuerza de las armas del Imperio y la conquista de facto de la Península a la que rebautizarían como Hispania, nombre por la que sería conocida durante siglos hasta caer en manos de nuevos invasores, los musulmanes. Muchas veces había oído hablar de la villa de la Olmeda y, en especial, de sus mosaicos la parte mejor conservada y rostro mediático del yacimiento, que llegó a ser considerado por National Geographic nada menos como “uno de los doce mayores descubrimientos de la arqueología moderna”, así es que era una buena ocasión para dar satisfacción al deseo de conocerla que me perseguía desde hacía años.


Acompañado por los amigos de viaje llegamos al yacimiento arqueológico bien entrado el mediodía. Las nieblas de la mañana se habían levantado y dejado al descubierto un azul radiante con un sol que calentaba poco, uno de esos días despejados y fríos de invierno en los que el golpe del hacha sobre el tronco retumba seco en el espacio y los estridentes graznidos de los cuervos y las ruidosas urracas rasgan el silencio del campo.


La visita a un yacimiento puede resultar tediosa para los que no están familiarizados con la historia porque, al fin y al cabo, éste no pasa de mostrar escasos restos aflorados durante excavaciones, los cuales, generalmente se han deteriorado mucho con el tiempo y dan poco margen a la interpretación si no se está bien informado. Imagino que los responsables de la Olmeda, conscientes de ello, se esmeraron en prepararlo para ofrecer al público una visión amplia de lo que fue esta impresionante villa romana, poniéndonos en antecedentes de su contexto histórico y el entorno inmediato con la previa proyección de un documental, folletos explicativos y guías bien documentados. Esto fue suficiente para que todos saliésemos de la mansión romana con una sonrisa en la cara, como si el dueño nos hubiese invitado a participar en un banquete recostados sobre triclinios.

 

Escudriñando los fragmentos de los hallazgos que yacían semienterrados, apenas unas pocas piezas visibles de aquel gigantesco puzzle, fueron encajando en mi febril imaginación hasta formar un todo. De aquel vacío inicial fue emergiendo un nuevo orden que no tardó en proyectarse sobra la nada como una holografía poblada de objetos y personajes que transitaban como sombras por aquel mundo de patricios rodeados de tantos lujos que ensombrecerían a los de muchos magnates actuales. Así, las cornamentas, amontonadas como desechos en el hoyo de un vertedero, se alzaron para coronar de nuevo las cabezas de los orgullosos ciervos que, recobrando la vida de nuevo, huyeron espantados a esconderse entre los bosques de la vega. Las tinajas de vino recuperaron su tamaño original de mano de un alfarero invisible y volvieron a ocupar los huecos dejados en la tierra batida de la despensa. 


El arranque de un escalón dio paso a una escalera mágica que me llevó, como a un nuevo Ulises, al gineceo de la segunda planta donde las mujeres de la familia y sus sirvientas ocultaban al héroe Aquiles para librarlo de la flecha aquea que le llevaría a la muerte segura en Troya, trasunto mitológico muy bien descrito en las teselas que conforman el gran mosaico del oecus, la sala principal de la villa, en el que Ulises descubre a Aquiles disfrazado de mujer en el palacio del rey Licomedes para no ir a la guerra. 


En la zona de los baños todo fue más fácil de imaginar, quizás debería decir de soñar porque estaba habitada por las hermosas mujeres de la casa. Unas estaban entregadas al goce de las aguas del caldarium, los baños calientes, otras a las frías aguas de la elegante pileta en forma de trébol del frigidarium que, momentáneamente, traspasaban como agujas sus carnes dejando su atractiva anatomía poblada de sensuales poros erizados o, sus pieles recorridas por pequeños arroyos de sudor alimentados por el vapor de la sauna, mientras otras se abandonaban relajadas sobre lechos a los masajes con costosas esencias de aceites aromáticos. Envidiable esclavitud cuando es para someterse a estos trabajos.

Un rastro de ánforas rotas, restos de cenizas y un tremendo costurón que  desbarató parte de las figuras geométricas de los mosaicos, como si un rayo hubiese penetrado en el suelo, me sacó del ensimismamiento de las termas y llevó a mis oídos relinchos de jinetes y batir de espadas. La vida plácida de la villa llegó a su fin a finales del s. V. Tiempos convulsos en los que hordas armadas de bárbaros reclamaban para sí las riquezas de los vencidos y los esclavos se alzaban en armas contra la aristocracia terrateniente que los había sometido. El viejo orden se descomponía en medio del caos. El pillaje, el fuego y la sangre se esparcieron por doquier y nada quedó a salvo, la Olmeda tampoco.



Sepultada bajo la tierra la villa romana de la Olmeda fue exhumada casi quince siglos después. Igual que los ciervos, ha recobrado de nuevo la vida para levantarse sobre sus ruinas y mostrarnos todo aquello que imaginé. Quizás entre los visitantes que vamos a admirarla nos encontremos los descendientes de Espartaco, los mismos que alzaron las teas para prender fuego a la villa, o de los bárbaros que atravesaron con sus espadas a sus moradores, dueños y sirvientes, sin distinción y, es que, la Historia siempre tiene finales muy sorprendentes. 


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