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viernes, 14 de diciembre de 2018

Por tierras de Portugal: las Aldeas históricas (VII). El señor Antonio y la señora Olivia

10:37

Capítulo aparte de este viaje por la raya portuguesa de Guarda y Castelo Branco, merecen el señor Antonio y la señora Olivia con quiénes tuve la oportunidad de conversar. Aprovecharon la bondad del sol de mediodía para salir de casa en busca de algo de calor y entretenimiento. Esta pareja de ancianos forman parte del escaso paisaje humano que puebla el lugar: aquí nacieron y aquí quieren morir. Si como dicen, la cara es el espejo del alma, ellos son seres tan puros como la brisa fresca que sube ladera arriba hasta Marialva, donde los conocí. Antonio, vestido con la sobriedad que caracteriza a los hombres de la región, cubre su cabeza con un sombrero de fieltro de ala ancha y aferra con mano firme una vara patriarcal de almendro que le concede la autoridad que dan los años. Tras el rostro sereno de Olivia hay una persona afable y confiada que accede a ser fotografiada por un extraño, no sin antes acomodarse discretamente el amplio pañuelo de lana que le protege de los malos vientos. Al Sr. Antonio le faltan cuatro años para los 100; ella es una joven de 91. Los aires serranos y los hábitos saludables les sientan muy bien y, si no fuese por el reuma gozarían de una admirable salud para su avanzada edad.



Entre todas las imágenes que traje de Portugal ésta es, sin duda, mi favorita, un retazo de historia viva, la representación de unos padres y abuelos universales e intemporales materializada en una extensa progenie de ocho hijos, dos de ellos, recuerdan con una mueca de resignación, ya bajo tierra. Antes de marchar a comer con los amigos, estreché sus manos frías intentando transmitirles el calor del cariño que despertaron en mí, despidiéndome de esos abuelillos entrañables que transmiten ternura infinita, con una amplia y sincera sonrisa de agradecimiento por haberlos conocido.

Por tierras de Portugal: las Aldeas históricas (IV). Aldea del Obispo.

10:23


Desde Almeida nos acercamos a Aldea del Obispo, en Salamanca, para ver el Real Fuerte de la Concepción construido en el siglo XVII. Apenas 10 kilómetros separan ambas localidades. Si no fuese por un discreto cartel con el rótulo de España a la ida y de Portugal a la vuelta, el tránsito de un país a otro sería imperceptible porque la árida meseta con su rala vegetación los abriga por igual en su pobreza. Los estrategas de la geopolítica, no encontrando mayores diferencias, hubieron de recurrir al cauce semiseco del río Turones para establecer en él una raya divisoria que demarcase los reinos. Tampoco nosotros las vimos, en el corto trayecto que hay de uno a otro, en los rostros de un par de paisanos que acertaron a pasar por allí. Solo el fuselaje a rayas de una destartalada camioneta con matrícula negra y números blancos, nos dio la pista de estar en otro país.





El Fuerte de la Concepción es contemporáneo a las murallas con forma de estrella de Almeida pero, al contrario de aquéllas, éstas no albergaron en su interior una ciudad, sino una plaza exclusivamente militar con capacidad para varios cientos de soldados. Vapuleado en la invasión napoleónica por ingleses y franceses llegó arrastrándose moribundo hasta nuestros días, dejando tras de sí un rastro de intestinos con forma de gruesos sillares. Patrimonio Nacional limpió las graves heridas, secuelas de aquellas guerras; hoy convalece amputado en un retiro dorado, transformado en un hotel de lujo. De las penurias pasadas por sus antiguos moradores quedan como testimonios mudos los lienzos de los baluartes quebrados por las bombas y las minas, las brechas abiertas en sus sólidos muros por las que asoman terrazas de confortables dormitorios, o la marcialidad de los fusiles con la bayoneta calada en el hall de entrada, listos para rendir honores a los privilegiados huéspedes. Si yo fuese Dios, que según mi mujer lo soy, tras la resurrección de los muertos y el Juicio Final tendría el detalle de mandar con los gastos pagados por la eternidad a los soldados allí caídos para que disfrutasen del nuevo Paraíso diseñado por los estilistas de la cadena hotelera Eurostars con "una combinación de elementos vanguardistas y una depurada decoración ensamblada en los muros" del Fuerte de la Concepción, según reza su web, más que nada porque se lo tienen bien merecido.


  


Por tierras de Portugal: las Aldeas históricas (XII). Monsanto

9:10

Hace años que conocí Monsanto a través de una fotografía en Google y, desde ese momento supe que alguna vez iría a visitarlo. Se trataba de una casa de piedra de sorprendente belleza por su simplicidad, construida entre dos enormes bolos graníticos y perfectamente integrada en el medio natural; de haber sido diseñada por un artista consagrado hoy se estudiaría en las facultades de arquitectura. Esa imagen, pensé, podría representar el cordón umbilical que une al hombre con la caverna, y el temor de aquél a desprenderse en su totalidad de la seguridad y economía que le ofrecían los resquicios de las rocas. 

           


Monsanto emerge en el duro relieve de la Beira coronado por un castillo templario del que sólo quedan parte de sus murallas y torres cercenadas; el resto voló por los aires en medio de una atronadora explosión pirotécnica, hace dos siglos, cuando estalló el depósito de municiones que albergaba en su interior. Llegamos a mediodía, en la hora en que los ruidosos turistas atestaban sus calles buscando inútilmente un lugar donde comer pues, por entonces, ya no cabía un alma más en la "aldea más portuguesa de Portugal" como se conoce popularmente a Monsanto, supongo que por la rudeza y el primitivismo de su urbanismo. Para remediar la hambruna de tanto transeúnte incauto un sagaz emprendedor, consciente de la plaga bíblica que cada fin de semana se abate sobre la solicitada aldea, improvisó un restaurante de campaña en plena calle. Un cerdo de 10 o 12 arrobas gira ensartado en una barra de hierro sin que el incesante rocío de gotas esparcidas con un hisopo de laureles pueda aliviar el calor de sus doradas carnes, salvo perfumarlas con el mejunje de pimentón y especias que hierve en una olla junto al fuego. Un acordeonista de rostro alegre ameniza el espectáculo de aquel auto de fe sin garantías procesales para el desdichado animal, condenado a morir en la hoguera como un judío por la Inquisición, por marrano.


                

              

Nos alejamos de allí buscando tranquilidad en calles menos bulliciosas pero solo el orgulloso gallo de plata que destellea sobre el tejado piramidal de la Torre del Reloj pareció encontrarla. Ni siquiera la picota que hay frente a la iglesia de la Misericordia podía escapar del despiadado cerco que le habían impuesto los coches mal aparcados a su alrededor. Enfadado, anoto en el blog de notas de mi teléfono móvil: "Monsanto, una aldea histórica que resistió las invasiones de moros y cristianos, muere de éxito sin que nadie lo remedie".


  

Subimos despacio para no perder el aliento por la empinada Rúa do Castelo, una calle que se estrecha entre las voluminosas formas redondeadas de granito, prodigio de la naturaleza, hasta convertirse en vereda antes de alcanzar la muralla norte del castillo. En un costado está la singular casa de "una sola teja", en realidad, un habitáculo construido bajo el voladizo de un gran tolmo, aislado del exterior por un muro de piedra que hace de fachada. Otras tantas edificaciones crecen al abrigo de las rocas aprovechando las sólidas estructuras graníticas para cobertizos donde guardar su ganado, como las "furdas" o pocilgas que hay en las afueras del pueblo, en dirección al castillo, ejemplo de la habilidad y pragmatismo secular que ha caracterizado al campesino, maestro en el dominio de la construcción con piedra seca y falsa bóveda, técnicas con las que levantaban estructuras que satisfacían sobradamente sus necesidades.

   


La pendiente que lleva al castillo disuade al grueso de turistas de subir hasta él que a esas horas pugnan entre sí en la parte baja del pueblo por hacerse con una tajada de cerdo. Paradojas de la vida, encontramos un poco de paz en las puertas de una fortaleza protegida por sólidos adarves. El patio de armas se extiende sobre el Cabeço de Monsanto, un escarpado promontorio con amplias vistas sobre los valles que le rodean; en él se levanta la iglesia de Santa María del Castillo junto a un pozo-cisterna; una alimentaba el espíritu de los soldados, otro aplacaba su sed. 


 

Fuera de la fortaleza, a tiro de arco, se encuentra la pequeña capilla de San Miguel rodeada de numerosas tumbas antropomorfas excavadas en la roca, quizás buscando la protección del arcángel contra los malos espíritus. La tapa de un sepulcro con la formidable espada de un templario labrada sobre ella, asoma semienterrada en la tierra. La Historia está tan cerca de nosotros que caminamos sobre ella.


    

Junto a la iglesia de San Salvador un anciano dormita al sol ajeno a la algarabía de los visitantes; cubre su cabeza con una amplia bufanda de cálido paño portugués. Nosotros reanudamos el viaje hacia Idanha-a-Velha, no sin antes reponer fuerzas unos kilómetros más adelante en el pueblo vecino, frente a una bandeja del sempiterno bacalao, el plato nacional.

   

jueves, 13 de diciembre de 2018

Por tierras de Portugal: las Aldeas históricas (XI). Sortelha

8:24

Quedó Belmonte sumido en las brumas otoñales de la mañana cuando lo perdí de vista por el retrovisor. La carretera que va a Sortelha discurre por la vega del río Zêzere convertida en una ancha planicie salpicada de cerros testigo de mediana altura. No tardamos en abandonar la comodidad del llano para iniciar el ascenso por un pequeño puerto de pronunciadas curvas. A medio camino, en un rellano con vistas a la amplia vega, nos detuvimos atraídos por una exhibición de cerámicas y esculturas al aire libre: dos enormes jarrones forrados con trozos de azulejos de diferentes colores formando un tosco mosaico, otro modelado con piedras irregulares, un par de bajorrelieves esculpidos en la roca por un pedreiro* de fama local y numerosas apachetas de tres o cuatro cantos superpuestos en frágil equilibrio, levantadas por nostálgicos solicitantes de secretos favores a la Pachamama, la Madre Tierra, sin pensar que las divinidades no habitan en ingratos lugares de puro monte pelado de piedra y matorral seco, más propio de cabras que hogar de dioses.

               

El castillo de Sortelha se alza seductor sobre peñones de granito. La calzada asfaltada termina en la misma Puerta de la Villa, la vía de acceso principal a la aldea fortificada, parapetada tras imponentes paños de muralla sin almenas que trepan por la fragosidad del terreno como prolongación vertical del mismo. Sin haber traspasado el umbral de entrada a la aldea ya éramos conscientes de estar en un lugar privilegiado. El arco ojival de la puerta se abre a una gran explanada con un corpulento almez de más de 20 metros de altura y varios siglos de edad; el día anterior encontré otro parecido junto a la iglesia de Santa María de Guimarães, en Trancoso, lo que me hace pensar que estos árboles tienen algo de icónicos y conmemorativos, como los olmos de la Castilla medieval a cuya sombra se sentaban las autoridades del concejo para deliberar sobre asuntos importantes siguiendo costumbres ancestrales de sus antepasados.





El conjunto urbano se funde en una perspectiva de piedra con volúmenes armónicos que se conserva en tan buen estado que diríase recién abandonado por sus habitantes, huyendo ante una inminente desgracia que amenaza con exterminarlos. Las calles vacías agudizan esa sensación de atemporalidad que el castillo y las murallas remachan en nuestra imaginación rendida a un pasado medieval.

    






Un dédalo de callejuelas se entrecruzan dentro del anillo que conforman las murallas. En su interior la piedra homogeneiza en su sencillez edificios civiles, religiosos y militares; solo sus dimensiones nos recuerdan la jerarquía de quienes detentan el poder en el espacio urbano. En la plaza principal se concentran los edificios más importantes del burgo: la Casa de la Cámara que originalmente sirviese de ayuntamiento, tribunal y cárcel frente a una esbelta picota, distintivo de autonomía judicial. En un costado la ciudadela, "último refugio de los sitiados, última y tal vez inútil esperanza" en acertadísima expresión de José Saramago, se abre paso a través de una puerta que arranca de la roca viva para alzarse formidable, desde la torre del homenaje, sobre el poblado y el valle que le rodea. Imponen su autoridad militar a los edificios civiles estilizadas aspilleras de cruz y orbe y un matacán, al que llaman el Balcón de Pilatos, que alivia el espesor del muro que sobrevuela ligeramente por encima de la entrada con intención de defenderla de los enemigos.





     
Conforme se levanta el día acuden más turistas llenando sus calles como si fuese día de mercado, una tradición secular de las ferias medievales que se celebraban en la villa y que nos recuerdan las medidas de la vara y el codo labradas junto a la Puerta Nueva, puerta que paradójicamente es la más vieja de todas.


  

Situada al oeste de la muralla, en el lado opuesto de la Puerta de la Villa, la Puerta Nueva da al cementerio como metáfora del ocaso de la vida. El sol traza en su trayectoria un eje imaginario de vida y muerte, desde una a otra puerta, que repite su ciclo cada día entrando en la ciudad por levante y saliendo por poniente. Al lado del camposanto se levanta la iglesia derruida de la Misericordia, también conocida como de Santa Rita, la santa a la que tantas veces recurríamos de niños recitando nerviosos, aferrados a un objeto del que nos querían despojar, eso de "santa Rita, santa Rita, lo que se da no se quita"; más tarde, de mayores, supimos que su invocación no afectaba al amor y, mucho menos, a la vida que siempre acaban arrebatándonosla.









Aunque el día estaba fresco, el sol libre de nubes calentaba las piedras y las higueras que crecen al abrigo de las casas protegidas de los gélidos vientos del invierno. Si yo organizo las excursiones, Miguel decide cuándo, dónde y qué se bebe así es que no tardó en buscar un lugar donde refrescarnos. El bar se mimetiza con el entorno tan prodigiosamente como el pelaje blanquinegro del gato que dormitaba en la terraza confundido con el gneis y la cuarcita del granito. Tomamos unas cervezas y salimos de allí con una bolsa de higos secos envueltos en una suave capa de harina, una delicatessen de otoño que, ya en Madrid, prolongó en la boca el buen sabor que nos dejaron esos días por tierras portuguesas.

* Cantero.

  


 




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