martes, 27 de septiembre de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo XII: El Valle de los Incas

10:46

Cuando los últimos cóndores se perdieron en el horizonte desandamos el camino siguiendo el curso del río Colca aguas abajo. El río discurre encajonado por el fondo de una de las fallas más profundas de la Tierra, alcanzando cotas de más de 4.000 metros en las proximidades del Mirador de la Cruz del Cóndor.

La carretera serpentea por la margen izquierda del río, la única practicable para vehículos. En la margen derecha la cordillera volcánica Chila bascula sus laderas con profundas y amplias hendiduras sobre el río, convirtiendo sus flancos en farallones inexpugnables. Poco antes de llegar al bonito pueblo de Maca, el río Colca abre su cauce a un valle, al que le da su nombre. En ese punto comienza río abajo una de las obras de ingeniería más sorprendentes de la Humanidad: cientos de miles de andenes o terrazas de cultivo conforman un bellísimo paisaje agrícola apreciable desde cualquiera de los improvisados miradores que bordean el abismo. Estos bancales de tierra construidos de forma escalonada por las laderas de las montañas nos acompañarán en adelante hasta el final del gran viaje por este maravilloso país. Hablar de ellos llevaría mucho tiempo y ocuparía demasiado espacio en un blog que pretende ser ameno pero no puedo dejar de mencionar lo que fue para mí una de las cosas que más me cautivó por la inteligencia de su diseño y su capacidad de transformación de una zona prácticamente estéril para la agricultura, por las durísimas condiciones ambientales y del terreno, en un vergel que fue capaz de alimentar por sí solo a millones de personas del extenso Tahuantinsuyo, el fabuloso imperio inca y, sobre todo, me cautivó por el respeto a la Pachamama, esa Madre Tierra tan bien honrada y respetada por los hijos de Inti, el dios Sol, que supieron sacar lo mejor de ella sin destruirla, ni afearla.



Desde la altura del mirador los rayos de sol se esparcen en haces luminosos sobre el fondo del valle; tras una radiante veladura, al fondo del escenario, miles de metros cuadrados de tierra y roca fueron removidos desde tiempos prehispánicos, dejando de resultas un suelo fragmentado en miles de terrazas que alfombran de escalones un paisaje de singular belleza, rematado por el cono del volcán Mismi de cuya cima cubierta de nieve surgen las fuentes en las que río Amazonas toma sus primeras aguas.

 

La iglesia de Santa Ana de Maca es tan bella como la de la vecina Inmaculada Concepción de Yanque y, al igual que ésta, su blanca silueta llena un costado de la Plaza de Armas. En su interior se levantan ricos altares cubiertos de pan de oro e inconfundibles lienzos de la escuela cuzqueña. En torno a la plaza se extienden decenas de tenderetes con productos artesanales que actúan como un imán por sus colores sobre los turistas que recorremos el Valle del Colca.

Tras una sabrosa comida en un bonito restaurante local donde pudimos degustar una vez más la rica variedad de platos de la cocina peruana nos preparamos para proseguir viaje a Puno y Titicaca.


Antes de abandonar el Valle del Colca quiero tener un recuerdo para Ichupampa, un pueblo que no visitamos pero que sí vimos desde la otra orilla del río, cuando paramos en un mirador próximo a Achoma a echar un último vistazo a las curvilíneas andenerías ciñéndose a las laderas de la cordillera. Ichupampa es otro de la docena larga de pueblos -reducciones de indios- que fundaron los españoles en el Valle del Colca en el siglo XVI. Pocos días después de regresar a España oí la noticia de que había sido asolado por un terremoto. Las secuelas de destrucción y muerte también afectaron a otros pueblos que habíamos visitado pero la peor parte se la llevó éste. Las torres de su iglesia se desplomaron, lo mismo que muchas de sus humildes casas construidas con pirca -piedras si labrar y sin unir por mortero- y techos de ichu -paja del altiplano que crece a gran altitud-.



Todo el valle es muy inestable geológicamente y está en alerta permanente debido a la amenaza de seísmos y corrimientos de tierra, cuando no por las erupciones volcánicas. En esta ocasión nadie pudo culpar a Pachacamac, el temible dios de los Temblores, porque como sabéis los que me leéis, éste permanece en mi casa curando sus heridas de los desmanes infligidos hacia él por el cruel y avaro Hernando Pizarro (capítulo V). 

El microbús enfiló por la empinada cuesta de la carretera que desde Chivay, en el fondo del valle, nos llevó de nuevo al Altiplano. Atrás quedaba el llamado Valle de los Incas, más conocido como el Valle del Colca, un lugar difícil de olvidar por su historia, costumbres y, sobre todo, por sus más de 60.000 hectáreas de andenería prehispánica hoy en peligro de extinción por lo costoso de mantenerlas en pie y la desventaja de comercialización de sus productos. Cada vez más tengo la horrible sospecha que estamos dejando perder irremediablemente un rico patrimonio que jamás recuperaremos. Y lo triste, tristísimo, es que podríamos evitarlo con un poco de esfuerzo e imaginación. Se nos cae el mundo a pedazos y permanecemos impertérritos ante la lluvia de cascotes que caen sobre nuestras cabezas y conciencias. ¡Eso sí que es ser idiotas!




lunes, 12 de septiembre de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo XI: el vuelo del cóndor

9:14

Salimos de Chivay con destino al Mirador de la Cruz del Cóndor para ver planear de cerca a estos carroñeros, elevados a la categoría de mensajeros de los dioses en la mitología andina. Los Andes es el único sitio del mundo donde se pueden observar en libertad estos gigantes alados y nosotros estaríamos entre los afortunados de poder contemplarlos. La distancia apenas era de unos 40 kilómetros pero recorrerlos llevaba, al menos, dos horas por la sinuosidad del terreno y las pronunciadas curvas que zigzaguean por las laderas salvando los desniveles de una carretera de montaña que a tramos se convertía en pista de tierra.

A pesar de lo escabrosidad del terreno, el viaje fue muy entretenido por las numerosas paradas en pueblos, miradores y puestos de artesanía que había a lo largo del trayecto, tantas que no hubo tiempo ni para marearse en las vueltas y revueltas del microbús. Bastaba con llegar antes de que el sol recalentase las corrientes de aire que aprovechan los cóndores para elevarse sin esfuerzo a lo más alto del cielo para luego lanzarse desde allí por un tobogán invisible planeando entre las cimas y quebradas de la cordillera, sin dar un solo aletazo mientras sobrevuelan precipicios en busca de algo que comer.


La primera parada la hicimos en la Plaza de Armas de Yanque, frente a un bonito edificio de aspecto colonial construido a principios del s. XX para albergar una escuela, hoy reconvertida en museo. La importancia del turismo en la economía local es patente en todos los pueblos. Nada más descender del autobús un grupo de chicas jóvenes danzó en torno a la fuente que hay en el centro de la plaza, frente a la iglesia. Ahora que escribo estas líneas me viene a la cabeza la cantidad de bailes y comparsas que vimos en diferentes pueblos de la región. Quizás eso forme parte del acervo cultural español. Tampoco faltaban los puestos de venta de artesanías ni de mujeres ataviadas con sus vestidos tradicionales de falda larga, chalecos bordados y sombreros con cintas que posaban para ser fotografiadas a cambio de unos soles, junto a llamas adornadas con tejidos de vistosos colores o preciosas águilas posadas en sus antebrazos.

      








Como muchos pueblos del Valle del Colca, Yanque tiene su origen en las reducciones de indios que fundaron los españoles en el siglo XVI por toda América. Con la idea de evangelizarlos y tenerlos controlados política y militarmente, los desarraigaron de sus caseríos, creencias, sistemas de organización social y de su propia cultura y los concentraron en poblaciones que seguían un mismo modelo que vi repetido en todos los pueblos que visitamos dentro y fuera del valle. Los trazados respondían a una minuciosa planificación con calles que se cortan en ángulo recto formando manzanas o cuadras en torno a una plaza mayor, llamadas aquí también plaza de armas, en las que se erigen los edificios principales de la administración, el poder civil y eclesial.





Dado que las iglesias eran los focos desde donde irradiaría la labor evangelizadora, su tamaño y majestuosidad eran acordes a su poder, suplantando con sus dimensiones las huacas o lugares sagrados de las poblaciones preexistentes. Sus imponentes moles son visibles desde todos los rincones del pueblo alzándose como montañas divinas sobre las humildes casas de adobe y techos de paja. La iglesia de la Inmaculada Concepción de Yanque es, sin duda, un buen ejemplo de ello y aun hoy constituye el principal atractivo del pueblo. Construida en 1560 hoy está considerada la joya de la arquitectura colonial del valle por lo que ha sido declarada Patrimonio Nacional. Sigue la estética del barroco-mestizo, del que ya he hablado en capítulos anteriores, como las demás que se construyeron en el Valle del Colca, sin embargo, estas iglesias se diferencian de otras del mismo estilo por las alargadas proporciones de sus naves que resaltan la horizontalidad del edificio, las gruesas torres que flanquean las portadas del pie de la iglesia y los blancos muros cinchados por contrafuertes. El resultado es un conjunto de aspecto limpio, sencillo, de suaves formas, como de un pastel de nata coronado por pináculos en forma de velas.




No muy lejos de allí, expectantes, se recortan en el horizonte las siluetas de los volcanes Ampato y el humeante Sabancaya, los verdaderos apus o divinidades de los collaguas y cabanas, realzados por el nítido azul celeste. ¡Qué inolvidable estampa para un manchego!





Carlos, el guía de voz suave que todo lo acababa en un “sí” a medio camino entre la afirmación y la interrogación, nos apuntó cosas muy curiosas sobre el sincretismo religioso mientras contemplábamos la Virgen de Chapí, nombre con el que se designa allí a la virgen de la Candelaria que despierta gran devoción entre los fieles por su capacidad milagrera. En su afán evangelizador los misioneros buscaron la forma de atraer a la población nativa a la fe cristiana y encontraron puntos comunes con las creencias de los pueblos precolombinos en la Naturaleza, asociada a la fertilidad y la producción de alimentos. Así pues, edificios e imágenes religiosas incorporaron a sus piedras y tejidos elementos decorativos que recordasen a la Pachamama o Madre Tierra de los indios. Animales y vegetación andina contribuyeron al establecimiento de la dualidad Virgen-Pachamama. Las vírgenes, como esta de Chapí, van cubiertas por mantos que se abren desde el cuello a los pies en forma de cono, dando la apariencia de la silueta de una montaña considerada un Apu o elemento sagrado para estos pueblos. Para ganar en credibilidad un bordado de flores se extiende por el manto a imitación de la vegetación que cubre las laderas de las montañas.


En todas las imágenes llama la atención su vestimenta. Casi sin excepción, la mayoría van vestidas con los trajes típicos del lugar, como esta virgen de Chapí tocada con un  sombrero blanco de paja, el mismo sombrero que portan las mujeres collaguas, alegoría del nevado Collaguata, de donde procedía su etnia y que las diferencian de las mujeres cabanas que portaban uno de paño, tejido con flores y la estrella de ocho puntas, símbolo de la cultura Wari a la que pertenecían. Esta diferenciación vino impuesta por el virrey Francisco de Toledo para sustituir a la más cruel y brutal deformación craneana que practicaban estos pueblos para diferenciarse entre sí antes de la llegada de los españoles. Al menos algún elemento civilizador de cabeza aportamos los españoles.



Hicimos unas breves paradas antes de llegar a la Cruz del Cóndor. Cuando llegamos ya había

muchos autobuses y decenas de turistas se apostaban apiñados en las barandillas de los miradores con sus cámaras dispuestos a hacer la mejor foto de los cóndores, las verdaderas estrellas del lugar, que hacían del cañón su peculiar pasarela. Desde allí se les veía desfilar majestuosos con sus vestidos de plumas marrones o negras azabache y, como complemento, una delicada gargantilla de plumones blancos en sus cuellos. Pasaban muy cerca de nosotros para después ir alejándose hasta convertirse en un pequeño punto negro que desaparecía fundido entre las rocas del cañón o terminaba esfumado en el bonito cielo azul de aquel día. Una pareja posaba indiferente al espectáculo de los humanos, sobre un saliente de la roca conocido como la Cabeza del puma. Debajo de ellos se abría un precipicio de 1200 metros, al fondo del cual discurre el río Colca, pero ellos permanecían impertérritos ante el temible vacío que se abría baja sus garras; de frente murallones de piedra de 3000 metros.


A una altura considerable con temperaturas extremas, en el entorno del Mirador crece una vegetación arbustiva de tipo desértico donde el cactus destaca sobre el resto de los matorrales y pajonales del altiplano. La belleza del lugar merece por sí sola la visita. El mítico kuntur, como se llama en quechua al cóndor, es solo la guinda del pastel.

  


Si en esos momentos mi estado anímico hubiese podido manifestarlo como los cóndores, que cambian el habitual color rojo de la cabeza al amarillo cuando están en celo, mi mollera habría lucido como un semáforo trasnochado incapaz de asumir tanta emoción.




viernes, 2 de septiembre de 2016

El Obispero* del Castillo de Garcimuñoz

9:08


La visita al Castillo de Garcimuñoz surgió como surge todo lo bueno, espontáneamente. En el wasap de los Pata Negra, Rosario, una integrante del grupo de los viejos compañeros que estudiamos el bachillerato en San Clemente entre 1976 y 1980, nos invitó a pasar el día en su pueblo y, de paso, ver el resultado del castillo prácticamente recién restaurado, restauración que ha levantado agrias polémicas entre propios y extraños.



Acudimos todos los Patas que estábamos disponibles por los alrededores: San Clemente, el Provencio, la Alberca del Záncara y Valera de Abajo, el pueblo “de las puertas”. A las 10 los coches se agazapaban a la sombra de las viejas murallas del castillo. Al cabo de unos minutos llegó el guía y se agregaron algunos turistas más.

Rosario había organizado la visita con el guía local, Gerardo, un joven con aspecto de galán, que desinteresadamente se prestó a deshilvanar la complicada historia bajomedieval del Señorío de Villena para los escasos turistas que recalan por allí quizás porque lo bueno siempre ha sido un privilegio de pocos. Todo lo que yo sabía del Castillo de Garcimuñoz  era que Jorge Manrique, una vieja gloria de nuestras letras nacionales, había muerto en el asalto al castillo a las órdenes de Isabel la Católica. Por eso, no es de extrañar que al ver a Gerardo mostrar cierta impaciencia por empezar sin más demora la visita porque “si no, no nos daría tiempo a ver todo”, despertase en mí gran curiosidad por ver cómo podría dar de sí la visita a un pueblo con algo menos de 200 habitantes, con un castillo recién restaurado del que apenas se conservaron las murallas desprovistas de almenas y una iglesia a su costado que solo se abría en horario de misa.

Como de costumbre me puse a su lado, como siempre hago cuando hay un guía, para no perderme detalle. La visita empezó por lo que teníamos más a mano, el castillo, y no tardó en saltar la polémica a la vista del mazacote de hormigón adosado a la muralla por la que se accedía al interior de la fortaleza, justo en el lado más vistoso del conjunto, donde se encuentra la soberbia portada rematada por una espléndida barbacana. Para muchos aquello podría interpretarse como un acto de sabotaje o de soberbia de la arquitecta-restauradora que afea, en mi opinión, de forma manifiesta la entrada al castillo y da todo el protagonismo a su obra. ¡Qué diferente forma de firmar una obra! Hace siglos bastaban unas sencillas marcas de cantero en los sillares de los muros para reconocer la autoría del artesano y poder percibir su salario al final de la obra.

 
Cuando traspasas el umbral es difícil no quedar impactado por la cantidad de estructuras metálicas y de metacrilato que llenan la entrada, el patio de armas, los torreones…. Ni siquiera desde la atalaya de la torre del homenaje puedes librarte de su presencia. Sinceramente no vi ninguna vinculación entre un castillo cuyos orígenes se remontan más allá del s. XII y esa obra ultra moderna que quizás sirva para los fines culturales para los cuales se hizo pero que tan poca consideración tuvo hacia la estética del castillo medieval. De esta simbiosis no se ha obtenido un beneficio común, más bien, es una relación parasitaria donde la obra de Izaskun se beneficia de las ruinas del castillo y éste, a cambio, sale muy perjudicado. Pero quién sabe si esta actuación no puede resultar altamente mediática y atraer al pueblo a muchísima gente como en su día lo hizo el restaurado Ecce Homo de Borja. Entonces los castilleros* si estarían de enhorabuena.


Sin saberlo, los versos de Jorge Manrique resultaron premonitorios con respecto a la fugacidad de las cosas y la vida.

los edificios reales
llenos de oro,
las vajillas tan febridas,
los enriques y reales
del tesoro;
los jaeces, los caballos
de sus gentes y atavíos
tan sobrados,
¿dónde iremos a buscallos?

(Coplas por la muerte de su padre)

Ni el bueno de Gerardo ni Elena, la joven guía que nos mostró el interior, se quisieron pronunciar, quizás ya cansados de tantas diatribas.  Todo lo más que dijeron es que a nadie dejaba indiferente la obra, una forma elegante de decir que levanta pasiones encontradas y, que incluso, apostillaron, un grupo de arquitectos norteamericanos había venido de Massachussetts expresamente a verlo. Y es que para gustos, colores.

Antes de abandonar el castillo encontré entre sus gruesos muros la foto que prometí por wasap el día anterior a Eldad, un amigo judío sefardí que conocí en Perú. Se trata de esta tronera de “cruz y orbe” tan propia, esta sí, de la arquitectura de un castillo, usada para disparar a través de ella con armas de fuego.

 

El sol comenzaba a calentar muy fuerte, demasiado para ser finales de agosto, por eso cuando abordamos la calle de la Corredera, la principal del pueblo, buscamos la sombra de las fachadas. El guía se veía más seguro conforme se alejaba de la embarazosa explicación de la restauración del castillo y comenzó a dar detalles muy prolijos de escudos, portadas y genealogía de las ilustres familias que dominaron aquellas tierras, y que testimoniaban la importancia del pueblo durante toda la Edad Media.


Me llamó la atención, especialmente, la tendencia de aquellos paisanos a dividir las herencias de forma tan metódica. Una portada señorial de difícil indivisibilidad, se resolvió por el expeditivo método de poner un pilar bajo la clave del dintel y abrir un par de puertas en su vano para acceder a dos viviendas diferentes; o bien, como la unidad de una fachada noble, muy bien definida por el porte de sus sillares y ventanas enrejadas, resultaba tan engañosa a los sentidos que una de las ventanas correspondía a la casa de tapial del lado izquierdo y la otra ventana a la casa, no menos humilde, del lado derecho, llevando la puerta principal de acceso a un patio de vaya a saber quién era el propietario. Más adelante vi otros ejemplos como el de esta vivienda con un costado impoluto, donde la pulcritud de uno de sus moradores se ve realzada por la desidia del otro.




Peor suerte corrió el convento de las monjas agustinas fundado en el s. XV, repartido entre ocho vecinos, hecho que me dio la oportunidad de tomarme a media tarde un gin tónic en el interior del cenobio, sin saber, eso sí, en qué parte del mismo estaba, ¿quizás el refectorio?, porque en ese lugar ahora está ubicado el bar del alcalde. El Hospital de Nuestra Señora de la Concepción del s. XVII y la sinagoga también siguieron los mismos pasos, de modo que un rico patrimonio se vaporizó en el tiempo y pasó a formar parte del patrimonio privado.

Y así llegamos al final de la calle donde topamos con la fachada de una casa bien enjalbegada. La cal la impregnaba de un aspecto rústico igualándola a las demás pero se distinguía de ellas por el porte señorial que le daban sus dimensiones, las recias rejas y la placa conmemorativa que anuncia que en aquel lugar se erigió en tiempos el convento de San Agustín. Mientras esperábamos a que el dueño, José María González, nos abriera la puerta para acceder a las ruinas del convento, el guía conjeturaba en una plazoleta vecina sobre la ubicación de un arco medieval de acceso a la villa del que solo queda un viejo escudo en la pared del patio de un vecino; medio oculto por la plantas solo es posible contemplarlo cuando la brisa mueve las hojas. Con pocos ánimos de salir de la sombra que nos resguardaba del inclemente sol distrajimos nuestros ojos, haciendo tiempo, en la casa del cura, la cual tenía una fábrica de buen sillar y un historiado blasón. 
  
Al cabo de un rato salió de su casa un señor bien conservado para su edad, elegante, extrovertido y de trato afable que reclamó para sí ser tuteado, incluso antes de que ninguno de los presentes se dirigiese a él, con un campechano José María a secas, amenazando con excomunión a quien le llamase don José Mari, algo que le sacaba de quicio, según afirmó taxativamente. Con amabilidad nos hizo pasar por una estancia aledaña a la casa principal que llevaba al corral. La sorpresa fue cunado nos topamos de frente con un bonito ábside de estilo gótico rodeado de contrafuertes. Solo entonces comprendí porqué por la mañana, el guía nos dijo que intentaríamos visitar una casa convento. Lo propio hubiera sido decir que visitaríamos un convento situado dentro de una casa. Se trata del convento de frailes de San Agustín fundado a comienzos del s. XIII por D. Juan Manuel, hijo del infante Manuel de Castilla, sobrino de Alfonso X el Sabio y nieto de Fernando III el Santo. Esta familia, estrechamente vinculada a la realeza, obtuvo el Señorío de Villena que abarcaba un inmenso patrimonio y una autonomía similar a la de los otros reinos peninsulares. El castillo de Garcimuñoz fue el palacio en torno al cual se reunió una numerosa corte de aduladores en busca de títulos y privilegios. Incido en esto brevemente para que seamos conscientes de lo que este humilde pueblo de hoy llegó a ser en la convulsa España medieval.

José María, licenciado en Ciencias Políticas y abogado de profesión es el erudito del pueblo, autor de un libro sobre la historia de la villa, así es que Gerardo, inteligentemente, le cedió el testigo y pasó a explicarnos el convento con todo tipo de detalles. Tras las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, que supusieron la venta masiva de propiedades y edificios religiosos a personas privadas, el convento, tras diversos vaivenes, pasó a manos de su bisabuelo. Del convento apenas se conservan el mencionado ábside de la iglesia, una capilla lateral que sirve de almacén de restos de piedras talladas de fina factura y algún lienzo del claustro que no tardará en caer, hoy convertido en un tupido herbazal. Sobre los lienzos de lo que fue el altar mayor resalta un claroscuro de un extraño y llamativo elemento decorativo que a primera vista podrían parecer engaños de tracería morisca pero cuando centras más la atención descubres algo mucho más prosaico pero no por eso menos bello. Se trata de nidales para las palomas que algún antepasado de nuestro cicerón mandó construir para aprovisionar la despensa de pichones. Nunca el Espíritu Santo vio tanta progenie a su alrededor, ni hubo palomas más bendecidas pues nacieron en tierra sagrada entre el escudo arzobispal y los gabletes* de los arcos apuntados que posiblemente en su día acogieron en sus vanos sepulturas de ilustres castilleros.

 

Antes de irnos José María tuvo la gentileza de mostrarnos también su casa, una preciosa vivienda del siglo XIX acorde al estilo burgués de la época, con techos y paredes pintados a mano, lámparas modernistas, suelo de baldosas hidráulicas, mobiliario de época donde no faltaba tampoco un piano desafinado, ni fotos en color sepia o blanco y negro de la familia, o un retrato de su abuelo médico dibujado a lápiz, de muy buena calidad, a decir de Albareda, nuestro académico de Bellas Artes del grupo de los Patas.

En Garcimuñoz, como en muchos sitios, se han borrado las huellas físicas de un trozo de su historia no por el paso del tiempo sino, en este caso, por premeditación y alevosía del Santo Oficio que se encargó de diezmar a la numerosa población judía que allí habitaba y, con ellos, a sus casas, su sinagoga y hasta su aljama entera de la que nada queda salvo la certeza de que un día existió y unas huellas que solo pueden rastrearse en el trazado de sus calles. La relevancia de éstos en la vida económica de la villa y, especialmente, en el entorno del Marqués de Villena como prestamistas, les acarreó numerosos enemigos entre los cristianos viejos que avivaron el antisemitismo. El Tribunal de la Inquisición inició una persecución sin tregua de los judíos en nombre de la fe de Cristo poniendo tanto celo en erradicar la herejía como en adueñarse de los bienes de los condenados, que obligados por la fuerza y el temor a perder la vida y haciendas hubieron de convertirse al catolicismo. Los que no lo hicieron se vieron forzados a abandonar sus casas o fueron condenados por prácticas judaizantes como encender un candil el viernes o tener mandrágoras en casa, una planta muy apreciada por las brujas y magos para hacer sus conjuros. 

Otra puerta de acceso a la villa y corte del Castillo de Garcimuñoz, es la Puerta del Sol, situada a mediodía. La imaginaria puerta había desaparecido hace muchos años pero el inclemente sol permanecía en lo alto dejando mínimas sombras donde guarecernos. Desde el altozano se divisa a un par de kilómetros un monolito que indica el paraje donde el poeta y capitán de la reina Isabel la Católica, Jorge Manrique, cayó herido mortalmente por una flecha, en una refriega que enfrentaba a la reina con el díscolo y poderoso Marqués de Villena, dueño y señor de aquellas tierras. Hasta entonces yo había creído en otra versión donde se cuenta que murió en el asalto a sus murallas. Visto así, la muerte fue menos heroica pero no por ello menos cierta.

Desde las ruinas de la iglesia de San Juan, a dos pasos de donde toman el sol o el fresco según las estaciones, los padres de Rosario, se divisa un lienzo de la muralla que rodeaba la villa, tan solo e inerme como un huérfano desamparado y un poco más acá, coronando un cerrillo, otro resto de la misma, éste en forma de arco ojival, desde donde se domina una bonita panorámica del pueblo con su castillo.

Para terminar la visita bajamos hasta la Fuente de Abajo, un sitio la mar de curioso y digno de visitar porque en pocos sitios de España encontraréis otro igual. Se trata de una conducción subterránea que recoge el agua de un manantial. Termina en una fuente situada en el interior de lo que parece una ermita, a juzgar por los arranques de las nervaduras que recorrerían una bóveda hoy desaparecida. Las aguas vierten, ya en el exterior, en un abrevadero para caballerías y ganado, y también para los paseantes como nosotros que a esas horas ardientes de mediodía ya bien entrado, refrescamos el gaznate con su agua fresca. Pero lo curioso de ver está en el interior del subterráneo. Pasamos en pequeños grupos de cuatro o cinco acompañados por el guía. Doscientos y pico metros por un estrecho pasadizo de no más de 1,80 metros de altura y tramos de menos de 1,50 metro que te obliga a avanzar agachado. El techo se alarga en forma de ojiva longitudinal hasta cada recodo desde donde arranca un nuevo tramo. A trechos hay chimeneas de ventilación. En un punto el subterráneo se bifurca en dos ramales, uno que dicen que va hasta el castillo y otro hasta la poza donde se recoge el agua del manantial que corre por un estrecho canalillo debajo de nuestros pies. La iluminación, ora verdosa, ora roja o morada, pone un contrapunto enigmático a la galería.

La guinda del pastel la puso la paella que comimos en el bar de Santos. Se hizo de rogar más de una hora pero sobrevivimos a ese vía crucis con unos buenos tercios de cerveza y el picoteo que las acompañaba. Y allí, en agradable compañía y buena conversación saciamos el hambre y la sed.



El resto de la tarde la pasamos repartida entre la visita al interior del castillo, del que no volveré a hablar, unas refrescantes bebidas en el mencionado lugar indeterminado del desaparecido monasterio de las agustinas y en la acera de la casa de Rosario reguardados a la sombra y expuestos al fresco que bajaba de las ruinas de San Juan y enfilaba la calle donde teníamos sentados nuestros reales entre chanzas y risas reponiendo fuerzas y gozando del merecido descanso de tan intensa visita.

Y así, queridos lectores, pongo fin a este relato y me despido del Castillo de Garcimuñoz haciendo uso de los versos del ilustre poeta Jorge Manrique:


“Dejónos harto consuelo
su memoria”


*Obispero: término figurado que me vino a la memoria cuando José María mencionó la larga lista de obispos que proveyó al mundo el pueblo.
*Gablete: Remate decorativo de líneas rectas y ápice agudo, a manera de frontón triangular, que corona los arcos u ojivas de ventanales y vanos; es un elemento característico del primer periodo gótico.
*Castilleros: Gentilicio de los habitantes del Castillo de Garcimuñoz.