Amanecer en Campos en una nebulosa mañana de invierno es una
inyección de vitalidad para los que nos gusta ver como el aire que exhalamos se
convierte en vaho en nuestros propios bigotes antes de fundirse con la niebla
que nos rodea. Es una manifestación inequívoca de vida: “Respiro, luego vivo”
equiparable, por qué no, a la filosófica locución de Descartes “Pienso, luego
existo”
Pero Amanecer en Campos no es solo una bonita expresión que hace alusión
a la salida del sol, es también el poético nombre de nuestro alojamiento en
Población de Campos, una casa rural con mucha solera, fachada de ladrillos cocidos, amplias habitaciones,
exquisita decoración, cocina equipada y buena calefacción, en
definitiva, un sitio perfecto donde pasar unos días en pleno Camino de Santiago y punto de partida a numerosos pueblos y parajes de gran
valor natural y cultural. Y por si fuese poco, una afable posadera, Carmen, la
propietaria siempre dispuesta a dar el mejor consejo a sus inquilinos.
A la espera de que mis amigos se levantasen a desayunar aproveché
para salir a dar un paseo por el pueblo que, a pesar de sus escasas 140 almas,
cuenta con una respetable herencia patrimonial fruto de los siglos al servicio
de los peregrinos.
Cerca de la casa del Amanecer se encuentra todo: plaza y eras,
palomares y ayuntamiento, iglesias y ermitas. Como no hay miedo a perderse me
aventuré a salir sin GPS y sin más precauciones que la de un pesado anorak
acolchado, disfrutando de un inacabable cigarro puro imaginario que con cada resuello,
60 por minuto, humeaba como la chimenea de una locomotora de vapor.
No había despuntado el sol pero el alba comenzaba a clarear la
mañana acrecentando el gris plomizo de la niebla cerrada. Con las manos en los
bolsillos seguí las indicaciones de Carmen y tomé una calle en dirección a la
ermita de S. Miguel. Bastaba con girar a la derecha y seguir todo recto. Un trazado
urbano muy práctico para los millones de caminantes que lo han transitado durante siglos sin
necesidad de detenerse a preguntar por dónde se va a Santiago. Sobre la tapia
de gruesos sillares pendían farolillos que se me antojaron calabazas pendiendo de
artísticos bordones de peregrinos forjados en hierro, tan prácticos que sin necesidad
de estar prendidos indicaban el camino con su sola predisposición longitudinal.
Al otro lado de la acera, huertas teñidas de ocres y pies de olmos añosos
cubiertos con setas dudosamente comestibles acentuaban
el carácter rural de sus calles.
En la
espesura de la bruma, emboscada entre las ramas secas de la alameda, vi la
silueta de la ermita. Hermosa y mística, guardiana del camino, fue erigida como tantas otras en nombre del jefe de los ejércitos celestiales, el arcángel
San Miguel, protector de los caminantes, Príncipe de la Luz que se impuso sobre otro Príncipe, éste de las Tinieblas, al que arrojó con su flamígera espada del Reino de los Cielos.
Nada estorbaba la quietud de la madrugada: los muertos reposaban en eterno descanso en el cementerio que se levanta frente a ella y la hierba calada por el rocío se plegaba sumisa bajo mis pies, cuando de repente, en ese sordo silencio, inesperadamente el aleteo de un gavilán lanzado al vacío desde la espadaña puso desasosiego a mi desprevenida persona. Repuesto del sobresalto me acerqué a sus muros y pasé revista, uno a uno, a los canecillos que decoraban su cornisa encontrándolos tan bellos que a mis ojos todos eran iguales excepto uno con forma fálica que, vete a saber con qué intención, fue así esculpido quizás a imagen y semejanza del mismísimo miembro del artesano. A mi paso varios gorriones abandonaron apresuradamente sus nidos, construidos entre los intersticios de los sillares de caliza de la ermita que a pesar de sus siete siglos se conserva joven y bella como una quinceañera. El sol seguía sin hacer acto de presencia pero el reloj marcaba las 8.30, hora de regresar al calor del hogar para tomar un buen café de puchero con un trozo de consistente bizcocho. Si íbamos a caminar había que estar preparados.

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