Pocas
horas antes de partir a Perú quedan escritos a tiza sobre el pizarrín de la
cocina los preceptivos recordatorios de mi mujer a nuestros hijos y, tras una
copiosa merienda de ibéricos y buen
queso, nos despedimos de Madrid por unos días.
En
el aeropuerto, convertido con los siglos en la nueva puerta de embarque al
Nuevo Mundo, lejos del bullicio de las ruidosas gaviotas y la brisa salada de la mar océana, nos salieron al paso las primeras caras de viejos
conocidos. Imagino que en un alarde de confraternizar con las antiguas colonias,
convertidas hoy en orgullosas naciones, algún diplomático aconsejó al gobierno
hacerles un guiño y exponer en un mural de tonos grises, los rostros serios y
nobles de sus glorias patrias, los libertadores criollos José Martí, Simón
Bolívar, San Martín y el indígena alzado contra el represivo imperio español, José
Gabriel Condorcanqui, más conocido como Túpac
Amaru II.
Los héroes salidos del pincel de Oswaldo Guayasamín, también conocido como “el pintor de las Américas”, se quedaron anclados en su pose pero sus huestes se desparramaban por las salas de la terminal T4. Rostros de cobre, personas de complexión fuerte y baja estatura regresaban a algún lugar de Tahuantinsuyo, el viejo imperio Inca hoy desaparecido.
Deseoso de empezar a conocer Perú de fuentes directas, no tardé en entablar conversación en el avión con Olinda, una señora mayor de cara arrugada, natural de Trujillo, al norte de Lima, que venía con su hija Lucía de visitar España. Curiosa, nos miraba con disimulo mientras nos hacíamos unos selfies. Tan cerca y pendiente estaba que salió en uno y se lo mostré "señora, usted también ha salido, mire".
Hablamos
de las cosas que conocieron y de nuestro plan de viaje. Entrados en
conversación y, sin venir a cuento, me hizo este comentario "es mejor que
no mencionen a Pizarro porque ese hombre nos fregó" ¡Vaya, le dije, no me diga que es cierto que
los españoles no somos queridos en su país! Lo he leído en varios blogs de
viajes. Una mueca en su cara me lo confirmó. Pues empezamos bien ¡y yo con
barbas de conquistador!
Olinda
es una patriota peruana que ha votado a "la China" como conocen allí
a Keiko, la hija de Fujimori. Apenas asomó por el pasillo del avión el carrito con
la cena empujado por la azafata, Olinda, y ya segura de estar en un trozo
flotante de Perú ensamblado en el fuselaje del Boeing, comenzó a ensalzar a la
aerolínea LATAM, acrónimo de Línea Aeropostal de Transportes Aéreos
Meridionales. Resultó estar muy enojada con Iberia dónde, según me dijo, nos
les dieron ni un triste vaso de agua en el vuelo Madrid-Barcelona. Con tono
jocoso le comenté que 500 años después de habernos gastado la plata y el oro de
Perú, los fregaos éramos los españoles, lo que creo le causó cierto regocijo a
juzgar por la media sonrisa que dibujó en sus labios. Y henchida de orgullo
patrio me aconsejó vivamente, hasta el punto que creí que me haría jurarlo, que
no usase dentro del país otras aerolíneas que no fuesen las peruanas.
Cené
sin hambre, por educación, porque nunca rechazo un plato de comida por mala que
esté, y lo rebañé entero, también por educación y sin tener hambre; y bebí sin
tener sed porque me ofrecieron un vino chileno y una cerveza que nunca había
visto: la Cusqueña, una pilsen dorada con el Machu Picchu en su etiqueta y la
chapa y los pétreos muros de Sacsayhuaman en relieve. ¡Qué ilusión, joder! Ya
empezaba a compartir con los incas sus cosas de estar por casa.
La
noche avanzaba y Morfeo se había olvidado de acudir a mí, o quizás me viese tan
entusiasmado escribiendo estas líneas que desistió de hacerlo convencido de la inutilidad del esfuerzo.

Me
llamaba la atención el verdor que cubría el Sahara, tan intenso como el de las
verdes praderas americanas donde pastaban los búfalos. Pensé en que quizás
habría que hacer una reclamación a la IATA para corregir este despropósito
geográfico.
El
avión seguía su vuelo ¡gracias a Dios! sobre el fondo azul del océano. Los
continentes desaparecieron de la pantalla. Abajo solo había agua y más agua. ¡Qué
temerarios somos los humanos!
Con
la noche cerrada y tras tres horas de vuelo el cansancio comenzó a apoderarse
de mí. Me acomodé como pude y cerré los ojos. La imposibilidad de coger una
postura correcta y el molesto dolor de cuello me hizo pensar en un hombre-llama.
Sería fabuloso, pensé, poder desarrollar en este momento un cuello tan largo
como el del camélido andino, que saltase por encima del respaldo del asiento y
buscase un acomodo firme a mi cabeza y, así, poder dormir entre sus vellones de
lana unas horas.
Cuando
desperté el mapa de América comenzaba a ser más preciso. La estela del avión había
dejado atrás el resto del mundo. Salvador de Bahía dejaba de ser la única
referencia del Cono Sur. En lontananza se asomaban nuevas ciudades: Caracas, Bogotá,
Quito y Guayaquil.

La
última vez que crucé los Andes fue en coche, en el año 95, desde la provincia
argentina de Neuquén para ir a Puerto Chacabuco, en Chile. Recuerdo que paré el
coche y arrodillado besé emocionado las faldas de sus montañas con la misma
pasión que hubiese besado las pantorrillas de una bella mujer. Un espectáculo
grandioso para un manchego que con la perspectiva de una hormiga contemplaba cómo
se alzaban imponentes los picos, cómo el cauce de los torrentes corrían
desbocados y anárquicos sobre grises rocas hasta alcanzar el fondo de los
valles cubiertos de espesa vegetación.
De
nuevo los cruzo hoy pero, en esta ocasión, por el aire, a vista de pájaro, de
pájaro recio y fuertes plumas para resistir las heladas temperaturas de sus
cumbres. No puedo describirlos porque sigue siendo noche cerrada pero puedo
imaginarlos muy bien. Desde las alturas se verían como una procesión del Santo
Sepulcro vista desde un balcón: una cadena de blancos y afinados picos como los
capirotes de los penitentes.
Seis
mil millas más al Oeste, con el viento de cola, el nocturno pájaro de hierro
que nos transportaba en su enorme estómago, posó, al fin, sus patas sobre Lima
y dio por finalizado su salto gigante en el juego de una comba cósmica en la
que sobrevoló sobre varias decenas de meridianos en unas escasas doce horas,
muchas menos que nuestros conquistadores hubiesen tardado en vadear cualquiera
de esos ríos que dejamos abajo.
Los
caminos del imperio incas quedaban abiertos para nosotros durante los próximos once días.
(1) Perulero, ra
1.
adj. Natural del Perú, país de América.
2.
adj. Perteneciente o relativo al Perú o a los peruleros.
3.
adj. Indiano que regresa del Perú.
Para cuándo el siguiente capítulo? Me encanta!!! Me he quedado con ganas de seguir leyendo
ResponderEliminarMe ha encantado esta lectura en tecnicolor. No tiene Canon megapixels suficientes para sacar tanto detalle en sus fotografías. Enhorabuena.
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