lunes, 29 de agosto de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo X: Chivay, la puerta del Valle del Colca

5:10
De Pata Pampa a Chivay, la capital del Valle del Colca, no hubo más paradas. Tras descender casi 1.300 metros por una carretera muy sinuosa pero de buen firme, llegamos a la ciudad a mediodía, justo para la comida. Poco antes el microbús hizo un breve alto en un mirador de tierra, en un recodo de la carretera, desde el que se dominaba a gran altura Chivay, situado en el fondo del valle, rodeado de cientos de andenes (terrazas de cultivo).


 


El almuerzo en el restaurante Urinsaya fue excelente, como en el resto de restaurantes en los que comimos después. En todos había un bufé libre con abundantes platos típicos del país para elegir. Solo hubo uno que me resistí a comer, el anticucho, una brocheta de corazón de vaca que dejé para alimento del enorme cóndor de alas desplegadas que sobrevolando el valle ya se precipitaba sobre las mesas y sus comensales.

Nos alojamos en el Hotel Casa Andina aunque, en realidad, más que un hotel es un complejo de cabañas a modo de pequeño pueblo. Parte del grupo habíamos acordado ir a bañarnos a unas piscinas termales cercanas, a escasos tres kilómetros del lugar, llamadas La Calera. Ajustamos un taxi de ida y vuelta que por unos pocos soles nos llevó al balneario situado a orillas del río Colca. Aunque era media tarde, la luz rojiza del crepúsculo comenzó a extenderse por el valle. Pronto cayó la noche. Las siluetas de las montañas se recortaban en la oscuridad y las tinieblas trajeron el frío. Era una temeridad ponerse un bañador con ese fresco que iba arreciando cada vez más pero ¿qué sería eso comparado con los beneficios que iban a aportar esas aguas sulfurosas a nuestra salud? Estaban especialmente recomendadas para el reumatismo, los problemas de piel, dolores musculares y óseos. Por la edad, seguro que todos teníamos un poco de cada cosa. Aceptaríamos el reto y de paso nos relajaríamos un buen rato zambullidos en las cálidas aguas, de cuya superficie emergían vapores con olor a azufre.




Las aguas proceden de un volcán cercano, el Cotallaulli. De allí salen a 80º u 85º grados aunque por fortuna para los bañistas se enfrían bastante en su recorrido hasta el complejo de La Calera donde llegan con 38º grados, que no son pocos. El contraste con la temperatura del exterior era tan alto que el simple contacto con el agua quemaba. Daba risa ver los respingones que daba la gente desprevenida al meterse en la piscina. La mayoría salía con rapidez y prudentemente se cercioraba, antes de meterse de nuevo, que no moriría escaldado en el intento. Ya completamente anochecido recogimos nuestros atuendos de los originales guardarropas situados a ambos costados de la piscina. Sus rústicas portezuelas estaban cubiertas con pinturas de vivos colores y formas primarias de animales de la fauna del altiplano andino: cóndores, colibrís, vizcachas, armadillos, peces... que daban al conjunto un aspecto ingenuo e infantil.





Antes de regresar pasamos al pequeño museo local que había en las mismas instalaciones del balneario. Me llamó especialmente la atención unos cráneos deformados que se exponían en la vitrina. Conseguían esa deformación aplicando vendas comprensivas sobre el cráneo desde el mismo momento del nacimiento. Se trataba de una costumbre de los antiguos pobladores del valle y de otras regiones andinas, usada también en otras civilizaciones, para reivindicar su identidad cultural y proveniencia. Los cráneos deliberadamente alargados, imitando la forma del volcán Collaguata de cuyas entrañas decían proceder, eran de los collaguas,

descendientes de la cultura de Tiahuanaco y lengua aimara, y los achatados de los cabanas, que también se consideraban originarios de otro volcán, el Hualca Hualca, descendientes de la cultura wari y lengua quechua.





Elena y yo, junto con el matrimonio argentino, Salvador y Adriana, del que en poco menos de 48 horas nos habíamos hecho inseparables, salimos a pasear por el pueblo con el ánimo de entrar a algún local para tomar una cerveza y ver alguna actuación en vivo de música popular. Al paso por la Plaza de Armas vimos la iglesia abierta. Las puertas estaban abiertas de par en par invitándonos a pasar. En su interior la oscuridad hubiese sido absoluta de no ser por los cirios que alumbraban la imagen de la virgen del Carmen, subida en las andas, dispuesta para la procesión del día siguiente. De la penumbra salió una anciana para vendernos unas velas que ofrecer a la virgen. La sensación del conjunto resultaba un tanto tétrica acentuada por el juego de luces y sombras que las tintineantes llamas proyectaban sobre el rostro de Nuestra Señora del Carmen. Las tinieblas se acentuaban hacia el fondo de la nave siendo impenetrables en el altar mayor. Encendí la linterna de mi teléfono y, arropados los unos con los otros, nos aventuramos en su interior en silencio, con mucho respeto, dando la impresión de ser un grupo de rateros más que de curiosos turistas. La tenue luz del teléfono daba un aspecto fantasmagórico a las imágenes de santos que se alzaban sobre las peanas de sus capillas. Ensimismados como estábamos, tratando de distinguir las imágenes de un retablo a la altura del crucero, no nos percatamos de la presencia de una mujer, que vestida con los atuendos típicos del pueblo y acompañada de su perro, llegó hasta nuestras espaldas. Pasado el sobresalto le dimos las buenas noches y partió de allí con el mismo sigilo que llegó. Dedujimos que la buena mujer habría ido a cerciorarse de las intenciones de esos extraños personajes que andaban entre tinieblas a esas horas de la noche fisgoneando por la iglesia.


Muy cerca de la iglesia se encuentra el mercado. Aunque ya era tarde algunos puestos de fruta seguían abiertos. Habíamos comido mucho y cualquiera de aquellas frutas de aspecto exótico serían una buena opción para cenar. Compramos unos plátanos enanos, que son los más dulces, y unas frutillas oriundas del país llamadas aguaymantos, del tamaño y color de una ciruela madura que comimos allí mismo. El aguaymanto me sorprendió por su agradable sabor agridulce, su fragancia y la textura suave de la pulpa. Me recordó el sabor del níspero, otra de mis frutas favoritas, con el que guarda muchas semejanzas. Luego volvimos a probarlo en un hotel en forma de mermelada pero yo lo prefiero al natural.

Seguimos paseando por la ciudad en busca de un local donde oír música y como nadie acertaba a indicarnos donde podríamos escucharla regresamos al hotel. Pasé una noche toledana, apenas dormí un par de horas y por puro cansancio. La cama era grande y tenía muy buen colchón. Tampoco hacía frío porque las mantas eran eléctricas y daban un calorcito muy agradable pero no pude conciliar el sueño. Vueltas y vueltas. Dolor de cabeza, la nariz y la garganta completamente secas dificultaban la respiración y para empeorarlo, otra vez esa desagradable sensación de asfixia que me mantenía en tensión. Estaba desesperado porque entre el desajuste horario y el soroche apenas había dormido más de cuatro horas diarias desde que llegué a Perú. No podía seguir así, o dormía o terminaría mal. Por la mañana pregunté a los demás qué tal habían pasado la noche. Fue un consuelo saber que todos ellos la pasaron tan mal como yo porque, al menos, supe que aquello formaba parte de la normalidad y yo no era una excepción. Decidido a poner remedio y en contra de mis principios, me animé a tomar pastillas para dormir. Las chicas de la sección catalano-castellana del grupo me dieron Lorazepam, un ansiolítico recomendado para los trastornos del sueño, del que me hice adicto hasta el final del viaje. A partir de ahí comencé a recuperarme. Otros no tuvieron tanta suerte y no levantaron cabeza prácticamente en todo el viaje. Ésos seguro que no volverían a regresar al Perú ni por todo el oro de los incas.








jueves, 25 de agosto de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo IX: Entre volcanes

13:34




Poco después de llegar al hotel pasó a buscarnos el microbús que nos llevaría a recorrer el Valle del Colca. Tenía el presentimiento que a partir de ahora comenzaríamos nuestra verdadera aventura por el corazón del Tahuantinsuyo. Con solo pensarlo el pulso se me aceleró ¿o sería el efecto de los dos mates de coca que tomé precipitadamente antes de partir? Sea lo que fuere la expectación era máxima y mi mente comenzó a poblarse de indios orejones (1), de tantos como molinos llenaron el cacumen de mi paisano don Quijote.

Apenas iniciamos el viaje paramos en un pequeño supermercado a las afueras de Arequipa a fin de comprar algunas cosas que nos serían muy útiles para sobrellevar mejor las duras condiciones del Altiplano. Hicimos acopio de unos sombreros de paja con buena ala para protegernos de la irradiación solar, agua y, sobre todo, coca en todas sus manifestaciones: hojas, galletitas y hasta caramelos. Tanto oímos hablar de las propiedades de la coca (reducción de la fatiga, mejora de la digestión, facilitar la respiración...) que todo nos parecía poco para prevenir el mal de altura y estábamos dispuestos a exponernos a una sobredosis a fin de conjurarlo, así es que de un modo u otro, casi siempre la teníamos en la boca. Si nos hizo efecto o no, no lo puedo asegurar pero lo cierto es que todos teníamos confianza ciega en ella por el modo, algo exagerado, en que la ingeríamos.

El extrarradio de Arequipa es muy grande, prolongado por innumerables asentamientos de aluvión habitados por gente muy humilde que baja de la sierra huyendo de la pobreza en busca de una vida mejor al amparo de la ciudad. Son las mismas casuchas que vi desde el avión poco antes de aterrizar, con sus tejados de zinc o a medias de construir a la espera de mejores tiempos para terminarlas, en mitad de la nada, sin agua ni luz, ni condición alguna de habitabilidad. El guía nos explicó que se trataba de las “invasiones”, un problema acuciante para la ciudad que genera muchos conflictos. Nosotros mismos fuimos testigos de uno de ellos. Al lado de la carretera unas excavadoras destruían viviendas ilegales. Hasta el autobús llegaba el ruido metálico de los golpes secos de la pala contra las edificaciones y los gritos de sus desesperados moradores contra los maquinistas. La nube de polvo cubría a unos y otros. Un bullicio de puños se levantaba entre el revuelo de hombres y mujeres que espetaban a los trabajadores. Más allá un grupo de curiosos y un espeso cinturón de antidisturbios contemplaban ese caos desde una prudente distancia. Aquello no pintaba nada bien. ¡Qué vida tan difícil!

El microbús prosiguió su camino por la Ruta Interoceánica 34A, que une el Pacífico con el Atlántico a través de Perú y Brasil. Lentamente comenzó a zigzaguear por pronunciadas cuestas ganando altura. En menos de 150 kilómetros habríamos de pasar de 2.300 metros a más de 4.000. Íbamos acompañados por un excelente guía, natural de Arequipa, joven, muy educado, bajito y de complexión fuerte como la mayoría de sus paisanos. Su voz suave terminaba invariablemente cada explicación con la misma coletilla “¡¿sí?!”, sin que supiésemos a ciencia cierta si estaba interrogándonos o afirmando. El muchacho sabía de todo y no había pregunta que dejase sin respuesta. No recuerdo haberlo oído callado más de cinco minutos a lo largo del viaje. Era infatigable, el tipo de guía que me gusta.

A nuestra derecha dejamos el Misti. Un poco más adelante bordeamos la falda occidental del Chachani con sus cuatro cumbres de 6.000 metros moteadas de nieve a pesar de la extrema sequedad del ambiente. El temido soroche empezó a hacerse notar con fuerza cuando alcanzamos los  más de  4.000 metros en la Reserva Nacional de Salinas y Aguada Blanca. A esa altura comenzamos a sentir los efectos de la falta de oxígeno con dolores de cabeza, náuseas y dificultad para respirar. El único consuelo es que como nos afectaba a todos lo aceptamos con naturalidad.

Pronto vimos pequeños grupos de vicuñas, parientes cercanos de las llamas, alpacas y guanacos. Pastaban en libertad por la puna, las tierras altas del altiplano, ramoneando incansables los brotes más verdes de las matas secas que se extienden por doquier. Los rebaños pertenecen a las comunidades indígenas que se encargan de esquilarlas para vender su lana,  la más apreciada y cara de todas, como pudimos ver en las tiendas de Arequipa, por lo que la mayor parte de estos tejidos se exportan a las tiendas más elitistas del  mundo. Poco a poco la puna se iba poblando de rebaños de llamas y alpacas, pastoreadas por los nativos que habían descubierto en los turistas una fuente adicional de ingresos. Sitúan sus rebaños como reclamo, próximos a la carretera para que los autobuses puedan parar y fotografiarlos de cerca a cambio de la voluntad.

Son unos animales realmente hermosos, de porte altivo y orgulloso, como corresponde al que fue un símbolo del poder soberano durante el incanato (gobierno de los incas sobre el resto de pueblos). Su imagen está tan asociada a ellos como los grandes bloques de piedra de sus templos y fortalezas, hasta el punto que los límites biológicos de la llama coincidían con los de las fronteras del Tahuantinsuyo. Debía ser fascinante la ceremonia en que los sacerdotes entregaban al Inca una llama blanca con atuendos escarlatas, zarcillos de oro en sus orejas y un gran collar de conchas rojas. Ambos, Inca y llama, competirían en solemnidad. Pero no todas eran tan afortunadas, su lana blanca las convertía en animales sagrados y pagaban con su sangre el sacrificio de miles de ellas durante las festividades de los solsticios y equinoccios en honor a Inti, el dios Sol.
             
A lo largo del trayecto hicimos varias paradas. La siguiente fue más o menos a mitad de camino, en un pequeñísimo poblado llamado Patahuasi, en la confluencia de dos carreteras: una que se dirige hacia el Valle del Colca y otra hacia Puno y el lago Titicaca. Aprovechando las instalaciones de un restaurante y sus aseos en la mitad de la nada, un mercado de mujeres indígenas ofrecía sus artesanías a la sombra de un entramado de postes y hojas entretejidas. Las compulsivas compradoras del grupo no pudieron resistirse a los encantos de los coloridos tejidos de lana de llama y alpaca y llenaron un poco más sus maletas.

Salvador, mi amigo argentino,  y yo aprovechamos para acercarnos a hacer unas fotos a un pequeño cañadón (2) próximo al mercadillo. Apresurados por el tiempo regresamos al restaurante con paso decidido y, al momento, sentimos como las manos invisibles del soroche nos atenazaban el cuello amenazando con asfixiarnos. Salvador, prudentemente, con un tono asustado y casi tan bajito que apenas podía oírle, me dijo gesticulando: “Luis, un paso tras de otro, despacito” y comenzamos a andar como dos mimos, midiendo los pasos y casi sin avanzar.

Cuando llegamos a las mesas del “Chinitos Restaurant” (¡qué horrible nombre!) nos sentimos más seguros, al menos, si debíamos morir lo haríamos en compañía de los nuestros y no en la soledad del altiplano. Allí probamos por primera vez la muña en infusión, una planta casi tan consumida por sus propiedades respiratorias y digestivas, como la coca. La sirvieron en vasos altos. Resultaba muy agradable al paladar por su suave sabor a menta. Gracias a ella volvimos a recuperar el aliento.

La última parada antes de llegar a Chivay la hicimos en el mirador de Pata Pampa, conocido como el Mirador de los Andes, a 4.910 metros de altitud. Desde allí se divisan unas impresionantes panorámicas de media docena de volcanes: Misti, Chachani, Mismi, Sabancaya, Ampato, donde se encontró la momia de Juanita, y el Hualca Hualca. Una extensa llanura de matojos y piedras se prolonga hasta el infinito al que solo ponen límite estos gigantes de casi 6.000 metros. Parecía como si un gran cataclismo hubiese eliminado la vida de la Tierra y el único signo visible fuese la humeante fumarola del Sabancaya. ¡Qué insignificante me sentí en aquella inmensidad! 


(1)      Orejones: nombre genérico con el que se conocía a las etnias de indios provenientes de la región cuzqueña.

      (2)       Cañadón: hondonada en forma de amplio cauce, con riberas altas, por la que circula una                      pequeña corriente de agua.

martes, 23 de agosto de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo VIII: El colibrí

2:17



No quería despedirme de la ciudad sin volver a recorrer sus calles una vez más. Disponía de muy poco tiempo. El ómnibus vendría a buscarnos en apenas dos horas, así es que decidí desayunar tan pronto abriesen el restaurante del hotel. Los camareros todavía seguían sacando platos al comedor cuando yo me disponía a servirme. Había bajado con la idea de comer algo ligero para facilitar la digestión y así limitar los efectos del temido soroche. Lamentablemente esta buena intención quedó en nada ante el despliegue de tantas viandas, dulces y saladas. Hice caso omiso a mi conciencia y me despaché a gusto: huevos revueltos, yuca frita, queso, algo de embutidos, un par de cruasanes, algún pastelillo y una buena taza de café. A las 6,30 ya estaba en la calle, no sin cierto remordimiento por tener una voluntad tan débil frente a una mesa. Tras el opíparo almuerzo tendría que apurarme si quería recorrer el centro histórico. Las calles estaban casi desiertas. Me dirigí hacia la Plaza de Armas, el núcleo fundacional de Arequipa. Su maravillosa plaza rodeada de pórticos por tres costados y el cuarto por la catedral, presentaba una magnífica vista, sin turistas ni coches. La luz era perfecta. Empezaba a rayar el día pero el sol seguía oculto por los edificios de aquel impresionante cuadrilátero. 

Las luces amarillentas de las farolas que pendían de las bóvedas de los pórticos, pronunciaban aún más la profunda perspectiva de las ya de por sí largas arcadas dando la sensación de penetrar en un túnel del tiempo. Andando bajo esas galerías infinitas me asomaba ocasionalmente entre los arcos que daban a la plaza para deleitarme con las bonitas panorámicas que se ofrecían desde los diferentes ángulos de los soportales. Tras la catedral se recortaban las siluetas del Chachani y el Misti, los sempiternos volcanes a cuya sombra nació la ciudad. Sobre las arcadas del segundo piso colgaban enormes escarapelas con los colores blancos y encarnados de la bandera peruana, recordando las Fiestas Patrias que culminaban pocos días después con la celebración del 28 de julio, día de la Independencia, que allí festejan con tanto alborozo como la Navidad. Conocedor de la codicia e intransigencia de nuestros conquistadores, misioneros y gobernantes puedo entender mejor, créanme amigos peruanos, que tuviesen tantas ganas de perdernos de vista. En otro ángulo de la plaza, el color lechoso de la fachada de la iglesia de la Compañía era más intenso por contraste con el violeta de la aurora. Frente al antiguo cabildo se levanta la catedral engrandecida por los volcanes que asoman entre sus torres. Me detuve un instante, el tiempo justo de hacer una foto, porque la estética del neoclasicismo nunca me atrajo. En este caso la catedral no tuvo culpa. Cayó tantas veces vencida por la furia de los terremotos que la última reconstrucción que le tocó en suertes, o más bien, en malas suertes, fue aquel estilo.



Como caminaba sin rumbo, la presencia de una vistosa fachada en la calle de San Francisco me sacó de la plaza. Consulté en la guía que siempre llevaba conmigo y, al decir de muchos entendidos, me encontré frente a frente con el mejor ejemplo de arquitectura civil arequipeña: el Palacio de Tristán del Pozo, un edificio del siglo XVIII. Su estilo decorativo tenía ciertas reminiscencias de las fachadas de las iglesias barrocas mestizas que vi en la ciudad: fachada lisa con motivos ornamentales en relieve, concentrados exclusivamente sobre los tímpanos de las puertas y los frisos de las ventanas. Este modelo lo vi repetido, con muy pocas variaciones, en otras muchas casas nobiliarias de la misma época y, lo cierto, es que todas resultaban la mar de elegantes con sus blancos sillares bien trabajados, las grandes ventanas con rejería y portones de acceso, con zaguán de por medio, al patio principal en torno al cual se disponían las habitaciones de la casa. La  influencia de la Iglesia quedaba de manifiesto en la profusión de iconografía sagrada en las paredes de los edificios civiles. En el caso de la casona de Tristán del Pozo es muy notable. De un tronco común, a modo de árbol genealógico de Cristo, salen ramas terminadas en flores de cantuta y, sobre ellas, los anagramas tallados de Jesucristo, la Virgen, san José, san Joaquín y santa Ana, padres de María. Es comprensible que, en una ciudad tan castigada por los movimientos telúricos, todas las invocaciones a los seres celestiales rogando protección fuesen pocas.

                              

Seguí caminando por las calles del barrio viejo. Bonitos edificios se sucedían unos a otros dándose la mano. A la altura de la iglesia de San Agustín me detuve a hacer unas fotos. Mientras esperaba que el barrendero se alejara de la portada, atrajo mi atención un anciano de pronunciados rasgos indígenas. Tenía la frente apoyada en la reja que rodea el recinto sagrado. Con gesto muy reflexivo y la cabeza gacha farfullaba palabras que no alcanzaba a oír mientras daba pequeños puntapiés contra la piedra del zócalo. Tuve la impresión que cada golpe de zapato seguía un movimiento rítmico, como marcando tiempos, quizás los mismos que marca la yema del pulgar cuando se desliza sobre la cuenta de un rosario. No pude desentrañar el misterio de aquella acción pero una vez más me vino a la cabeza la devoción infinita de los pobres que esperan del cielo lo que no encuentran en la tierra.  

Apresurado por el tiempo me encaminé a buen paso hacia el hotel. Me detuvo un colibrí a la altura de una portada del convento de santa Catalina. El avecilla intentaba infructuosamente libar el néctar de unas flores de plástico depositadas al pie de una imagen de la virgen parapetada tras el cristal que cubría la hornacina. Tras muchos intentos de estrellar su pico con la barrera invisible del vidrio, el colibrí desistió y partió de allí tan veloz como yo. El primer colibrí que vi en mi vida fue muy cerca de allí, justo el día anterior, en una zona ajardinada de los lavaderos del mismo convento. En aquel momento algo me llamó la atención y al centrar mi vista de miope en el objeto lo reconocí al instante. Su silueta era inconfundible ¡un colibrí! Me causó tan buena impresión como el cono del Misti. Minúsculo pero soberbio en su vuelo, con su pico largo y fino como un estilete, cubierto de un destellante plumaje, suspendido en el aire, aparentemente inmóvil se movía de flor en flor con la velocidad de una estrella fugaz. A su alrededor pululaban algunos más. Su presencia elevaban a rango de Paraíso aquel jardín. ¿Tendrían devoción por lo sagrado? Es muy posible, según deduje de lecturas posteriores. Abundan las leyendas que asocian a este pájaro a las divinidades de muchos pueblos precolombinos, como la del Colibrí de oro, que narra como un colibrí empeñado en ver al dios Sol, se escondió entre las plumas de un cóndor, el mensajero de los dioses, para poder presenciarlo. Quizás tampoco estuviese tan lejos de una explicación sacra, la interpretación del gran colibrí dibujado en la llanura de Nazca, dicen que hecho por los indios para que solo pudiesen verlo desde las alturas las divinidades. Lo cierto es que salí de Arequipa con un cuy en el estómago y un picaflor*, dorado como el sol con alas de esmeralda, en el corazón. ¡Solo Dios sabe cuántas cosas más llenarían mi alma al paso por Perú!




(*) Picaflor: colibrí


martes, 16 de agosto de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo VII: El imperio de los cuyes

13:31

Sin detenernos a comer continuamos la visita. El tiempo apremiaba y el riquísimo patrimonio de la ciudad bien merecía el ayuno. A cambio alimentaríamos el alma con la generosidad y abundancia de las bellas imágenes que Arequipa nos brindaba a cada paso.  
El convento de Santa Catalina, junto con el centro histórico de Arequipa, está declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, un galardón ganado con justicia. Sus gruesas paredes y elevados muros hacen del convento una ciudadela en pleno corazón de la ciudad. Fundado a finales del s. XVI el monasterio acogió a cambio de espléndidas dotes a las hijas de las familias más nobles que, en muchos casos, ingresaron acompañadas de doncellas y criadas. Tener una hija en el monasterio contribuía a dar lustre a las familias de rancio abolengo por lo que muchas consagraron a sus hijas al servicio de Dios. Novicias y generosas dotes para su ingreso hicieron del convento uno de los más ricos del virreinato.










Pasear por el interior del convento es deambular por un pasado colonial casi intacto a pesar de los numerosos terremotos que zarandearon la ciudad. Los alarifes locales, sin duda inspirados por el idílico entorno, contribuyeron a forjar un patrimonio de acusada personalidad. Arquitecturas sólidas de formas redondeadas y paredes que huyen de la estricta verticalidad para soportar mejor los terremotos, se levantan entre los claustros, patios y calles que cuajan la ciudadela de Santa Catalina. Realzado por la luz arequipeña, los colores vivos de las construcciones se unen al de las plantas, fuentes y jardines que proliferan por todo el conjunto. Numerosas celdas se extienden a lo largo del trazado urbano. En realidad más que de celdas podría hablarse de casas por sus dimensiones y equipamiento: cocinas, aseos, hornos, mobiliarios... todas tan dispares que no hay dos iguales según la riqueza de la religiosa que en ella habitase. En el espacio cruciforme y austero que antaño ocuparon los dormitorios comunes, hoy cuelgan de sus muros decenas de valiosos cuadros de la inconfundible escuela cuzqueña. Con cierto aire de pintura infantil y mucho color, los lienzos se cuajan de imágenes con escenas piadosas de la vida y milagros de vírgenes y santos, ataviados con vistosas vestimentas, fruto del mestizaje cultural que en el campo artístico también impone su visión del mundo.



En este ambiente imagino que la vida de recogimiento y contemplación no resultaría nada fácil. Más bien cabe pensar en el bullicio de aquellas calles con nombres de ciudades andaluzas, de vivos colores, adornadas con tiestos de geranios, transitadas por las monjas y sus doncellas llevando tal o cual recado, que en algún momento de su historia llegaron a superar las 300 almas. ¡Cuántas historias no habría encerradas entre sus muros! No faltaron siquiera las más truculentas, como la de las monjas que intentaron envenenar en varias ocasiones a la superiora sor Ana de los Ángeles por querer imponer una austeridad más adecuada a la vida monástica de trabajo y oración. Sin duda su capacidad de predecir el futuro y obrar milagros fue lo que salvó la vida a Sor Ana y la llevó a los altares.




En un ángulo de la Plaza de Armas, a tres cuadras del convento de Santa Catalina, se encuentra la iglesia de la Compañía de Jesús. Es otro de los monumentos que no se debe dejar de visitar. Para algunos historiadores fue aquí donde nació el estilo barroco mestizo o simplemente barroco andino, que luego se extendió desde Arequipa al lago Titicaca y al resto del Altiplano. Antecede en varios decenios a la ya comentada iglesia de San Juan Bautista de Yanahuara, con la que compartió las mismas características decorativas e iconográficas: relieves muy planos, debido a que la porosidad del sillar tallado en lava impide que sea más profundo, y profusión de vegetación en forma de un frondoso tapiz que contrasta con el fondo liso del resto de la fachada. En el interior de la iglesia destacan los retablos tallados en maderas de cedro y roble, que hubieron de ser traídas de Europa, cubiertos por un baño generoso de oro y abundante plata en los altares. Estos elementos serán comunes al resto de las iglesias que vimos después, sin embargo, lo que hace más interesante la visita a esta iglesia es la Capilla de San Ignacio que ocupa el espacio de la antigua sacristía.

Bajo su cúpula de media naranja, al elevar la vista hacia la bóveda, un extraordinario colorido invade la retina. Impactado por la viveza de los colores hay que aspirar con profundidad para recuperar el aliento perdido y poner un poco de orden en tu mente para situarte adecuadamente en el Nuevo Mundo que se abre tras el umbral de la puerta. Multitud de flores, frutos y pájaros exóticos se recrean en un fragmento de selva, la misma selva que tan bien conocieron los jesuitas en sus misiones. Desde el suelo a la bóveda no hay espacio para reposo de la vista que se ve impelida a saltar de una parte a la otra como si de un mono se tratase. El Paraíso no está desprovisto de santos ni evangelistas que pueblan como aves las alturas del Edén. Y es así como la astucia de los soldados de San Ignacio de Loyola consiguen transmitir  y acercar al indio con solo una mirada al mensaje implícito de la riqueza espiritual de “la Creación”, en su búsqueda de conciliar dos visiones del mundo sobrenatural en la que sólo una, finalmente, saldrá vencedora.



Cuando salimos de allí había caído la noche y el estómago comenzó a reclamarnos su atención. En Lima me había reservado a propósito un plato muy celebrado en todo Perú para comerlo en Arequipa por ser muy típico de la sierra y el altiplano: el cuy fractado. El cuy es lo que en Europa conocemos como conejillo de Indias o cobaya. Es una especie nativa de los Andes, un alimento muy popular especialmente entre las clases más humildes, rico en proteínas y de un coste accesible. El título de este capítulo se debe a lo mucho que me sorprendieron las cifras de producción y consumo del cuy. Al pobre animalito, de pelo tan suave que no te cansarías de acariciarlo y ojillos tímidos, no le ampara su porte inocente de conejillo de peluche. Se consume desde hace miles de años y en ese tiempo han ideado muchas formas de cocinarlo.


Yo elegí una de ellas inspirado en el cuadro de “La Última Cena” pintado por el jesuita Diego de la Puente. Vi el cuadro pocas horas antes en una nave de la iglesia de la Compañía pero dos días antes había visto otro con la misma temática en el convento dominico de San Francisco, en Lima, pintado por el mismo autor. Y luego un tercero en Cuzco. Todos eran una muestra más del consumado sincretismo que hacía furor entre los artistas, una verdadera obsesión para atraer al indio identificando aspectos de la religión conquistadora con elementos propios de los conquistados. Y será como el cordero pascual será sustituido en la fuente por un cuy fractado. Para dar más realismo, desperdigados por la mesa se encuentra maíz, ají y otros productos típicamente andinos. Optamos por una cerveza Arequipeña mientras horneaban el desdichado cuy. La presencia era la de una rata grande, no en balde es un roedor, pero preferí centrar mi mente en la de un conejo. Abierto en canal, tumbado sobre las cuatro patas, el cocinero lo adornó con una guarnición de vegetales. En la boca su carne nos pareció fina y tierna, como la de un conejo que era, pero la piel tostada, crujiente al masticarla, daba el contrapunto de un lechón en textura y sabor, uno de esos tostones asados que tanta fama dan a los mesones segovianos. Lo cierto es que solo dejamos las uñas y así, transfigurados momentáneamente en los apóstoles del jesuita Diego de la Puente, involucionamos al pasado prehispánico. El cuy nos acercó a su cultura ancestral y su carne nos llevó a amar un poco más el Perú incaico y todos los perús anteriores gracias a ese afán evangelizador de la época incluso a través de la pintura.

lunes, 8 de agosto de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo VI: Ari qhipay (en quechua: "Sí, quedaos")

14:06
   

"Ari qhipay" es una frase atribuida al inca Mayta Capac cuando expresó su consentimiento a sus generales ante la petición de éstos de quedarse en ese valle deslumbrados por su belleza. La ciudad gozó de fama allende los mares como demuestra el hecho de que el mismo Miguel de Cervantes la mencione elogiosamente como "Arequipa, eterna primavera" en el poema el "Canto de Calíope", incluido en su obra de La Galatea. Nosotros no íbamos a quedarnos pero después de verla, con gusto volveríamos.

Tras el desayuno pasaron a recogernos a nuestro hotel, el Tambo I, para trasladarnos al aeropuerto. Un tambo era un depósito usado para almacenamiento de alimentos y alojamiento de los chasquis, los mensajeros del Inca, de los que tendré ocasión de hablar más adelante. Y tambos no había solo uno ni dos, como mi hotel, sino decenas de miles repartidos a lo largo de las vías del Inca que unían los extremos del Tahuantinsuyo (1) desde Ecuador a Chile y Argentina, a razón de uno cada 20 o 30 kilómetros. No me extraña que los españoles comparasen esas infraestructuras con las calzadas del imperio romano.

Cuando embarcamos nos dio mucha alegría al ver que el avión pertenecía a LATAM. La señora Olinda nos había contagiado su confianza en la aerolínea hasta el punto que yo a estas alturas también me sentía agraviado con Iberia por la falta de detalles con sus pasajeros ¡qué vergüenza! Así es que tan pronto subimos nos acomodamos más entusiasmados por ver el “snack” que nos servirían que por visitar Arequipa.  Apenas despegamos ya estaba la azafata peinando filas con su carrito y repartiendo sonrisas peruanas. Ofrecía un vasito de Inka Cola y una bandejita con una bolsa de maíz tostado del Cusco de la marca Inka Corn, un paquetito de galletas saladas San Jorge y un pastelillo Keke de chocolate marmoleado “pensado y elaborado para nuestros pasajeros”. Estos de LATAM son jodidamente gentiles con sus clientes. No tienen competencia. Recuerdo esto y me emociono viendo con qué detalle nos atendieron en un vuelo de apenas una hora. Todavía conservo como oro en paño la servilleta de papel en la que venía impresa una bonita declaración de amor eterno: “LATAN y tú, Juntos, más lejos”.

Con tanta emoción apenas me quedó tiempo de ver el paisaje que se abría bajo mis pies.  Desde mi asiento de ventanilla al costado de poniente, seguí la línea de la costa recortada sobre el fondo gris del Pacífico durante un buen trecho, hasta que, poco a poco, el avión viró en dirección sureste. El paisaje que se vislumbraba allí abajo era el de un desierto en toda regla. De cuando en cuando, en ese mundo calcinado y reseco como un “charqui” (2), asomaban pequeñas motas de vegetación en el fondo de algún profundo valle o, a trechos, en los cauces de los ríos que surcaban aquella superficie rugosa como la piel de un elefante. La superficie de aquellas sierras era una paleta de ocres mezclados con habilidad celestial por la mano del dios creador de la tierra, Pachacámac ¡Qué distinta de esa otra vista cuando nos acercamos a Arequipa! Cuando todavía faltaban más de 10 minutos para aterrizar, desde la tierra cientos, quizás miles de míseras casuchas al borde de barrancos o en infinita soledad en medio de la nada, proyectaban sobre el avión, desde sus techos de chapa de zinc, cegadores destellos de luz que salían como rayos de un espejo gigante fragmentado en miles de cristales. ¡Qué dura debía ser la vida ahí abajo!

Nos alojamos en el Hotel San Agustín Posada del Monasterio, una vieja casona del s. XVIII situada frente a la misma entrada del convento de Santa Catalina, en el centro histórico de la ciudad. Ahí sentí los primeros síntomas de lo que tanto temía de este viaje: el mal de altura, más conocido allí como “soroche”, que ya sufrí el año pasado en el Teide a 3500 metros. Arequipa está situada a 2300 metros de altitud, más del doble que Ávila, la ciudad española que está a mayor altitud (1100 metros). Muchas agencias de viaje comienzan su circuito turístico por el sur del país desde esta ciudad, tanto por sus encantos como por ser una zona de transición al altiplano, donde la altura roza los 5000 metros en algunos puntos.



El soroche no se mostró violento, al contrario, fue delicado y solo nos escatimó algo de oxígeno causándonos, a mi mujer y a mí, una ligera dificultad para respirar. No fue nada alarmante pero nos sirvió de aviso. La recepcionista se percató de nuestra preocupación y nos invitó a tomar unos mates de coca. En el vestíbulo de recepción había un enorme termo lleno de infusión de estas hojas, que en adelante formarían parte de nuestra dieta. Desde ese momento, en ninguno de los hoteles que nos alojamos faltaría este bálsamo de Fierabrás capaz de prevenir las dolencias derivadas del sigiloso soroche, lo que convertía el entorno del termo en el sitio más frecuentado por los clientes.




Fue en esta ciudad donde conocimos a nuevos compañeros de viaje con los que compartimos varios días de ruta, lo que sirvió para trabar una sólida amistad que aún hoy perdura a través del grupo de wasap que creamos para intercambiar fotos y seguir en contacto. El grupo estaba compuesto por cinco maestras catalanas, un matrimonio argentino de la provincia de Mendoza, una mamá brasileña con su joven y guapísima hija, y nosotros dos. Ocasionalmente se unieron algunos más, como un matrimonio de judíos sefardíes, una familia mejicana y varias chicas argentinas. Entre todos se creó una relación desenfadada y muy agradable propia de gente que solo comparte relax y ningún problema casero.

La primera visita fue al Mirador del Carmen Alto, un barrio a las afueras de Arequipa, desde donde se  ofrece una preciosa vista de los volcanes Chachani y Misti. El Misti se levanta  imponente en un cono perfecto que alcanza los 5800 metros. Considerado por los incas como un “Apu” o dios protector, también fue temido por sus arrebatos de furia. Para aplacarlo le consagraron sacrificios en forma de ofrendas humanas, similares a los que se hicieron en otros volcanes próximos. El caso más mediático fue el de la niña Juanita "la dama de Ampato", que tras ser obligada por los sacerdotes a ingerir numerosos alucinógenos la abandonaron en la cumbre nevada para dormir allí el sueño eterno. Su momia reposa ahora en una vitrina frigorífica al lado del hotel donde nos alojábamos y, aun así, no tuvimos la deferencia de ir a visitarla por vernos urgidos con compromisos mayores.  Sin embargo,  a pesar de estos rasgos primigenios de fiereza provocada por el terror, los hombres con su inmensa capacidad creadora supieron aprovechar el legado de destrucción del volcán. Sus cenizas sirvieron de potentes fertilizantes que hicieron feraces las huertas de la vega del río Chili, con sus rocas construyeron terrazas en las laderas del río para ganar terreno fértil y de su lava tallaron los blancos sillares con los que los españoles fundaron en 1540 la “Villa de la Asunción de Nuestra Señora del Valle Hermoso de Arequipa” también conocida, por esa razón, como la Ciudad Blanca.

El Misti, con su altiva belleza de juventud, convertido en el icono de la ciudad por su proximidad a ella, forma parte del paisaje urbano por lo que podía verlo desde la habitación de mi hotel, al cabo de una calle o sobresaliendo sobre los tejados de la catedral. Todos lo admiran pero aún hoy lo siguen respetando conocedores de que es un volcán activo, como demuestran sus fumarolas ocasionales. Es por eso, que el gigante se encuentra en un estado de libertad condicional sujeto a vigilancia estricta por vulcanólogos que registran sus latidos las 24 horas del día. 

Muy cerca se encuentra  la bonita iglesia colonial de San Juan Bautista de Yanahuara. Situada en un costado de una plaza, junto a otro mirador con vistas a los volcanes, disfruté durante media hora de su extraña belleza. Rematada por una sola torre, en la fachada se abre una gran portada repleta de elementos decorativos barroco-mestizos que la elevan a la categoría de las mejores del Perú.



























Al instante me quedé atrapado en esa maraña de pétrea vegetación que trepaba como una enredadera cubriendo toda la portada. Presté poca atención, por resultarme muy familiares, a las imágenes de vírgenes y santos que presidían el bullicio de la plaza desde sus hornacinas. Por el contrario, me apliqué en una rápida lectura de esos elementos nuevos y desconocidos para mí que surgían enmarañados entre la piedra. En el lateral de la portada, casi a pie del suelo, un león de cara fiera, burdamente representado con una melena que más parecían barbas colgando del cuello, parecía querer encaramarse a los retorcidos tallos que brotaban de sus fauces. Por el contrario, se representan con mucha precisión los frutos y flores que crecen entre las ramas y hojas de ese tapiz vegetal. Se reconocen las papayas, las flores de cantuta o flor sagrada de los incas, los plátanos, uvas y rosas. Dos mundos se entremezclan en el follaje de esa selva: el indígena representado por la feraz naturaleza poblada de amenazantes y enigmáticos seres, leones y máscaras de rasgos andinos, y el cristiano, reconocido en sus santos. En ese escenario se me antojó ver representado al mismo demonio en la figura del león tratando de ascender desde el abismo, donde fue arrojado por los arcángeles, al mundo celestial que comenzaba sobre el arco de medio punto de la puerta, con la clara intención de devorar a los santos que allí se encontraban. En esta loca interpretación el demonio lo tendría muy difícil porque las puertas del cielo-iglesia están flanqueadas por dos pares de arcángeles tocados con penachos de plumas, que en la simbología prehispánica representaban el poder, como demuestra el hecho de que solo el emperador Inca podía portarlo sobre su cabeza, como distintivo exclusivo de la realeza. Y no son los únicos, otros más se reparten vigilantes o protectoras como los dos querubines que protegen los costados de un niño desnudo e indefenso el cual, pensé, quizás, solo se tratara de un inocente converso sobre el que se edificó la Iglesia virreinal.


Pensando en el sagaz mensaje expuesto en la piedra hube de regresar al ómnibus que ya me esperaba con el motor en marcha. Pero el enigma de la piedra siguió martilleando en mi cabeza varias cuadras más allá. La Iglesia no da puntada sin hilo y en ese bordado no escatimaron nada. Sólo me quedé con la certeza que el diablo no consiguió ascender y permaneció entre nosotros. No hay más que ver el noticiero para ser consciente de ello.


(1)          (1) Tahuantinsuyo: Imperio inca

(2)         (2)  Charqui (quechua ch'arki, «cecina»): carne deshidratada que se cubre con sal y se expone al sol.

jueves, 4 de agosto de 2016

Crónicas peruleras. Capitulo V: Los muertos más ilustrados de Lima

15:21

Satisfechos de haber visitado el milenario oráculo de Pachacámac regresamos a Lima con su imagen tallada en madera, copia fiel del ídolo original que se encuentra en el Museo. El envoltorio en viejas hojas de periódico no era digno siquiera para la copia de la que está considerada como una de las piezas más extraordinarias del Perú preincaico pero nos sirvió para protegerlo de las eventualidades del viaje.

Mientras escribo estas líneas lo tengo al alcance de mi mano. En su nueva morada no hay oro, ni las apreciadas y rarísimas conchas de “spondylus” que se encontraron cosidas en la puerta de su sancta sanctórum pero, a cambio, el viejo Pachacámac tiene ahora el amor que nunca tuvo porque siempre fue temido. Desde la altura que le proporciona el mueble que la abuela Paulina regaló a su nieta, podrá estar al tanto de las conversaciones familiares, sentir el calor de un hogar y la clara luz madrileña que nunca vio cuando estuvo preso de avaros sacerdotes que comerciaron con la fe de sus fieles cuando descubrieron que su imagen, toscamente tallada en un tronco, era un talismán que abría las puertas de par en par al poder y la riqueza. Ahora, en su nuevo oráculo del comedor de casa, sin intermediarios, sus oídos volverán a escuchar preguntas sobre nuestro destino de mortales y confesiones ocultas de los problemas que nos agobian. Pachacámac ahora vive en Madrid y es un miembro más de la familia.

Entre la atractiva oferta de museos que nos ofrecía Lima tuvimos que jugárnosla a cara o cruz para visitar sólo uno de ellos entre los varios que más nos interesaban. Limitados por el tiempo optamos por el Museo Larco Herrera donde se encuentra una valiosa colección de tesoros del antiguo Perú.  Nuestro solícito taxista, Pablo de los Santos Sacramento, hizo un ademán de aprobación y esbozó una sonrisa pícara cuando nos puso sobre aviso que allí dentro íbamos a ver muchas escenas de sexo. “Eso está bien, le dije, a ver si aprendemos algo nuevo para nuestro repertorio”. No debí negociar bien el precio del taxi porque no parecía tener ninguna prisa por dejarnos y de nuevo se quedó esperándonos en la puerta del museo.


El Museo, situado en el distrito limeño de Pueblo Libre, es un bonito recinto de paredes blancas con un patio lleno de flores y un macizo de grandes cactus. Se levanta sobre una antigua hacienda del s. XVIII de la época virreinal, que a su vez se edificó sobre una pirámide precolombina del s. VII de la que no queda resto alguno. En el pórtico de acceso nos ofrecieron agua fresca perfumada con cáscaras de naranja.

Nada más pasar nos encontramos con vitrinas abarrotadas de cerámicas cuidadosamente clasificadas por culturas precolombinas. Modelado y pintado, tejido, repujado o tallado los artesanos desplegaron sobre sus finas creaciones la rica cosmovisión que del mundo tenían las diferentes culturas que se extendieron del norte al sur de la costa peruana y por el  interior de los Andes desde el 8.000 a.C.

Absorto en la contemplación de un “huaco” (1) con la cabeza de una dignidad sacerdotal con un tocado de ave, modelada sobre una botella con asa, quiso la casualidad que llegase a mis oídos una voz conocida. Levanté la vista y encontré a Suzzan Morales, la que había sido nuestro guía, con un grupo de personas dándoles detalles muy prolijos sobre una pieza del museo. Esa mujer sabía de todo, ¡qué envidia! La saludamos con alborozo, como si se tratase de una vieja amiga, y continuamos la visita por la sala que alberga la más famosa colección de arte erótico del mundo precolombino.

La colección está compuesta por números huacos eróticos que dejan poco margen a la imaginación ya que las escenas de sexo son muy explícitas. Arqueólogos y especialistas han aventurado todo tipo de teorías para explicar todo este desenfreno. Los guías y los carteles informativos recurren a interpretar estas escenas como escenas rituales o relacionadas con la dualidad del mundo, la fertilidad de la tierra, los ritos funerarios o ceremonias de sacrificio pero tras el argumentado razonamiento hay que reconocer que no resulta fácil mantener la cara de circunstancias o contener la risa ante el ajetreo amoroso de esos pequeños viciosillos de barro que se afanan en alcanzar orgasmos. Pocos son los que se resisten al cuchicheo mientras miran de soslayo señalando con el dedo tal o cual figurilla en la que quizás han reconocido su propia pose o deseo.


  






Hombres y mujeres en pareja, tríos o mezclados, incluso con los muertos y divinidades, son los actores de este Kamasutra andino que protagonizan sobre un escenario de barro, tórridas escenas de penetraciones, felaciones, masturbaciones, tocamientos, besos, sin el más mínimo pudor. Y no es que yo creyese que las inertes figurillas no lo podían tener, no, ni mucho menos, porque a la vista estaba que ellas estaban llenas de vida como se ponía de manifiesto en sus ojos extraviados en el infinito en pleno orgasmo o abiertos como platos sorprendidos por una agradable sorpresa. Esa gentecilla salida de las hábiles manos del artesano, con sonrisas en su rostro o gestos de sátiros, se lo estaban pasando bien de verdad.

Cuando salimos era buena hora para comer. Pablo nos sugirió un restaurante llamado el “Toque criollo” en la plazuela de San Francisco, en pleno distrito centro. Con una bien ganada propina “de extranjero agradecido” nos despedimos de él y pedimos un par de cervezas Arequipeñas que sirvieron con un plato de choclos, maíces cocidos, que nos supieron a gloria, mientras preparaban el ceviche, que ya se había convertido en mi plato peruano favorito.

Nos habían recomendado visitar la basílica y convento de San Francisco tan pródigo en pinturas, azulejos, maderas nobles y libros incunables como el próximo convento de Santo Domingo. Acompañados por un vivaracho guía que vivía de la voluntad de los visitantes recorrimos sus dependencias y claustros. Una de las cosas que más me impresionó fue, sin duda, una gran cúpula de madera construida al más puro estilo mudéjar, cuya tracería de motivos geométricos era una autopista directa que te trasladaba a los palacios nazaríes de la Alhambra de Granada. Sin embargo, la mayoría del público acude atraído por sus célebres catacumbas que recorren el subsuelo de la iglesia. En una atmósfera un tanto agobiante por el calor y la estrechez del espacio, miles de cráneos, fémures y tibias asoman por todas partes cubiertos de polvo para ponernos ante el espejo de nuestro futuro y recordarnos que somos mortales. En largas galerías se apilan en depósitos y grandes pozos circulares tantos esqueletos como libros en la biblioteca: 25.000 es lo que se estima tanto para lo uno como para lo otro, lo que convertía a los muertos de San Francisco en los difuntos más ilustrados del planeta.










Sin acusar el cansancio nos dirigimos a visitar de nuevo la Plaza de Armas y hacernos las últimas fotos. De camino tropezamos con un edificio singular, construido en estilo academicista francés, La Casa de la Literatura Peruana. Edificada sobre la antigua estación de ferrocarril de Desamparados, tomó su nombre del ya desaparecido convento de Nuestra Señora de los Desamparados que se levantaba a su lado. Supongo que se habrá escrito mucho sobre este nombre que da juego a todo tipo de metáforas, máxime siendo proverbial el abandono y olvido de muchos escritores que  permanecieron para siempre en el anonimato más cruel, al que también yo soy firme aspirante con este blog. Hoy luce como templo literario en cuyos altares se hacen ofrendas a los dioses literarios más destacados del país. En el abandonado andén, junto a la vía muerta, unas mesas y sillas invitan a iniciar un viaje a cualquier parte mientras hojeas un libro de la biblioteca. Una buena opción para cualquiera que no sea un apresurado turista como nosotros.


Desde luego no quería irme de Lima sin ver al Señor de los Milagros, también conocido como Cristo de Pachacamilla por encontrarse en ese barrio limeño su morada. Por fortuna mi mujer, que tan a menudo pierde la paciencia conmigo por un quítame allá esas pajas, se deja llevar cuando salimos por ahí afuera, quizás consciente que de que tengo buen olfato para llegar a sitios interesantes. Con algún ligero desvío pudimos visitar de paso un par de célebres iglesias, la de S. Agustín y la de la Merced, las únicas de la ciudad que conservan sus originales portadas churriguerescas, tan al gusto del barroco peruano.

Al filo de la media tarde llegamos al Monasterio de las Nazarenas convertido en  santuario nacional por la presencia en él del Señor de los Milagros. El edificio carece de interés arquitectónico pero en su interior hay un entrar y salir permanente de fieles que en pie o de rodillas se arraciman con intensa devoción alrededor de la imagen. El olor de las velas es intenso, un sahumerio de cera e incienso se esparce por la nave hasta las bóvedas. Este Cristo tiene tras de sí una historia muy atractiva a la que yo quería ponerle ojos y, llegado el caso, incluso corazón. El origen de su leyenda se remonta a la tosca pintura que un angoleño, llevado como esclavo a las plantaciones de la colonia del virreinato, pintó sobre la pared de una pobre cofradía en la que se reunían los de su etnia para compartir sus cuitas. En el terremoto de 1655, uno de los más destructivos de los muchos que asolaron varias veces la ciudad de Lima, todos los edificios que había a su alrededor quedaron convertidos en polvo. La cofradía no fue una excepción y también se derrumbó pero quedó en pie, y sin el menor daño, la pared de adobe en la que estaba pintado el Cristo crucificado. En torno a este hecho sorprendente comenzaron a acudir cada vez más devotos movidos por la fe y los rumores de los milagros que obraba el Cristo. El paroxismo se alcanzó cuando después del terremoto de 1687, que volvió a arrasar Lima y Callao, siguió incólume la pared que hacía de lienzo para la imagen. Y así, con la fama ya ganada de Cristo vencedor sobre los terremotos que tanta destrucción y muertes originaban, hicieron una réplica al óleo de la imagen que sale en procesión desde entonces y que se ha convertido en una de las manifestaciones más multitudinarias del mundo católico a la que acuden penitentes de toda la nación para pedir algún milagro que les alivie de tantos sufrimientos.

Me he extendido sobre este asunto atraído por el fenómeno del sincretismo religioso que está presente por todo el país. En este caso es realmente asombrosa la relación entre Pachacámac y el Señor de los Milagros o Cristo de Pachacamilla, que hasta en esta coincidencia de nombre se diría que uno es hijo del otro. Ambos comparten los mismos genes. El de Pachacamilla heredó los poderes del de Pachacámac sobre los terremotos que azotan la región de forma regular como si de una maldición divina se tratase. Ambos han sido capaces de congregar multitudes hasta el punto de convertir en santuarios sus residencias cimentadas en adobe. A ambos por su naturaleza divina se hacen ofrendas y se elevan preces a cambio de protección y beneficios. ¡Ojalá el de Pachacamilla no sea también defenestrado de su poder por nuevos ídolos traídos de la mano por la codicia de otros sacerdotes! ¡Ojalá que no arrasen de nuevo sus creencias y les partan de nuevo el corazón a los habitantes de aquella tierra! ¡Ojalá que cada uno pueda compartir su fe con quien desee sin ser perseguido ni masacrado por ello! ¡Ojalá no sea necesario rehabilitar un espacio más en el calor de nuestro hogar y que todos puedan vivir en paz en donde nacieron!




(1)    “huaco”: vasija ceremonial.