Crónicas peruleras. Capítulo X: Chivay, la puerta del Valle del Colca
lasveredasdelatierra
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De Pata Pampa a Chivay, la capital del Valle del Colca, no hubo
más paradas. Tras descender casi 1.300 metros por una carretera muy sinuosa pero
de buen firme, llegamos a la ciudad a mediodía, justo para la comida. Poco
antes el microbús hizo un breve alto en un mirador de tierra, en un recodo de
la carretera, desde el que se dominaba a gran altura Chivay, situado en el
fondo del valle, rodeado de cientos de andenes (terrazas de cultivo).


El almuerzo en el restaurante Urinsaya fue excelente, como en el resto de restaurantes en los que comimos después. En todos había un bufé libre con abundantes platos típicos del país para elegir. Solo hubo uno que me resistí a comer, el anticucho, una brocheta de corazón de vaca que dejé para alimento del enorme cóndor de alas desplegadas que sobrevolando el valle ya se precipitaba sobre las mesas y sus comensales.
Nos alojamos en el Hotel Casa Andina aunque, en realidad, más que
un hotel es un complejo de cabañas a modo de pequeño pueblo. Parte del grupo
habíamos acordado ir a bañarnos a unas piscinas termales cercanas, a escasos tres
kilómetros del lugar, llamadas La Calera. Ajustamos un taxi de ida y vuelta que
por unos pocos soles nos llevó al balneario situado a orillas del río Colca. Aunque
era media tarde, la luz rojiza del crepúsculo comenzó a extenderse por el
valle. Pronto cayó la noche. Las siluetas de las montañas se recortaban en la
oscuridad y las tinieblas trajeron el frío. Era una temeridad ponerse un
bañador con ese fresco que iba arreciando cada vez más pero ¿qué sería eso
comparado con los beneficios que iban a aportar esas aguas sulfurosas a nuestra
salud? Estaban especialmente recomendadas para el reumatismo, los problemas de
piel, dolores musculares y óseos. Por la edad, seguro que todos teníamos un
poco de cada cosa. Aceptaríamos el reto y de paso nos relajaríamos un buen rato
zambullidos en las cálidas aguas, de cuya superficie emergían vapores con olor
a azufre.

Las aguas proceden de un volcán cercano, el Cotallaulli. De allí salen a 80º u 85º grados aunque por fortuna para los bañistas se enfrían bastante en su recorrido hasta el complejo de La Calera donde llegan con 38º grados, que no son pocos. El contraste con la temperatura del exterior era tan alto que el simple contacto con el agua quemaba. Daba risa ver los respingones que daba la gente desprevenida al meterse en la piscina. La mayoría salía con rapidez y prudentemente se cercioraba, antes de meterse de nuevo, que no moriría escaldado en el intento. Ya completamente anochecido recogimos nuestros atuendos de los originales guardarropas situados a ambos costados de la piscina. Sus rústicas portezuelas estaban cubiertas con pinturas de vivos colores y formas primarias de animales de la fauna del altiplano andino: cóndores, colibrís, vizcachas, armadillos, peces... que daban al conjunto un aspecto ingenuo e infantil.

Antes de regresar pasamos al pequeño museo local que había en las
mismas instalaciones del balneario. Me llamó especialmente la atención unos
cráneos deformados que se exponían en la vitrina. Conseguían esa deformación aplicando
vendas comprensivas sobre el cráneo desde el mismo momento del nacimiento. Se
trataba de una costumbre de los antiguos pobladores del valle y de otras
regiones andinas, usada también en otras civilizaciones, para reivindicar su
identidad cultural y proveniencia. Los cráneos deliberadamente alargados,
imitando la forma del volcán Collaguata de cuyas entrañas decían proceder, eran
de los collaguas,
descendientes de la cultura de Tiahuanaco y lengua aimara, y
los achatados de los cabanas, que también se consideraban originarios de otro
volcán, el Hualca Hualca, descendientes de la cultura wari y lengua quechua.

Elena y yo, junto con el matrimonio argentino, Salvador y Adriana, del que en poco menos de 48 horas nos habíamos hecho inseparables, salimos a pasear por el pueblo con el ánimo de entrar a algún local para tomar una cerveza y ver alguna actuación en vivo de música popular. Al paso por la Plaza de Armas vimos la iglesia abierta. Las puertas estaban abiertas de par en par invitándonos a pasar. En su interior la oscuridad hubiese sido absoluta de no ser por los cirios que alumbraban la imagen de la virgen del Carmen, subida en las andas, dispuesta para la procesión del día siguiente. De la penumbra salió una anciana para vendernos unas velas que ofrecer a la virgen. La sensación del conjunto resultaba un tanto tétrica acentuada por el juego de luces y sombras que las tintineantes llamas proyectaban sobre el rostro de Nuestra Señora del Carmen. Las tinieblas se acentuaban hacia el fondo de la nave siendo impenetrables en el altar mayor. Encendí la linterna de mi teléfono y, arropados los unos con los otros, nos aventuramos en su interior en silencio, con mucho respeto, dando la impresión de ser un grupo de rateros más que de curiosos turistas. La tenue luz del teléfono daba un aspecto fantasmagórico a las imágenes de santos que se alzaban sobre las peanas de sus capillas. Ensimismados como estábamos, tratando de distinguir las imágenes de un retablo a la altura del crucero, no nos percatamos de la presencia de una mujer, que vestida con los atuendos típicos del pueblo y acompañada de su perro, llegó hasta nuestras espaldas. Pasado el sobresalto le dimos las buenas noches y partió de allí con el mismo sigilo que llegó. Dedujimos que la buena mujer habría ido a cerciorarse de las intenciones de esos extraños personajes que andaban entre tinieblas a esas horas de la noche fisgoneando por la iglesia.

Muy cerca de la iglesia se encuentra el mercado. Aunque ya era tarde algunos puestos de fruta seguían abiertos. Habíamos comido mucho y cualquiera de aquellas frutas de aspecto exótico serían una buena opción para cenar. Compramos unos plátanos enanos, que son los más dulces, y unas frutillas oriundas del país llamadas aguaymantos, del tamaño y color de una ciruela madura que comimos allí mismo. El aguaymanto me sorprendió por su agradable sabor agridulce, su fragancia y la textura suave de la pulpa. Me recordó el sabor del níspero, otra de mis frutas favoritas, con el que guarda muchas semejanzas. Luego volvimos a probarlo en un hotel en forma de mermelada pero yo lo prefiero al natural.
Seguimos paseando por la ciudad en busca de un local donde oír
música y como nadie acertaba a indicarnos donde podríamos escucharla regresamos
al hotel. Pasé una noche toledana, apenas dormí un par de horas y por puro
cansancio. La cama era grande y tenía muy buen colchón. Tampoco hacía frío
porque las mantas eran eléctricas y daban un calorcito muy agradable pero no
pude conciliar el sueño. Vueltas y vueltas. Dolor de cabeza, la nariz y la
garganta completamente secas dificultaban la respiración y para empeorarlo,
otra vez esa desagradable sensación de asfixia que me mantenía en tensión.
Estaba desesperado porque entre el desajuste horario y el soroche apenas había
dormido más de cuatro horas diarias desde que llegué a Perú. No podía seguir
así, o dormía o terminaría mal. Por la mañana pregunté a los demás qué tal
habían pasado la noche. Fue un consuelo saber que todos ellos la pasaron tan
mal como yo porque, al menos, supe que aquello formaba parte de la normalidad y
yo no era una excepción. Decidido a poner remedio y en contra de mis
principios, me animé a tomar pastillas para dormir. Las chicas de la sección
catalano-castellana del grupo me dieron Lorazepam, un ansiolítico recomendado
para los trastornos del sueño, del que me hice adicto hasta el final del viaje.
A partir de ahí comencé a recuperarme. Otros no tuvieron tanta suerte y no
levantaron cabeza prácticamente en todo el viaje. Ésos seguro que no volverían
a regresar al Perú ni por todo el oro de los incas.