jueves, 29 de junio de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXIX: Moray, un centro tecnológico agrario inca en el corazón del Valle Sagrado

2:40

De Maras a Moray hay un paso de apenas siete kms, una distancia insignificante para una tierra que en su época mítica estuvo habitada por gigantes como Ayar Cachi, capaz de hacer brotar de sus lágrimas una montaña como Wakai Willque -El llanto de la gran divinidad-, hoy más conocida como la Verónica, un imponente nevado de casi 6.000 metros que nos sirvió de telón de fondo para recuperar arcaicas galanterías caballerescas, llevados por el entusiasmo de contar con tan grandioso escenario.



Sin descender de la altiplanicie que acoge el salar de Maras y bordea el fértil Valle Sagrado, llegamos a unos insólitos andenes circulares que, incluso para los más escépticos en asuntos alienígenos, nos pareció a primera vista cosa de marcianos. Hasta ahora todos los que habíamos visto eran longitudinales, ajustados a los pliegues de las laderas montañosas como ropajes semitransparentes que revelan el cuerpo sin estar desnudo. Desde el borde de aquella hondonada, con forma de cráter artificial, se dibujan en su superficie perfectos círculos concéntricos que, a media altura, rompen la marcialidad de las ondas para desparramarse por un costado como una lengua, más allá de la rigidez de la circunferencia.




No sabemos quién tiró la piedra en la pulida superficie del quedo estanque de tierra, aunque los arqueólogos aventuran que salió del poderoso brazo de Pachacútec, quizás el Sapa Inca más grande de todos. Lo cierto es que cientos de hábiles manos consiguieron atrapar las olas de polvo y roca que se fueron propagando desde el centro a las orillas, levantadas por el impacto del proyectil invisible, antes de que la onda expansiva regresara a su origen y, así, quedaron petrificadas en terrazas perfectas para asombro de generaciones venideras.




En lo que todos coinciden es que en aquel anfiteatro circular y elíptico a la vez,  situado a 3.500 metros de altitud, el destino de sus gradas estuvo reservado a la experimentación y desarrollo de plantas a diferentes alturas con el fin de poder aclimatarlas a otras partes del Tahuantinsuyo y satisfacer las necesidades alimentarias de los millones de bocas que formaban la extensa progenie de los Hijos del Sol. Por sorprendentes que fueron las explicaciones de nuestro cicerone, Abdel Nasser, acerca de este gran centro de investigación agrícola, no llegaron a extrañarme  pues a lo largo del viaje tuvimos sobradas ocasiones de comprobar el altísimo nivel alcanzado por las antiguas culturas andinas en cuestiones de técnicas agrarias, especialmente en el Valle del Colca pero también en Pisac y otros lugares.



El profundo conocimiento de la tierra, las plantas y los ciclos astronómicos hicieron posible convertir estas hoyas naturales en avanzados centros de investigación aptas para reproducir en sus andenes hasta 20 tipos de microclimas diferentes. Aprovechando la diferencia térmica anual entre los distintos niveles de hasta 15ºC en tan solo un desnivel de 30 metros, la orientación de las terrazas o las mayores horas de exposición solar, esas pocas docenas de metros podían representar centenares de diferencia entre los andenes a efectos de reproducción vegetal. Incluso se cree que en base a la producción obtenida en este lugar se pudiese calcular por extrapolación la extensión de tierra de cultivo necesaria en otras partes del Tahuantinsuyo donde se daban condiciones climáticas similares. ¡Tan grande fue la complejidad que en materia agraria llegó a alcanzar esta impresionante cultura!.




A pesar de estar juntas, solo visitamos la mayor de las tres hoyas del complejo de Moray porque el tiempo, siempre justo, y las prisas del guía para evitar retrasos en el horario previsto de una jornada muy apretada, las invisibilizaron. Afortunadamente me queda el consuelo de esta fotografía aérea sacada de San Google, para apreciar lo cerca que estuvimos de todas y, que a falta de unos pocos pasos más, no pudimos mirar frente a frente los enormes ojos del búho.


Bajamos de nuevo al valle que recorre el sagrado río de Vilcanota para proseguir viaje hacia Ollantaytambo. Desde la altura tuvimos una panorámica completa de Urubamba, la ciudad que la tarde anterior visitamos por cuenta propia mi mujer y yo y que tan solo distaba a 4 o 5 kms de Yucay, donde nos dejaron para pernoctar. Aprovechamos las escasas horas libres que nos concedieron para romper con la maldición del turista, la misma que responde al principio químico del agua y el aceite que imposibilita la mezcla de ambos elementos, convirtiéndonos a los visitantes en seres neutros, sin polaridad ni posibilidad de ser atraídos por el potente imán que ejerce la población local con sus marcados rasgos andinos, razón por la que no soy partidario de los viajes organizados en los que nos sirven todo enlatado, aunque en esta ocasión por lo dilatado del territorio recorrido y el interés de los sitios conocidos, sí se justificase.


Y así, sin pastor que vigilase el rebaño salimos como ovejas descarriadas  en busca de pastos desconocidos. En mi febril imaginación, el nombre de Urubamba tenía connotaciones exóticas que me acercaban a la selva amazónica y a los incas por igual. Con tan seductor nombre, tomamos un colectivo atestado de gente frente a la misma puerta del hotel. Ahora no habría ninguna ley química que imposibilitase la mezcla de los elementos que tanto deseaba, de tan prietos que íbamos, pero quiso el destino que por razones de raza mi figura se alzase como la de un gigante sobre la de los demás, poniendo solo límite a esa invasión espacial el techo del autobús que me obligó a doblar la cerviz durante todo el trayecto, imponiendo a mi altura obligada humildad.




El casco viejo de Urubamba conserva el trazado colonial habitual: gran plaza de Armas, presidida por la iglesia de San Francisco, y estrechas calles en damero alrededor donde se dan la mano unas con otras, las casas de acusada fisonomía castellana especialmente en sus portadas  adinteladas y patios porticados interiores. Tras visitar la iglesia, imponente en la semipenumbra de las velas, paseamos por sus calles y, cayendo la noche, regresamos a Yukay esta vez sin más apreturas que las impuestas por las diminutas dimensiones del torito, un motocarro muy popular en algunas ciudades del interior, que hace las funciones de taxi. Imborrable sensación la del petardeo del tubo de escape de la moto y el viento azotando la lona del motocarro pero eso, amigos, forma parte del viaje tanto como las ruinas incas: un momento deseado. Cuando descendimos frente al hotel Hacienda del Valle, bajamos del motocarro con la misma solemnidad que si lo hiciésemos del mismo palanquín en que Pachacútec paseó a hombros de los más altos dignatarios del Imperio, los restos momificados de su padre Huiracocha Inca, con la satisfacción de haber volado libres, al menos, unas horas.




domingo, 18 de junio de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XXVIII: Las lágrimas de Ayar Cachi. Salinas de Maras

11:41

Cuando pasaron a buscarnos al hotel sobre las 8,30 ya llevábamos varias horas levantados, el tiempo suficiente para haber paseado largamente por los impresionantes andenes incas de Yucay. Desde primeras horas de la mañana hasta que se puso el sol, el Valle Sagrado se mostraría muy generoso, obsequiándonos a cada paso con sus bellísimos rincones.

 


A la altura de Urubamba el autobús enfiló por una zigzagueante carretera que llevaba a la zona alta del valle. Alcanzada la altiplanicie entramos en Maras, un pueblo de estética española con casas de adobe y cubiertas de teja romana que acusaba el paso del tiempo en sus desvencijadas paredes encaladas. Solo el contrapunto de las altas cumbres de la cordillera Oriental de los Andes, bien visibles desde las desoladas calles de la localidad, y las largas cañas encintadas en sus extremos anunciando la venta de chicha, volvían a situar el caserío en Perú, muy lejos de España. La ciudad hizo fortuna con el comercio de la sal extraída de las salinas próximas y el tráfico de productos tropicales, especialmente hojas de coca que, procedentes de la cercana región amazónica del Antisuyo, tenían como principal destino la cercana ciudad de Cusco. Con el fruto de esa riqueza se labraron las numerosas portadas con jambas y dinteles esculpidos con motivos geométricos, vegetales y figuraciones humanas, que testimonian la gloria del pasado colonial. 

        


Hasta que el autobús paró en un mirador desde el que se divisaba a vista de pájaro las Salinas de Maras, siempre había creído que Benvenuto Cellini, el famoso orfebre renacentista, había cincelado el salero más bello del mundo recostando sobre él a Neptuno, dios del mar protegiendo la sal, y Ceres, diosa de la Tierra custodiando la pimienta nacida de ella.


Lo que Cellini talló con oro, marfil y esmalte, Ayar Cachi, hijo de Viracocha el Creador de todas las cosas, lo hizo con sus lágrimas. Cuenta la leyenda que por orden de su padre salió en compañía de sus hermanos en busca de tierras fértiles donde cultivar maíz para alimentar a los hombres. Sus hermanos, temerosos de su fuerza, lo encerraron con engaños en una montaña de la que no pudo escapar. Prisionero en su interior lloró de impotencia y cuando sus lágrimas se secaron surgieron de ellas los salares más hermosos del Tahuantinsuyo.


Cuando nos asomamos al abismo desde el cortado de la carretera que baja a las “minas de sal” surgió ante nuestros ojos una cascada de colores enmarcados en cubetas más o menos regulares, desparramándose sobre el fondo pardo de la ladera de la montaña. Cientos de destellos iluminaban el árido barranco que en la profundidad serpenteaba por un cauce seco de piedras entre las faldas de los montes. Imposible contener una mueca de asombro ante la inesperada presencia de ese colorista paisaje que, de inmediato, desató los deseos de bajar hasta allí para verlo más de cerca.



Franqueado el mercadillo repleto de puestos con artículos de recuerdo y productos artesanales, accedimos a la salinera de Maras donde la ilusión óptica del mirador se transformó en realidad tangible. A la izquierda de la entrada se abre una gruta de la que mana un discreto manantial de agua salada, responsable último del prodigio cromático nacido de su regato, que imprime a las pozas tonalidades blancas, grises, beige o nacaradas según el nivel de evaporación de las aguas y ls reflejos del sol.



Aunque mi naturaleza es más dada a los relatos fantásticos que a los racionales, y antepongo las lágrimas de Ayar Cachi al de la explicación más científica que alude al origen de las salinas como consecuencia del paso de aguas subterráneas por un gigantesco domo salino formado en eras antediluvianas, me veo en la obligación de ofrecer esta última versión a los menos crédulos y románticos, tal y como nos la transmitió Abdel Nasser, nuestro guía peruano con nombre de líder panarabista.


Casi todas las explotaciones turísticas que visitamos en Perú tenían el común denominador de estar fundadas sobre sociedades cooperativas que, en definitiva, expresan mejor el modelo de producción comunal de épocas precoloniales. Maras no es un caso aparte. El “cultivo” de la sal, si es que así puede llamarse, recae sobre unos pocos centenares de familias campesinas que han ido heredando de sus antepasados las más de 3.000 pozas que componen el conjunto del salar, muchas de reducidas dimensiones. Hay que prestar atención para ver los tenues canalillos, semejantes a sendas de hormigas que, a través de un paisaje lunar en miniatura, se abren paso sobre los lomos de los senderos para colmatar los estanques con su tenue hilo de salmuera en una labor de varios días. 



      


Durante la estación seca, aprovechando la ausencia de lluvias y la fuerte insolación, los pequeños propietarios trabajan con esmero de hortelanos y técnicas centenarias sus parcelas ante la mirada atónita de los turistas.  Impagable la generosidad de aquella gente sencilla que nos dio la oportunidad de pasear sobre los muros ancestrales que separan centenares de estanques de un yacimiento arqueológico vivo, en el que  la abstracción geométrica de formas rectangulares le dan apariencia de un gran lienzo de Mondrian tendido en el costado de la montaña.


Marchamos de allí cargados de bolsitas de sal rosada, una de las mejores del mundo según dicen, cosa que di por cierta incluso antes de haberla probado, sabedor que en cada grano de ella va una porción del mítico gigante Ayar Cachi.

 




 



miércoles, 14 de junio de 2017

Post Facebook Junio 2012

9:57






4 junio 2017

Frente a la férrea voluntad de un grupo de viejos amigos de pasar un fin de semana juntos, las peores previsiones meteorológicas no fueron una amenaza, como tampoco lo fue la distancia. Bastó el sano deseo de querer compartir espacio y tiempo en Alcanadre, un pueblecito riojano, para que algunos salvasen distancias considerables y acudiesen a la llamada dejando hacienda, familia y negocios por un par de días con la fe de los conversos. Y todos recibimos el ciento por uno, com...o en el evangelio de San Marcos. Así se muestra la generosidad de la amistad, recibiendo mucho más de lo que se da. De nuevo la camaradería de época estudiantil surgió tan espontánea como las risas y atrajo el frescor de la juventud en torno a una mesa, una bodega, un monasterio, una iglesia, un puente, un paseo por el campo. Tocados por el don de lenguas el entendimiento fue absoluto en todo momento a pesar del​ vino. Nunca, desde mi boda, Alcanadre se vio tan lleno de buenos manchegos.










 






 
7 junio 2017

Sábado, 3 de junio, la lluvia repiquetea de madrugada en los cristales de la ventana. En la oscuridad del dormitorio improviso un nuevo plan para evitar los caminos embarrados de la ruta que íbamos a hacer esa mañana a la ermita de Aradón. En su lugar pisaremos el asfalto mojado de Estella, un bonito pueblo navarro próximo a Alcanadre. A la altura de Ayegui se anuncia el monasterio de Irache. Su irresistible cabecera románica enmarcada por las verdes vides y el pico de Montejurra, invita a bajar. Desde el primer momento sorprende la iglesia medieval y el claustro plateresco por el fino labrado de sus piedras. Camuflado en un capitel, un monje obeso apura a hurtadillas una copa de vino de la bodega vecina. El monasterio fue casi todo lo que puede ser un edificio como se manifiesta en la superposición de estilos y anejos: hospital de peregrinos, universidad, acuartelamiento, colegio de curas, parador y, en la actualidad, un bonito lugar donde perderse.

Casi sin salir de Ayegui entramos en Estella, plena de iglesias románicas que compiten entre sí por el título de la más bella, herencia en piedra del Camino de Santiago que hizo de la villa una próspera ciudad mercantil. En torno al meandro del río Ega se levantaron los barrios viejos, cada uno con su parroquia (San Miguel, San Pedro de la Rúa…) unidos por el Puente de la Cárcel, de un solo ojo como el cíclope Polifemo, reconstruido siguiendo el modelo del viejo puente del s. XII. Quedaron muchas cosas sin visitar porque el tiempo huye irreparablemente, como cantó el poeta pero siempre nos dejará un buen pretexto para volver.







 


 

 


8 junio 2017

En tierras de Estella no cayó una sola gota en toda la mañana demostrando a Google que nada es infalible salvo la muerte. Fue a mediodía, poco antes de asar las chuletillas, cuando convertidas en aguacero se presentaron con gran alboroto de truenos en la puerta de la bodega acompañando a Esperanza, la rezagada compañera y sufrida atlética, que vino de Madrid huyendo de la previsible celebración merengue sobre la Juventus que su marido, hijos y otros amigos vikingos habían preparado en su casa. Como nada es eterno, a media tarde escampó y bajamos paseando hasta la Barca, un hermoso paraje junto al Ebro rodeado de huertas, frutales y viñedos, muy próximo al pueblo. Donde hoy hay un merendero, antaño hubo una barcaza que amarrada a una sirga de acero cruzaba el río cada día cargada de hombres y bestias para llevarlos al Campillo, un trozo de la Rioja en tierras navarras por donde se extiende la feraz huerta alcanadresa. Una crecida le cortó el débil hilo que nos une a la vida y la arrojó aguas abajo. De su memoria solo queda medio oculto entre la vegetación el sólido punto de amarre, casi un homenaje a Chillida, y un pilar de hormigón al que permanecen anclados los restos del cabestrante y sus ruedas dentadas oxidadas. A dos pasos se encuentra la vieja central eléctrica, donde el soto toma proporciones de enmarañada selva por la abundancia de zarzas que la hacen impenetrable. Desde el dique que represa las aguas para abastecer las turbinas, hay maravillosas vistas del Ebro, como muestra la fotografía de Acacio, donde las ramas de un tilo reflejadas sobre la superficie caracolean sobre el Ebro en un portentoso juego de luces. Disfrutamos del paseo mientras las conversaciones se multiplicaban en todas direcciones y las cámaras captaban imágenes como estas otras de Mercedes que desmienten​ el dicho que “no se pueden poner puertas al campo”














10 junio 2017

El domingo amaneció el pueblo baldeado por las lluvias​ nocturnas. Desparramados por el suelo de la plaza todavía perduraban algunos charcos de agua que daban apariencia de cristales rotos destelleando al paso de la tenue luz que se filtraba entre los escasos claros que se abrían entre las nubes. Desde la terraza se divisa una amplia panorámica sobre los tejados de Alcanadre y el campo que le rodea, ocasión que no desaprovechó Úrsulo para captar la bella rusticidad de las tejas alineadas, el juego de volúmenes de los edificios o el vacío abierto de la plaza. La humedad impregnaba de color opaco la materia reavivando sus tonalidades. El cielo gris plomizo que se extendía desde la Sierra de la Hez hasta el valle del Ebro presagiaba nuevas precipitaciones haciendo muy creíble, en esta ocasión, el icono de la nubecita despidiendo rayos y gruesas gotas de lluvia de la aplicación de Google, pero la decisión de ir a la ermita era irreversible. Comenzó a chispear nada más llegar a la cumbre del monte. Buscamos refugio entre las matas de carrasca y cuando escampó nos lanzamos decididos cuesta abajo con la mirada puesta en las imponentes Picas de Aradón, unos cortados de agudos bordes que amenazan con derrumbarse a cada momento sobre el Ebro. Apenas andamos unos metros, un relámpago iluminó brevemente el espacio; una sucesión de truenos secos trajo consigo la anunciada tormenta que descargó baldes de agua sin consideración alguna sobre nosotros. Buscamos refugio bajo los paraguas que previsoramente habíamos cogido y de dos en dos, abrazados como amigos enamorados, emprendimos el paseo hacia el pueblo. A la izquierda vimos a los buitres varados en las cornisas de las escarpadas paredes de yeso y arcillas; a la derecha el exuberante Soto amamantado por el agua mansa del Ebro que levantaba comentarios de admiración entre mis paisanos manchegos al ver esa fuente de vida fluir entre los campos. Calados hasta los huesos como la misma tierra que embarraba nuestros pies, llegamos a Alcanadre. Aquel inconveniente quedará en nuestra memoria como un paseo inolvidable bajo la lluvia, tan vivificante para nosotros como para la misma tierra que empapó, nada que no pudo poner remedio un par de blancos en el bar de la Puri.


 




 


































11 junio 2017

Desde hace unos días estoy enfrascado con el Quijote por razones que explicaré en otro momento. Hasta ahora había hecho muchas lecturas transversales pero desordenadas que me sirvieron para hacerme una idea de la trama de esta extraordinaria novela de nuestro fecundo Siglo de Oro, pero nunca la había leído con la seriedad que corresponde a esta obra universal de la literatura española. ¿Dije con seriedad? No, no es posible leer el Quijote con seriedad porque la sonrisa, cuando no la abierta carcajada, asoma capítulo tras capítulo. Tan embebido me ha visto mi mujer en la lectura que me ha advertido que terminaré tan chiflado como mi ilustre paisano con la diferencia que yo me quedaría en el limbo de los orates desconocidos y sin los laureles que coronan la cabeza del loco más genial de todos los tiempos: Alonso Quijano, el Caballero de la Triste Figura. Cervantes es a la escritura lo que Goya a la pintura, un retratista de la psicología de sus personajes. Con un léxico muy rico, el uso de la ironía fina y diferentes niveles de registro que se acomodan con exactitud al lenguaje del villano o del poeta, describe situaciones tragicómicas desternillantes que te impelen a seguir leyendo compulsivamente. Eso solo es posible si detrás hay un hombre con un bagaje cultural como el de Cervantes, nuestro Virgilio manchego, un hombre de cultura prodigiosa, conocedor de las fuentes clásicas, la mitología, la historia Sagrada y la contemporánea, la novela épica y pastoril o la idiosincrasia de su época. Con todo ello forma un cóctel con el que dará inicio a la novela moderna. Todo un ejemplo a admirar, no a seguir porque sería prácticamente imposible estar siquiera a la altura de los zapatos del bien llamado Príncipe de las Letras.




12 junio 2017

No escribo esto con ánimo de buscar tres pies al gato, pues aunque tres sean los de las imágenes, dos son míos y el otro, algo más imperfecto, del David. La cosa es que tomando un café en la terraza de casa reparé en ellos y me vinieron a la mente las láminas que nos daban en el colegio para copiarlas en las clases de dibujo. Para mí los tengo como lo mejor de mi cuerpo por sus contornos bien definidos, correctas proporciones y longitud ajustada al canon clásico de belleza que da como medida exacta la que va desde el codo de mi propio brazo hasta la muñeca, que es la misma longitud que hay desde el talón hasta la punta del pulgar del pie. Por añadidura tengo los dedos ligeramente encorvados como cuellos de corceles dispuestos a lanzarse en veloz carrera, armónica curvatura plantar, venas y tendones discretamente marcados o talón que ya hubiese querido para él, Aquiles el griego. Si en su desnudez son hermosos, recogidos en las sandalias les dan porte de emperador romano o de iracundo profeta. De lo que estoy seguro es que de haber alcanzado a verlos el Divino Miguel Ángel, los hubiese inmortalizado.






14 junio 2017

Hace bastantes años la mano invisible del destino me ofreció un libro que, como casi todos los buenos que he leído son fruto del azar o, al menos, siempre he tenido esa sensación. Es el caso de éste que acabo de releer, "Un viejo que leía novelas de amor" del chileno Luis Sepúlveda. No recuerdo el lugar donde lo vi por primera vez, quizás en Valladolid, pero fue un amor a primera vista. Me ofrecieron una habitación donde dormir en casa de algún compañero de trabajo. Sobre el... cabecero de la cama había varias baldas bien provistas de libros; curioseando me llamó la atención uno de lomo delgado y portada muy vistosa, plagada de animales tropicales que hasta no hace mucho tiempo pensé en pintarla a modo de mural sobre la pared del dormitorio de mis hijos. Comencé a leerlo y cuando quise darme cuenta me encontré atrapado en medio de la selva amazónica. Ajeno al reloj que impasible iba devorando la noche, lo fui ultimando a zarpazos como la vengativa tigrilla a sus víctimas. Con un estilo que me recuerda mucho al realismo mágico de García Márquez, Sepúlveda narra la azarosa vida de Antonio José Bolívar Proaño en El Idilio, un miserable poblado de cabañas perdido a orillas de un río amazónico. Cuando lo vi en la Feria del Libro expuesto sobre el mostrador de una librería, no dudé en comprarlo para​ regalárselo a Luis, mi doble de 29 años, que también lo leyó en un santiamén. Ahora lo haré circular entre los amigos para que puedan tener también la sensación de que la mano mágica del destino es tan alargada como real.