Este relato por tierras peruanas comienza en Lima adonde llegamos 484 años después que Pizarro y sus huestes, en el mes de julio,
correspondiente al octavo mes del calendario inca, el Chahuarhuay Quilla,
el primero después del solsticio de invierno, cuando los campesinos preparaban la tierra para la siembra y los sacerdotes vertían sobre los ríos chicha
propiciatoria, la bebida sagrada, esperando a cambio que el
agua fuese generosa y permitiese buenas cosechas. Pero a diferencia de nuestros
antepasados no vinimos movidos por la codicia ni en busca de gloria, sino a dejarnos deslumbrar por la
civilización de los Hijos del Sol y sus paisajes.
Permitidme que durante nuestra estancia en Lima me personifique en el río Rímac, que en quechua significa "hablador". Mis palabras transcribirán el lenguaje de las rocas del lecho del río cuando golpean entre sí empujadas por la corriente de agua que desciende de la cordillera. Fue a orillas de este río donde Pizarro fundó la Ciudad de los Reyes, hoy conocida simplemente como Lima.
La persona encargada de
recogernos en el aeropuerto Jorge Chávez, quiso dar prueba de su erudición señalando con el dedo índice un aeroplano suspendido en
el techo de la terminal de llegadas internacionales, y
nos preguntó si sabíamos que era eso. La improbabilidad de una respuesta certera era tan alta que cuando le contesté que
probablemente se tratase del avión con el que Jorge Chávez, uno de los prohombres de Perú, encontró la muerte al cruzar los Alpes (sí, digo bien, los Alpes no los Andes) no supo que decir y nos llevó en silencio al coche que nos esperaba en la puerta.
Elena me dio un codazo y me reprochó ir de listillo. Pero ¡qué iba a hacer si
me sabía la respuesta! Ya advertí en los prolegómenos del blog que
había leído mucho sobre Perú las semanas previas al viaje, dispuesto a no perderme nada. Lo cierto es que el
hombre ya no preguntó más e indicó al conductor que tomara la “jaiguey”
(“highway” autopista en inglés) en dirección al hotel Tambo I.
La atmósfera de la ciudad era
gris, el cielo estaba cubierto de nubes y una finísima lluvia caía sin mojar la
tierra. Fue así como conocí la “garúa”, el chirimiri limeño.
La temperatura era perfecta, unos 18º que comparados con los 40º que había en España nos dio un respiro.
Lima se encuentra entre las ciudades más populosas de Sudamérica, lo que no deja de ser
paradójico para tratarse de una ciudad situada en un desierto costero con casi nulas
precipitaciones. Enormes cactus de un verde intenso y brillante, pueblan los jardines junto a alegres buganvillas y corpóreos ficus alimentados por la
humedad ambiental provocada por la proximidad del océano.
Casi sin darnos tiempo a dejar
el equipaje pasaron a buscarnos al hotel apenas desayunamos, para una visita guiada por
la ciudad. Apenas habíamos pegado ojo durante el viaje de nuestros sueños pero partimos ansiosos de conocer esa ciudad lejana y exótica de la que tanto habíamos oído hablar. 
Colgado en un
privilegiado balcón con vistas al océano, el Parque del Amor es una pobre imitación del Parque Güell de Barcelona con sus asientos corridos, formas onduladas y fragmentos de cerámicas. Una pareja se funde en un apasionado beso en lo alto de una plataforma, quizás motivados por las docenas de frases empalagosas esparcidas por el pétreo mobiliario: “Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido” o “Te desvisto como quien pela una fruta”.

Por no ser menos que los amantes, todos nos hicimos una foto a sus pies, sonrientes y bien agarrados para dejar constancia no solo de nuestro amor sino de la presencia en aquel lugar, cuyo verdadero atractivo estaba más allá del acantilado abierto a una extensión infinita de agua que en el horizonte se alzaba al cielo. Mientras posaba, un pensamiento cruzó como un rayo por mi cabeza, un encendido deseo de que el resto de la ciudad fuera mucho más atractiva que el parque.

Por no ser menos que los amantes, todos nos hicimos una foto a sus pies, sonrientes y bien agarrados para dejar constancia no solo de nuestro amor sino de la presencia en aquel lugar, cuyo verdadero atractivo estaba más allá del acantilado abierto a una extensión infinita de agua que en el horizonte se alzaba al cielo. Mientras posaba, un pensamiento cruzó como un rayo por mi cabeza, un encendido deseo de que el resto de la ciudad fuera mucho más atractiva que el parque.

La Plaza de Armas en tiempos de
Pizarro no fue la misma plaza amable que teníamos ante nosotros según deduje de
la placa fijada en una pared de la calle Santa Rosa, esquina con el Jirón de la
Unión. Los tiempos iniciales de la conquista fueron tiempos de muchas privaciones
y guerras, de olor a sangre y sudor, de dolor y muerte. De la interpretación de las imágenes se
desprendía que los rudos conquistadores edificaron la nueva ciudad sobre la preexistente
vieja ciudad inca situada a orillas del río Rímac. Quizás eso de respuesta a mí
pregunta: ¿por qué Pizarro se fue tan lejos de la costa a fundar su ciudad? Entre las razones que leía se decía que para
estar a salvo de los ataques de los corsarios pero esos llegaron después de la
fundación. Más bien creo que el ilustre trujillano se dejó llevar por la experiencia de sus antiguos
ocupantes que, sin duda alguna, eligieron aquel sitio por muy buenas razones.
A la vista de lo que veía en la placa y de lo que tenía ante mí, supongo que iniciaron de inmediato una gran operación urbanística. Explanaron los viejos corrales de llamas para hacer la nueva plaza y en su centro emplazaron el nuevo símbolo de poder, una amenazante picota que no era otra cosa sino una horca, en la que se ajusticiaba a los condenados. Espoleados por su celo cristiano edificaron una iglesia modesta bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción sobre las ruinas humeantes del templo Puma-Inti, el adoratorio de más importancia de la ciudad inca. Pizarro se reservó para sí la casa del Curaca Taulichusco, a la sazón cacique o gobernador de la ciudad; otra “huaca”, un espacio sagrado, sirvió para levantar un modesto ayuntamiento quedando el resto de los edificios y espacios adyacentes para la tropa y sus capitanes.



Sin embargo para mí la gran
sorpresa fue descubrir que aquí vivió y yace para la eternidad Fray Escoba. No
he podido averiguar cómo llegó a mis manos, siendo niño, muy niño, una imagen
de plástico de Fray Martín de Porres. Entre sus manos portaba una escoba y de
sus hábitos emergía una cabeza negra de pelo anillado. Yo por entonces no sabía
de la existencia de otras razas y se me antojó que aquel pobre hombre tenía
tanta roña que había ennegrecido. Quizás movido por una temprana piedad, me
apliqué en chupar su cabeza concienzudamente hasta no dejar rastro de la pintura
negra que le cubría ¿Qué fue de esa figurilla? No lo sé pero nunca se me
olvidó, por eso, cuando casi 50 años después vi su imagen a tamaño natural en
una capilla y a sus pies, una tumba con su epitafio, sentí un escalofrío en la
nuca. ¡Al fin lo encontré! De qué lejos vino a mí y qué lejos se fue. Para mí quedaban suficientemente acreditados los rumores del poder de bilocación atribuido al
santo, o sea, la capacidad de estar al mismo tiempo en Lima y en mi casa de San Clemente.
Será por eso que a pesar de ser un hombre de poca fe,
renació súbitamente en mí la devoción por el humilde fraile que terminó
canonizado siendo el primer santo mulato de América. Henchido por el espíritu del dominico compré en la portería del convento una imagen de barro del santo para
devolvérsela a mi madre en el mismo estado que un día ella me la dio, con su cara
sucia de roña, roña que no volveré a quitar. No pude imaginar el regocijo con el que fue acogido por mi familia. El hecho fue tan celebrado como el regreso del hijo pródigo al hogar paterno. No tardarán en lucir a sus pies las
lamparillas rogatorias que la vieja Manuela, mi madre, encenderá pidiéndole favores para que toda la
Humanidad, propia y extraña, sea capaz de compartir el mismo plato del mismo modo que hicieron el perro, el gato y el ratón que posan a sus pies, por deseo del santo.
Y hablando de comidas, como ya
era mediodía nos replegamos de nuevo al elegante barrio de Miraflores de donde
habíamos partido y donde estaban nuestros hoteles. Aconsejados por Suzanne unos
cuantos decidimos compartir platos, como los animales de Fray Escoba, en el restaurante
Mangos, del elitista shopping de Larcomar, que no es otra cosa que un centro
comercial. Y así, en vez de perros, gatos y ratones compartimos mesa con un
matrimonio costarricense, otro argentino y la guía, a la que invitamos al
cóctel más popular de Perú, el pisco sour, que allí pronuncian como pisco “sauer”
haciendo énfasis, como siempre que quieren ser refinados, en el inglés. “Sour”
en inglés significa agrio, algo normal si consideramos que el pisco sour tiene
como dos de sus componentes principales el pisco, un aguardiente de uva, y la lima.
La comida limeña fue otro de
los grandes descubrimientos para mí. Ya me habían advertido de su prestigio y
me aconsejaron que no regresara sin haber probado el ceviche. Acomodados en la
amplia terraza levantada sobre un acantilado que daba al Pacífico, y por cien
soles, la moneda oficial de Perú, equivalente a 28 euros, tomamos un menú
degustación de barra libre. En el mostrador había expuestos cerca de
50 platos, todos tan refinados como desconocidos para mí. Sus nombres exóticos
eran un atractivo más para mi voraz apetito que se había despertado ante la
presencia de aquella variopinta comida. Maíz, zapallos, rocotos rellenos,
tamales, frijoles, causa limeña, todo tipo de papas inimaginables, tiradito
criollo, ceviche de pescado, lomo saltado entre los primeros platos, y de
postre alfajores, suspiros limeños y un delicioso arroz con leche peruano, del que me comí dos copas. De
bebidas el mencionado pisco sour y chicha morada. Con el hambre que me
caracteriza y la curiosidad por ahondar en el conocimiento del país, fui echándome
un poco de cada cosa con el propósito de probar todos, al menos todos los que
desconocía que eran la mayoría. Hube de echar varios viajes pero el esfuerzo
mereció la pena. Una tras otra, ante el asombro de los comensales, con algo de parsimonia pero sin pausa, iba
engullendo aquellas delicatesen que antes de caer en el abismo de mi estómago perfumaban
el paladar con sus especias y condimentos así, hasta que quedé tan saciado que
la cena fue innecesaria.
Pero Lima seguía existiendo más
allá de las mesas del Mangos Restaurante y no dimos tiempo a reposar el pantagruélico
banquete. De camino al centro del casco histórico, vimos desde el ómnibus el
sitio arqueológico de la “Huaca de Pucllana” pero este enclave no estaba incluido
en el tour así es que tomamos un taxi mi mujer y yo y nos fuimos a conocerla antes
de que anocheciera.

Millones de adobitos se acumulaban
unos encima de otros, dispuestos a modo de libros en una estantería. Fuimos ascendiendo
por rampas de un nivel a otro hasta alcanzar el nivel superior donde se oficiaba el culto y las ofrendas a sus dioses. Desde allí podía
otearse buena parte de la ciudad que amenazaba con terminar de engullir entre sus
fauces lo que quedaba de los sagrados terrenos. En pleno proceso de excavación arqueológica
todavía quedaban muchas cosas por desentrañar como esta tumba con los restos
momificados y enseres de algún noble o sacerdote. Al lado
se levantaban los cimientos de lo que se suponía era la parte civil y administrativa
del centro religioso. Unas figuras de tamaño natural ataviadas al modo de la época recreaban escenas de distinta índole.
De regreso al hotel pensé qué
fuerza sobrenatural era capaz de exigir este titánico esfuerzo en aras de lo sagrado.
Generaciones y generaciones haciendo durante siglos adobes o tallando sillares para
estar más cerca del cielo, cada uno a su manera, levantando pirámides o
catedrales donde alojar dioses desconocidos, temidos y ancestrales y oficiar
desde ellos ritos propiciatorios en beneficio de la comunidad. Supongo que es
el precio de la salvación eterna.
Gran escritor! Apetece viajar cuando lo lees.
ResponderEliminarBueno Luisma, quedamos ansiosos a la espera del siguiente capítulo. Gracias por compartir esta visita y divertirnos tanto con tu talante de escribidor. Marian
ResponderEliminarQué capacidad descriptiva y narrativa. Fantástico capítulo. Nos vamos a hacer adictos a estos relatos viajeros.
ResponderEliminarBuena pluma, disfruté mucho al leerlo.
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