martes, 17 de enero de 2017

Viaje a través de los Campos Góticos. Capítulo VII: Hitos jacobeos en Tierra de Campos.


Con la fe ciega del peregrino iniciamos el Camino a tempranas horas de la mañana para ir a visitar en Villalcázar de Sirga la impresionante iglesia de Santa María la Blanca, construida al amparo del favor real y de los caballeros templarios. Con tan poderosos padrinos se elevó a comienzos del s. XIII un templo-fortaleza para la defensa de la fe y protección de los cristianos que por allí asentaron sus reales, ya más tranquilos, al ver como la Media Luna retrocedía hacia el Sur empujada por la Cruz. A pesar de haber sufrido graves desperfectos con los años, no resulta difícil imaginar lo buena moza que hubo de ser si aun en su vejez sigue siendo así de bella.

La altura del pórtico, los muros y la torre parece hecha a la medida para provocar la congoja de los humildes visitantes que llegamos a sus pies y, de paso, recordarnos con sus piedras altivas el poder divino. Puestos de sopetón cada uno en su sitio, hombres y Dios, ascendimos por la escalinata con la vista puesta ora en el gran rosetón, ora en la portada ligeramente apuntada y rehundida en el grueso muro. Tanto en su arquitectura como en su estética se trasluce en ella el tránsito del románico hasta ahora imperante, al nuevo estilo, el gótico que reclama para sí un espacio y un orden nuevo.

A la izquierda de la puerta principal se abre otra más modesta, ambas con haces de arquivoltas habitadas por un gentío de ángeles, santos, clérigos y músicos alborozados, quizás, por sentirse en la antesala del Paraíso presidido, desde el doble friso que la corona, por un majestuoso Pantocrátor bendiciendo rodeado por el Tetramorfos, los cuatro símbolos de los Evangelistas, y escenas de la Virgen con la Adoración y la Anunciación. El coro celestial se completa con los Apóstoles bajo arcos que representan la ciudad de Jerusalén.
Cruzamos el umbral y la sensación de verticalidad es aún más acusada en el interior. El protogótico se abre paso empujando con fuerza hacia arriba, forzando a elevar la vista. Las naves, construidas con sillares de caliza blanca, se muestran descarnadas como los huesos del esqueleto de un gigante antediluviano levantado sobre sus patas con forma de pilastras y costillas hechas con la fina tracería de las bóvedas.


 

A través del rosetón se filtra la luz del exterior tamizada por vidrios de colores. Desciende como fina lluvia de polvo sobre las figuras yacentes de los ilustres personajes que reposan en sueño eterno de piedra sobre los laudas de los sepulcros góticos: el infante real Felipe de Castilla, hijo de Fernando III el Santo, su esposa doña Inés y don Juan de Pereira, caballero de la Orden de Santiago. Es la manifestación visible de la alianza del poder terrenal con el arte para conquistar a Dios. Con esa idea desplegaron estratégicamente por los retablos las obras de los mejores arquitectos, pintores e imagineros de la época. Nunca sabremos si lograron impresionar al Altísimo pero con nosotros lo consiguieron con creces.

A la salida eché un último vistazo a la portada y su friso. Reparé en la imagen de un dragón aplastado sin esfuerzo alguno por el pie de la Virgen, una mujer joven de aspecto saludable, coqueta, rostro con media sonrisa enmarcado por un tocado y una larga cabellera, cejas bien definidas, diría también que depiladas, nariz respingona y boca de pitiminí. Con una mano sujeta al Niño y con la otra levanta los dedos como si le estuviese haciendo una “peineta” al dragón del Apocalipsis que se retuerce como un perrillo faldero a sus pies con gesto lastimoso implorando su libertad. ¡Qué cantidad de historias podrían escribirse inspiradas en estas imágenes! Esto mismo fue lo que hizo nuestro rey Sabio, Alfonso X, con las Cantigas, un conjunto de poemas de alabanzas y relatos sobre la Virgen inspirado por la talla de Santa María la Blanca.
Junto al afamado Mesón de los Templarios hay una escultura de bronce levantada en honor al peregrino. Nos acercamos a saludarle pero resultó ser un hombre de pocas palabras aunque, a buen seguro, éstas se le quedaron congeladas en su boca de metal debido al frío de la mañana invernal. Nos hicimos unas fotografías junto a él y partimos sin despedirnos, a riesgo de quedarnos tan helados como el caminante, a Carrión de los Condes un pueblo que conserva algunos tesoros dignos de visitar aunque la localidad ha crecido demasiado deprisa y están tan dispersos que pasarían por ser los restos de un valioso naufragio.



Dos fachadas del s. XII son merecedoras de atención por el prodigioso tallado de sus imágenes: la de la iglesia de Santa María del Camino y la del Salvador. Entre éstas y la de Villalcázar de Sirga hay muchas similitudes, los mismos personajes poblando las arquivoltas de las portadas, todo un universo medieval en plena ebullición: juglares, músicos, bailarinas, herreros, sastres, acuñadores de monedas, jueces… que se complementan con escenas abiertas a múltiples interpretaciones en los capiteles y los frisos, recorridos por seres fantásticos, grifos, hombres cabalgando sobre bestias, hasta el mismo Sansón desquijarando las fauces del león, curioso motivo que volveremos a ver en un capitel de la iglesia de Santa Eufemia de Cozuelos, lo que nos permite aventurar que grupos de tallistas y canteros de parecida formación recorrieron aquellas tierras dejando en ellas su peculiar impronta.


 

 

Entre tantos motivos captaron mi atención los dos pares de toros esculpidos en las impostas de la puerta de Santa María del Camino cuya presencia, y la de un grupo de mujeres en uno de los capiteles, atribuyen al milagro de las Cien doncellas, un ominoso tributo de jóvenes vírgenes que los cristianos estaban obligados a dar en pago a los emires de Córdoba para mantener la paz. Cuenta la leyenda que cuando estaban siendo entregadas las cuatro virginales púberes que correspondían a la ciudad de Carrión, la Virgen obró un milagro y cuatro fieros toros aparecieron en la vega poniéndolos en fuga y causando gran mortandad entre los moros. Para que esto no se olvidara y fuese recordado por todos los peregrinos que por allí pasaban, la leyenda quedó esculpida en piedra para ensalzar la victoria de la Virgen sobre los lascivos musulmanes que habían invadido la España goda.

Sobre el río Carrión se extendía una bruma que traía a mi mente recuerdos de guerreros y relinchos de caballos entre los álamos. Caminé un rato por la orilla temeroso y anhelante a la vez de verlos aparecer pero el pesado runruneo de un destartalado camión me sacó del ensimismamiento en que me hallaba.  Cruzamos el puente Mayor que une el núcleo de la villa con el monasterio de San Zoilo, el cuál hoy como ayer, es famoso por su hospedería en la que se daba a los peregrinos tanto pan y vino como fuesen capaces de comer y beber sin coste alguno. Actualmente también lo hacen pero al precio de la carta del hotel de cuatro estrellas que alberga en su interior.

Del monasterio es especialmente reseñable su claustro aunque de la temprana edificación medieval solo queda una portada de acceso y los sarcófagos de los condes ricamente labrados. El claustro es una bella obra renacentista a la altura de lo que fue la ciudad en el pasado. En sus bóvedas pululan una legión de personajes: profetas, evangelistas, emperadores, papas, santos, padres de la Iglesia…. y, entre todos, en lugar destacado los condes fundadores y sus escudos de armas.

  

 

Una vez más, apremiados por el tiempo partimos de Carrión, con los sentidos satisfechos, hacia la villa romana de la Olmeda, pero eso ya forma parte de otra historia.




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