miércoles, 27 de julio de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo III: Lima


Este relato por tierras peruanas comienza en Lima adonde llegamos 484 años después que Pizarro y sus huestes, en el mes de julio, correspondiente al octavo mes del calendario inca, el Chahuarhuay Quilla, el primero después del solsticio de invierno, cuando los campesinos preparaban la tierra para la siembra y los sacerdotes vertían sobre los ríos chicha propiciatoria, la bebida sagrada, esperando a cambio que el agua fuese generosa y permitiese buenas cosechas. Pero a diferencia de nuestros antepasados no vinimos movidos por la codicia ni en busca de gloria, sino a dejarnos deslumbrar por la civilización de los Hijos del Sol y sus paisajes.

Permitidme que durante nuestra estancia en Lima me personifique en el río Rímac, que en quechua significa "hablador". Mis palabras transcribirán el lenguaje de las rocas del lecho del río cuando golpean entre sí empujadas por la corriente de agua que desciende de la cordillera. Fue a orillas de este río donde Pizarro fundó la Ciudad de los Reyes, hoy conocida simplemente como Lima.


La persona encargada de recogernos en el aeropuerto Jorge Chávez, quiso dar prueba de su erudición señalando con el dedo índice un aeroplano suspendido en el techo de la terminal de llegadas internacionales, y nos preguntó si sabíamos que era eso. La improbabilidad de una respuesta certera era tan alta que cuando le contesté que probablemente se tratase del avión con el que Jorge Chávez, uno de los prohombres de Perú, encontró la muerte al cruzar los Alpes (sí, digo bien, los Alpes no los Andes) no supo que decir y nos llevó en silencio al coche que nos esperaba en la puerta. Elena me dio un codazo y me reprochó ir de listillo. Pero ¡qué iba a hacer si me sabía la respuesta! Ya advertí en los prolegómenos del blog que había leído mucho sobre Perú las semanas previas al viaje, dispuesto a no perderme nada. Lo cierto es que el hombre ya no preguntó más e indicó al conductor que tomara la “jaiguey” (“highway” autopista en inglés) en dirección al hotel Tambo I.

La atmósfera de la ciudad era gris, el cielo estaba cubierto de nubes y una finísima lluvia caía sin mojar la tierra. Fue así como conocí la “garúa”, el chirimiri limeño. La temperatura era perfecta, unos 18º que comparados con los 40º que había en España nos dio un respiro.

Lima se encuentra entre las ciudades más populosas de Sudamérica, lo que no deja de ser paradójico para tratarse de una ciudad situada en un desierto costero con casi nulas precipitaciones. Enormes cactus de un verde intenso y brillante, pueblan los jardines junto a alegres buganvillas y corpóreos ficus alimentados por la humedad ambiental provocada por la proximidad del océano.

Casi sin darnos tiempo a dejar el equipaje pasaron a buscarnos al hotel apenas desayunamos, para una visita guiada por la ciudad. Apenas habíamos pegado ojo durante el viaje de nuestros sueños pero partimos ansiosos de conocer esa ciudad lejana y exótica de la que tanto habíamos oído hablar. 

Viajes Pacífico era la agencia de turismo encargada de mostrarnos el país. Si yo fuese el dueño de la agencia, pensé, le hubiese puesto otro nombre más evocador y literario: Viajes Mar del Sur, en homenaje a su descubridor Vasco Nuñez de Balboa, que comparte la "z" final de su apellido con la "z" inicial del nombre de Zussan Morales, la joven que con sus amplios conocimientos sobre Lima y la historia de su país nos descubrió la belleza de la ciudad.

Colgado en un privilegiado balcón con vistas al océano, el Parque del Amor es una pobre imitación del Parque Güell de Barcelona con sus asientos corridos, formas onduladas y fragmentos de cerámicas. Una pareja se funde en un apasionado beso en lo alto de una plataforma, quizás motivados por las docenas de frases empalagosas esparcidas por el pétreo mobiliario: “Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido” o “Te desvisto como quien pela una fruta”.



Por no ser menos que los amantes, todos nos hicimos una foto a sus pies, sonrientes y bien agarrados para dejar constancia no solo de nuestro amor sino de la presencia en aquel lugar, cuyo verdadero atractivo estaba más allá del acantilado abierto a una extensión infinita de agua que en el horizonte se alzaba al cielo. Mientras posaba, un pensamiento cruzó como un rayo por mi cabeza, un encendido deseo de que el resto de la ciudad fuera mucho más atractiva que el parque.

El ómnibus se dirigió al centro histórico de la ciudad. Suzanne, de la que ya no me despegaría de su lado, no paraba de contarnos cosas. No era una guía al uso sino mucho más, una erudita que citaba autores, textos literarios completos, relataba la historia con detalle de hombres y edificios. Lo mismo hablaba de los mochicas que de los presidentes republicanos que sustituyeron a los virreyes, por no mencionar las intimidades de los hermanos Pizarro, que las conocía todas. ¡Nos dejó anonadados! Con todo derecho podría ocupar una cátedra de profesora de historia en la Universidad de S. Marcos, la de mayor prestigio en su país.



Conforme nos acercábamos a la Plaza Mayor, que allí generalmente denominan Plaza de Armas, los elementos coloniales se iban poniendo cada vez más de manifiesto y no sólo en la fisonomía de las fachadas sino también en el trazado de las calles que se ordenaban a cordel y regla en forma de damero, siguiendo las normas establecidas por el rey Carlos I en las “Ordenanzas para la fundación de ciudades en el Nuevo Mundo”. Finalmente el ómnibus llegó a un amplio  cuadrilátero rodeado por majestuosos edificios en torno a un amplio parque y descendimos boquiabiertos por la amplia perspectiva y magnificencia que se ofrecía de los mismos ante nuestros ojos y,  al instante, el mal presagio que tuve en el parque desapareció.


La Plaza de Armas en tiempos de Pizarro no fue la misma plaza amable que teníamos ante nosotros según deduje de la placa fijada en una pared de la calle Santa Rosa, esquina con el Jirón de la Unión. Los tiempos iniciales de la conquista fueron tiempos de muchas privaciones y guerras, de olor a sangre y sudor, de dolor y muerte. De la interpretación de las imágenes se desprendía que los rudos conquistadores edificaron la nueva ciudad sobre la preexistente vieja ciudad inca situada a orillas del río Rímac. Quizás eso de respuesta a mí pregunta: ¿por qué Pizarro se fue tan lejos de la costa a fundar su ciudad?  Entre las razones que leía se decía que para estar a salvo de los ataques de los corsarios pero esos llegaron después de la fundación. Más bien creo que el ilustre trujillano se dejó llevar por la experiencia de sus antiguos ocupantes que, sin duda alguna, eligieron aquel sitio por muy buenas razones. 




A la vista de lo que veía en la placa y de lo que tenía ante mí, supongo que iniciaron de inmediato una gran operación urbanística. Explanaron los viejos corrales de llamas para hacer la nueva plaza y en su centro emplazaron  el nuevo símbolo de poder, una amenazante picota que no era otra cosa sino una horca, en la que se ajusticiaba a los condenados. Espoleados por su celo cristiano edificaron una iglesia modesta bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción sobre las ruinas humeantes del templo Puma-Inti, el adoratorio de más importancia de la ciudad inca. Pizarro se reservó para sí  la casa del Curaca Taulichusco,  a la sazón cacique o gobernador de la ciudad; otra “huaca”, un espacio sagrado, sirvió para levantar un modesto ayuntamiento  quedando el resto de los edificios y espacios adyacentes para la tropa y sus capitanes.



La de hoy es una plaza mucho más elaborada y refinada acorde al boato y magnificencia de la época de los virreyes y su corte. Francisco Pizarro con el título de Marqués de la Conquista fue a dar con sus maltrechos huesos a un lugar privilegiado de la Catedral donde luce con todo detalle su historiado pasado. La picota fue sustituida por una fuente, las bostas de llama alimentaron macizos de flores, la modesta iglesia se convirtió en la más grande de las catedrales del país, la casa que Pizarro expropió al cacique inca se transformó en el Palacio del Gobierno y el ayuntamiento devino en el Palacio de la Municipalidad, compitiendo sus balconajes con los del Palacio arzobispal.  En ella, se representaron todas las manifestaciones cívicas y religiosas de la época, sirviendo de gran anfiteatro para espectáculos de todo tipo, desde corridas de toros a los autos de fe de la Santa Inquisición. Incluso en este jolgorio de rezos, risas y llantos de unos y otros, las nuevas ciudades fueron fieles hijas al espíritu de la vieja España.


La visita matinal terminó en el convento de Santo Domingo. Como es bien sabido las órdenes religiosas jugaron un papel fundamental en la evangelización del Nuevo Mundo. Su poder era tan grande que por orden real el primer edificio en erigirse en cualquier nueva ciudad,  debía ser el de una iglesia.

En Santo Domingo, lo mismo que en los otros conventos que visitamos,  se atesoran en su interior grandes riquezas. En éste son de índole espiritual y cultural. Entre sus paredes se encuentran las tumbas de tres de los santos más celebrados en Perú: Santa Rosa de Lima, S. Martín de Porres y S. Juan Macías, todos ellos afamados milagreros que siguen despertando gran devoción entre los peruanos de hoy. Una espléndida biblioteca con miles de volúmenes que encerraban todos los saberes de la época, sirvieron de cuna a la universidad más antigua de América.


Sin embargo para mí la gran sorpresa fue descubrir que aquí vivió y yace para la eternidad Fray Escoba. No he podido averiguar cómo llegó a mis manos, siendo niño, muy niño, una imagen de plástico de Fray Martín de Porres. Entre sus manos portaba una escoba y de sus hábitos emergía una cabeza negra de pelo anillado. Yo por entonces no sabía de la existencia de otras razas y se me antojó que aquel pobre hombre tenía tanta roña que había ennegrecido. Quizás movido por una temprana piedad, me apliqué en chupar su cabeza concienzudamente hasta no dejar rastro de la pintura negra que le cubría ¿Qué fue de esa figurilla? No lo sé pero nunca se me olvidó, por eso, cuando casi 50 años después vi su imagen a tamaño natural en una capilla y a sus pies, una tumba con su epitafio, sentí un escalofrío en la nuca. ¡Al fin lo encontré! De qué lejos vino a mí y qué lejos se fue. Para mí quedaban suficientemente acreditados los rumores del poder de bilocación atribuido al santo, o sea, la capacidad de estar al mismo tiempo en Lima y en mi casa de San Clemente.

Será por eso que a pesar de ser un hombre de poca fe, renació súbitamente en mí la devoción por el humilde fraile que terminó canonizado siendo el primer santo mulato de América. Henchido por el espíritu del dominico compré en la portería del convento una imagen de barro del santo para devolvérsela a mi madre en el mismo estado que un día ella me la dio, con su cara sucia de roña, roña que no volveré a quitar. No pude imaginar el regocijo con el que fue acogido por mi familia. El hecho fue tan celebrado como el regreso del hijo pródigo al hogar paterno. No tardarán en lucir a sus pies las lamparillas rogatorias que la vieja Manuela, mi madre, encenderá pidiéndole favores para que toda la Humanidad, propia y extraña, sea capaz de compartir el mismo plato del mismo modo que hicieron el perro, el gato y el ratón que posan a sus pies, por deseo del santo.

Y hablando de comidas, como ya era mediodía nos replegamos de nuevo al elegante barrio de Miraflores de donde habíamos partido y donde estaban nuestros hoteles. Aconsejados por Suzanne unos cuantos decidimos compartir platos, como los animales de Fray Escoba, en el restaurante Mangos, del elitista shopping de Larcomar, que no es otra cosa que un centro comercial. Y así, en vez de perros, gatos y ratones compartimos mesa con un matrimonio costarricense, otro argentino y la guía, a la que invitamos al cóctel más popular de Perú, el pisco sour, que allí pronuncian como pisco “sauer” haciendo énfasis, como siempre que quieren ser refinados, en el inglés. “Sour” en inglés significa agrio, algo normal si consideramos que el pisco sour tiene como dos de sus componentes principales el pisco, un aguardiente de uva, y la lima.




La comida limeña fue otro de los grandes descubrimientos para mí. Ya me habían advertido de su prestigio y me aconsejaron que no regresara sin haber probado el ceviche. Acomodados en la amplia terraza levantada sobre un acantilado que daba al Pacífico, y por cien soles, la moneda oficial de Perú, equivalente a 28 euros, tomamos un menú degustación de barra libre. En el mostrador había expuestos  cerca de 50 platos, todos tan refinados como desconocidos para mí. Sus nombres exóticos eran un atractivo más para mi voraz apetito que se había despertado ante la presencia de aquella variopinta comida. Maíz, zapallos, rocotos rellenos, tamales, frijoles, causa limeña, todo tipo de papas inimaginables, tiradito criollo, ceviche de pescado, lomo saltado entre los primeros platos, y de postre alfajores, suspiros limeños y un delicioso arroz con leche peruano, del que me comí dos copas. De bebidas el mencionado pisco sour y chicha morada. Con el hambre que me caracteriza y la curiosidad por ahondar en el conocimiento del país, fui echándome un poco de cada cosa con el propósito de probar todos, al menos todos los que desconocía que eran la mayoría. Hube de echar varios viajes pero el esfuerzo mereció la pena. Una tras otra, ante el asombro de los comensales, con algo de parsimonia pero sin pausa, iba engullendo aquellas delicatesen que antes de caer en el abismo de mi estómago perfumaban el paladar con sus especias y condimentos así, hasta que quedé tan saciado que la cena fue innecesaria.



Pero Lima seguía existiendo más allá de las mesas del Mangos Restaurante y no dimos tiempo a reposar el pantagruélico banquete. De camino al centro del casco histórico, vimos desde el ómnibus el sitio arqueológico de la “Huaca de Pucllana” pero este enclave no estaba incluido en el tour así es que tomamos un taxi mi mujer y yo y nos fuimos a conocerla antes de que anocheciera.





Había leído cosas sobre esta huaca pero por su magnitud no logré entender muy bien de qué se trataba ni dónde se encontraba. Nuestra sorpresa fue mayúscula cuando bajamos del taxi. En pleno centro del distrito de Miraflores, ocupando una superficie de seis de las doce hectáreas originales que fueron invadidas inmisericordemente por el asfalto, la especulación del terreno y la impavidez de los gobernantes, se encuentra rodeado de  edificios este complejo ceremonial administrativo datado  entre los años 400 y 1400 D.C. En el destaca por su monumentalidad la enorme pirámide truncada de siete niveles construidos con ladrillos de adobe, “adobitos” que llaman allí. Impactante nuestro primer contacto con la civilización preincaica. Yo había leído cosas sobre la ciudad chimú de Chan-chan, al norte del país, construida enteramente de adobe y sabía que me quedaría con ganas de conocerla porque estaba fuera del itinerario pero ver esta huaca satisfizo en parte mi curiosidad.

Millones de adobitos se acumulaban unos encima de otros, dispuestos a modo de libros en una estantería. Fuimos ascendiendo por rampas de un nivel a otro hasta alcanzar el nivel superior donde se oficiaba el culto y las ofrendas a sus dioses. Desde allí podía otearse buena parte de la ciudad que amenazaba con terminar de engullir entre sus fauces lo que quedaba de los sagrados terrenos. En pleno proceso de excavación arqueológica todavía quedaban muchas cosas por desentrañar como esta tumba con los restos momificados y enseres de algún noble o sacerdote. Al lado se levantaban los cimientos de lo que se suponía era la parte civil y administrativa del centro religioso. Unas figuras de tamaño natural ataviadas al modo de la época recreaban escenas de distinta índole.



De regreso al hotel pensé qué fuerza sobrenatural era capaz de exigir este titánico esfuerzo en aras de lo sagrado. Generaciones y generaciones haciendo durante siglos adobes o tallando sillares para estar más cerca del cielo, cada uno a su manera, levantando pirámides o catedrales donde alojar dioses desconocidos, temidos y ancestrales y oficiar desde ellos ritos propiciatorios en beneficio de la comunidad. Supongo que es el precio de la salvación eterna.

4 comentarios:

  1. Gran escritor! Apetece viajar cuando lo lees.

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  2. Bueno Luisma, quedamos ansiosos a la espera del siguiente capítulo. Gracias por compartir esta visita y divertirnos tanto con tu talante de escribidor. Marian

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  3. Qué capacidad descriptiva y narrativa. Fantástico capítulo. Nos vamos a hacer adictos a estos relatos viajeros.

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