martes, 14 de noviembre de 2017

Mirando a Cuenca. Capítulo III: Dios no pierde sus papeles, Marcelino cuida de ellos.

22:53


El presente colmó con creces a Marcelino, otorgándole por unas horas el protagonismo que le escatimó su pasado estudiantil. Arropado por el cariño de todos, le seguimos en tropel hasta un viejo caserón anexo a la catedral. Un oscuro zaguán da paso a una sólida escalera de anchos peldaños que desemboca en un amplio vestíbulo envuelto en la semipenumbra. Nuestro páter se mueve en las sombras con visión felina. Un estridente chirrido de goznes oxidados resuena en la sala cuando abre los pesados batientes de las contraventanas de madera;  al instante la estancia se inunda con la luz natural del mediodía. De sus paredes penden cuadros con motivos religiosos; en un rincón, un enorme candelabro extiende sus siete brazos dándonos la bienvenida. Unas curiosas puertas de plano inclinado, ligeramente recostadas contra la pared, diseñadas así con el único propósito de que se cierren por sí solas al ser abiertas, dan paso a las salas superiores del claustro, habilitadas en el s. XVII como archivo catedralicio para acoger la ingente documentación generada por la catedral. Es en este espacio privilegiado donde Marcelino tiene su lugar de trabajo. Nada más pasar, un discreto cartel amenaza con excomunión a quien distraiga del lugar documento o pergamino, advirtiendo que no podrá ser absuelto hasta su devolución. Una vieja mesa metálica con cajoneras, un archivo gris perla y algunas estanterías conforman el mobiliario del sobrio despacho. Los altos techos, gruesos muros y amplios ventanales con vistas al claustro deben de hacer de ese lugar un sitio ideal para soportar la canícula veraniega pero poco recomendable para sobrevivir a los rigores invernales de Cuenca.

Contiguo a su despacho se encuentra la sala de investigadores, una habitación con robustas mesas y sillas de madera de estilo castellano. Tres óleos de profetas pintados sobre tablas con forma de arco ojival la decoran, un lugar perfecto para hacernos una foto a los pies de Miqueas, un profeta de largas barbas despeñadas por su pecho,  que en el s.  VIII A.C. ya denunciaba la corrupción moral de la época y el exceso de poder y privilegios de los ricos.
 


Cuando sus obligaciones pastorales se lo permiten, Marcelino atiende las peticiones de los investigadores y clasifica y ordena los numerosos legajos donde se rastrea la historia viva de la Iglesia. Nos invita a pasar a la sala en la que se guardan los documentos relacionados con el priorato de Uclés y la diócesis de Cuenca, ésta última ampliada con los extensos territorios arrebatados a los musulmanes tras la conquista de la ciudad. Entre los anaqueles repletos de libros encuadernados con piel de reses y legajos cuidadosamente numerados, se encuentra el documento más antiguo del archivo, la carta de un obispo fechada en 1323. En sí mismos representan un patrimonio de incalculable valor debido al alto coste del papel en una época en que los libros manuscritos con paciencia amanuense eran un privilegio reservado a unos pocos. De hecho, esta es la razón por la que determinados códices y pergaminos compartieron durante siglos espacio común con joyas, reliquias y objetos litúrgicos de la catedral. 

 
Marcelino, en su práctica diaria de predicador, ha alcanzado dotes de buen orador. Desvela, sin alzar la voz, algunas de las muchas curiosidades que se encierran en esos rimeros de hojas añosas cuidadosamente anudadas en cartapacios, o nos muestra libros donde la escritura, símbolo de poder y de refinada expresión artística por la gracia sin par de su cuidada caligrafía, consigue arrancarnos exclamaciones de admiración y mantener la atención del grupo que escucha atentamente sus explicaciones. 

No he podido evitar cierto escalofrío al pasar a la sala donde se archivan los documentos relacionados con los procesos de la Inquisición. El Tribunal del Santo Oficio actuó con particular dureza en Cuenca, especialmente entre los s. XV y XVII en los que centenares de personas fueron acusados de judaizantes, luteranos, sodomitas o de pertenecer a la ley de Mahoma, como demuestra la acumulación de legajos. Entre ellos figura el herrador Cristóbal, natural de San Clemente, por afirmar que la simple fornicación no era pecado.

Bajo los miles de folios, convertidos en silentes camposantos, yacen ordenadamente en las estanterías un mundo repleto de ánimas insepultas que reclaman justicia, víctimas de la delación y la intolerancia, que en vida sufrieron el suplicio del escarnio público y la tortura, en un remedo de Juicio Final en el que los inquisidores usurparon el trono divino para juzgar a vivos y muertos, según su credo particular. Conscientes de que con cada Auto de Fe, o lectura pública de las condenas, se alimentaba el temor a la herejía y se mantenía la unidad en torno a la fe católica, la monarquía y la iglesia fueron pródigos en su puesta en escena, incluso para dar lustre a efemérides como nacimientos o bodas reales. Desde las mismas ventanas del archivo donde nos encontramos hubiésemos podido ver, apenas cuatro siglos antes, algunos de ellos en el claustro de la propia catedral, un espantoso espectáculo que alcanzó en el Barroco su carácter más mediático con grandes representaciones precedidas de desfiles encabezadas por personajes de la nobleza y seguidos por clérigos, jueces, fiscales, soldados, verdugos y víctimas con sambenito, cuyas llamas ardientes dibujadas en sus ropas y capirotes presagiaban su triste final en la hoguera.
En la “sala de mis sueños” como Marcelino llama al espacio que durante años anheló ver habilitado para depositar en ella los centenares de libros parroquiales de la diócesis de Cuenca, se depositan algunos de los ejemplares más hermosos. Hubo quienes no dudaron en despojar a los cantorales de sus pergaminos, bellamente decorados con partituras, para forrar los libros de bautizos, creyendo quizás que se tratasen de  canciones de cuna para arrullar con ellas a los recién nacidos.  

En estos memoriales, manuscritos en impecable letra caligráfica, se desgranan con rigurosa meticulosidad las partidas de nacimientos, bautizos y defunciones que se fueron anotando diariamente durante siglos, dando como fruto una larga cosecha de nombres y fechas que implícitamente ponen de manifiesto la fugacidad de la vida que cantaran tantos poetas.
   

Cuando la visita llega a su fin, Marcelino nos tiene reservada una sorpresa, causa de gran revuelo. El detonante es un folio mecanografiado, pegado a un costado del archivador, en el que figuran los nombres de los que estudiamos COU aquel curso del 78/79. Por su rareza, aquel listado cobró al instante, ante nuestros ojos, valor de pergamino medieval. Supongo que en ese momento todos sentimos añoranza del pasado y nos vino a la memoria recuerdos de juventud en el instituto. Aquel trozo de papel, sin duda, representaba mucho para nosotros como individuos y como grupo. No puedo reprimir el impulso de pasar lista en voz alta. ¡Presente! ¡servidor! ¡sí!.. Faltan muchos pero estamos bastantes. 


                                      

Marcelino sigue dosificando las emociones hasta el final. La apoteosis viene cuando saca del cajón de su escritorio las actas finales de evaluación de aquel curso; cómo las consiguió es un secreto que queda para nosotros. Cuando extiende el pliego sobre su mesa se forma un barullo alrededor. Ojos ávidos siguen la línea visual de las casillas donde aparecen las calificaciones. La primera vez que lo hicimos, hace décadas, colgaban de un tablón de anuncios y, seguramente, temblamos al mirarlas porque de ellas dependía nuestro futuro. Yo destacaba en dos: Filosofía e Historia, las mismas que decidieron mis estudios por Letras. Pensé que si esas notas hubiesen determinado el rango en un ejército imaginario, yo no hubiese pasado de suboficial pero quizás hubiese sido líder en una partida de guerrilleros. Lo cierto es que de ese listado salieron mujeres y hombres muy profesionales que en la actualidad ocupamos puestos en la administración, la educación, la sanidad, la milicia, la empresa privada o la iglesia, en casi todos campos menos en la política, papel que dejamos para el más veterano de todos los políticos, el profeta Miqueas, convertido desde hoy en un Pata Negra más.


sábado, 11 de noviembre de 2017

Mirando a Cuenca. Capítulo IV: Una cocina de pesadilla

2:49
Acostumbrado a preparar los viajes con cierta minuciosidad, se me hacía raro acudir  a Cuenca con tan solo media caja de vino entre las manos y nada en la cabeza. Todo lo que conocía de ese sábado era el guion que Chema había preparado y wasapeado por el chat de amigos. Teníamos un guía para la catedral, otro para el archivo, reservado el restaurante y un bonito lugar para pasear, un plan perfecto para pasar un bonito día sin haber movido un dedo. En esta ocasión nadie vendría tras de mí, sería yo quien fuese detrás de otros, una experiencia tan agradable que invitaba a un eslogan facilón: Disfruta Cuenca sin cafeína, responsabilidad zero.
Desde que entramos en el archivo, Chema no paró de hacer encaje de bolillos entre Marcelino, que cómodo con la visita se recreaba en las explicaciones, las llamadas al propietario del restaurante que amenazaba con no respetar la reserva si no llegábamos a tiempo y un grupo de amigos que permanecíamos en la nube ajenos a todo, simplemente disfrutando del momento.
Por fin Chema consigue arrastrarnos hasta los coches. No hemos sido capaces de convencer a Marcelino de que nos acompañase a comer a Las Majadas porque está comprometido esa tarde con sus feligreses. Seguro que la mesa se quedará sin bendecir. Me sitúo detrás del coche de Javi que es quien encabeza la comitiva; voy tan despreocupado que ni siquiera sé en qué dirección vamos.  En una bifurcación se ha ido por el ramal equivocado pero no importa, todos seguimos tras él; al percatarse del error no ha tenido reparos en girar a la derecha en un rotundo prohibido girar, tampoco los demás. Yo voy con mis amigos al infierno, si es que quieren que vayamos allí, porque nada hay más inconsciente que la atolondrada masa.
Me limito a disfrutar del trayecto mientras hablo apaciblemente con Conchi, Rosario y Úrsulo sin importarme conocer como se llama ese cerro o aquel otro, ni tan siquiera la historia de lo que por allí acaeció en tiempos pretéritos. El Júcar se ha hecho compañero de viaje y nos conduce por su margen derecha, río arriba, hasta Villalba de la Sierra, donde toma derroteros nuevos en busca de su cuna, en lo más escabroso de la sierra conquense de Tragacete. Úrsulo, siempre inquieto, hipnotizado por el paisaje protesta inútilmente por tener que desplazarnos 30 kilómetros cuando podríamos comer entre las peñas por las que se abre paso el Júcar y las choperas reverberantes de oro otoñal. Cuando dejamos atrás la ciudad, camuflada entre las rocas, el paisaje se abre tímidamente en una estrecha llanura fluvial donde crece el mimbre, un arbusto de ramas largas y flexibles que en estas épocas del año se torna rojizo, añadiendo una ración extra de melancólica belleza al campo.

       
En el cielo de la vega sobrevuela un remolino de buitres leonados que nos acerca un poco más a la naturaleza que ya nos acosa por los cuatro costados. En el desvío a Villalba pasa desapercibida para mis acompañantes una exuberante mujer de pronunciado escote, con una camisa abierta de hombros a cintura que deja entrever una rotunda femineidad. Cuando les pregunto a los amigos sí se han fijado en ella se mofan de mí sugiriendo que he visto visiones, hasta que Acacio decide, con la sorna que le caracteriza, que podría tratarse de la chica de la curva, la protagonista de una leyenda urbana que habla de una seductora mujer que murió atropellada en el lugar de la aparición buscando venganza. Yo conocí en Venezuela una versión parecida, solo que allí le llaman la Llorona, otra atractiva dama, aunque solo en apariencia, que mata a los hombres incautos que ceden a su embrujo. Cuántas trampas hemos de sortear ¡vivimos de milagro!.

La carretera de montaña serpentea por empinadas laderas hasta el corazón de la serranía conquense. En una altiplanicie, rodeado de montes de pinares salpicados de robles, quejigos, sabinas, endrinos... se encuentra el pequeño pueblo de las Majadas, de apenas 300 habitantes. La visión fugaz de un árbol da pie a un acalorado debate entre Úrsulo y yo sobre la naturaleza del mismo. Yo defiendo que se trata de una carrasca y el provenciano se empeña en que es un roble melojo, a pesar de que sus hojas nada tienen que ver con las de un roble. Más tarde, María Ángeles, la experta botánica del grupo me dará la razón aunque Úrsulo siga erre que te erre con el melojo. Llegamos con algo de retraso, el suficiente para perder la reserva; ahora habrá que esperar a que se desocupen algunas mesas para sentarnos todos juntos. José Cruz, natural de La Alberca del Záncara, aparejador de sólida presencia reconvertido en próspero tabernero ibicenco por la crisis del ladrillo, echó mano a su nevera portátil y en cuestión de minutos dimos cuenta, en improvisado botellón, de una docena de latas de cerveza, en los bancos de la Plaza Mayor, así como de los restos del almuerzo ignorantes de lo que se nos avecinaba.




Media hora más tarde, entramos en un popular restaurante local con fama de comer bien, como evidencia la carta trufada de recios platos manchegos. Abrumados por la amplitud del menú pedimos al maître que nos hiciese unas recomendaciones; sin mediar palabra, el porfiado mesonero nos quitó las cartas de la mano diciéndonos que él se encargaba de todo. Desplegó media docena de botellas de vino de la cooperativa de El Provencio, para alborozo de los presentes allí nacidos y, antes de sobreponernos de la sorpresa, comenzaron a salir los entrantes en sartencillas de dos asas, cuatro para cada cuatro comensales, una especie de ménage à quatre culinario con el que compartimos en adelante el menú que a su antojo quiso servirnos.   La avanzadilla constaba de morteruelo, ajoarriero, gazpacho manchego y migas de pan con chorizo y huevo frito, cuatro platos tan consistentes que habrían servido de comida y cena para la promoción completa de bachilleres. Haciendo caso omiso a quiénes pedían ensalada o pescado, sirvió en humeantes pucheros de barro, cocido de garbanzos con chorizo, jamón y tocino, y caldo con chicharrones fritos aparte. La elasticidad del estómago comenzó a alcanzar sus límites. Manolo, que a menudo confunde la campechanía con los malos modos, hizo oídos sordos a la petición de no sacar más cosas con la excusa de que ya tenía todo preparado. Al punto salieron de la cocina varios platos del tamaño de la bacía de barbero que cubría la cabeza don Quijote, llenos con generosas raciones de rabo de toro. Debo reconocer que me di por vencido y, por primera vez, no relamí los platos. Me sentí angustiado por tanta comida y la imposibilidad de seguir engullendo sin riesgo para mi salud. Ese tipo se había propuesto enviarnos al otro mundo con provisiones para la eternidad, así es que le advertí que hasta ahí pagábamos lo servido, corriendo a su cuenta lo que sacase en adelante. Eso le desalentó y dejó en la cocina el estofado de ciervo que hervía en la olla listo para emplatar, sin embargo, no dio su brazo a torcer del todo y dejo sobre las mesas el postre de la casa, cuatro trozos de tarta con bizcocho y nata cubiertos de chocolate,  frambuesas, manzanas y naranja. Aquel restaurante se había convertido en una pesadilla de la que no veía forma de escapar, un lugar ideado por el diablo para castigar el pecado de la gula.
                          
   








martes, 7 de noviembre de 2017

Mirando a Cuenca. Capítulo II: La espada del jedi

10:55


En la Plaza Mayor nos espera José María Rodríguez, compañero de Chema y autor de varias publicaciones sobre la catedral, el cual aceptó generosamente  ser nuestro guía. El azul celeste enmarca la fachada inconclusa del templo, el primero de traza gótica construido en las ásperas tierras de Castilla tras la conquista de la ciudad en 1177 por Alfonso VIII.
                  
 
El cicerone guarda un parecido razonable con Peridis. Armado con un puntero láser emula a Luke Skywalker, héroe y protagonista de Star Wars. Nadie que habite en la galaxia catedralicia escapa al rayo que proyecta su sable de luz. Blandiéndolo con la destreza de un maestro jedi descubre a golpe de estocadas, una tras otra, las imágenes que desde sus escondrijos se asoman al inmenso vacío de las naves. Ante nuestros ojos desfilan la cabeza de tres caras de la Santísima Trinidad que escapó milagrosamente de los inquisidores, por antinatural; los indios del Nuevo Mundo ocultos entre la pétrea vegetación de hojas de col; los grotescos demonios nunca vencidos que, expulsados del cielo, hicieron de la tierra su reino, o la hierática imagen de la Virgen del higo. En aquel universo de piedras talladas, hierros forjados a golpe de martillo y mares de óleos nada escapa al ojo crítico de José María. Con un leve giro de muñeca, su espada interestelar  envuelve en fintas luminosas a los seres inanimados que habitan en la catedral exponiéndolos a la vista para regocijo del público.


Prosigue incansable, llevado por el entusiasmo de sus propios descubrimientos, explicando los detalles iconográficos tallados en las arquerías góticas, la crestería de las rejerías renacentistas o las enigmáticas sonrisas de los 11 arcángeles que sobrevuelan el falso triforio del coro con crípticos mensajes. El duodécimo cayó de las alturas como una centella, siguiendo la estela de Lucifer, para morir abrasado en las llamas del incendio de 1767.


Al recorrido turístico se sumó un joven desconocido que resultó ser el regidor de la ciudad, interesado por las explicaciones de José María que, en ese momento, descifraba la truculenta historia labrada en un arco ojival, de Juan el Bautista que acabó con su cabeza en una bandeja de plata víctima de la venganza de Herodías, acusada por el profeta que anunciaba la venida de Cristo, de adulterio con su cuñado Herodes Antipas. Cuando unos días después pregunté a mi anciana madre su opinión sobre este culebrón bíblico, me respondió compungida que los asuntos de cama vienen de muy lejos.

              

Bajo las bóvedas del claustro renacentista se expone la maquinaria del reloj que antaño ciñó la muñeca poderosa de la torre del Giraldo hasta su repentino colapso una aciaga mañana de abril de 1902, antes de terminar el rezo de las Horas Canónicas. No advirtió la joven hija del campanero que se le venía la torre encima mientras tañía las campanas; con ella perecieron tres niños más que jugaban a su sombra. Prodigio de la tecnología del s. XVI, dotado de una triple esfera que daba la hora e indicaban el día y la fase lunar que le correspondía, marcó durante siglos el ritmo de la berroqueña ciudad. Rescatados entre los escombros del Giraldo, permanecen inertes las ruedas, coronas, piñones de hierro y pesas del mecanismo del reloj; con ellos se detuvo el tiempo en el claustro e, incluso, en la misma ciudad que anclada en sus piedras trae a la memoria vivas estampas del pasado.

                  


Entre las joyas que se encierran en el templo de Santa María y S. Julián, destaca el arco de Esteban Jamete, obra maestra del Renacimiento, concebido como un arco triunfal estofado con numerosas imágenes ejecutadas por el mismo autor. Quizás su origen francés le hiciese sospechoso a ojos de la siniestra Inquisición de llevar implícita en su alma el germen de la herejía luterana y ejerció, una vez más, como martillo de herejes abriéndole un proceso que se conserva en el archivo catedralicio, sin que sus obras de carácter religioso, ejecutadas en numerosas iglesias, le sirviesen de eximente.

            

Mientras esperamos nuestro turno para subir al triforio de la catedral, me acerco hasta el paso de Semana Santa que han dejado aparcado en el trascoro, supongo que por sus considerables dimensiones. Mis compañeros charlan tan animadamente como los apóstoles que se apiñan en torno a la mesa de la Última Cena. Solo Judas Iscariote simula permanecer ausente de la conversación, pero la ceja levantada, la mirada desviada y el oído afilado delatan al traidor con pectorales de fitness, que ya había dispuesto vender a Jesucristo por 30 monedas de plata.




Una estrecha escalera de caracol conduce al triforio, un pasillo con barandilla calada y arcos trilobulados festoneados por motivos vegetales, que recorre las arquerías de las naves laterales.  Las vistas sobre la catedral son magníficas. Desde esta altura se aprecian mejor los rostros de inspiración oriental y las vagas sonrisas que iluminan a los mensajeros de Dios, finamente diseccionados por José María en su estudio de investigación Arcángeles del s. XIII. Las vitrinas, elaboradas por algunos de los más prestigiosos artistas, fundadores del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, imprimen a la atmósfera suaves tonos pastel que se desparraman sobre el lienzo blanco de los muros y columnas produciendo un hipnotizante efecto caleidoscópico.  
                   
 

Con la subida al triforio ponemos fin a la visita de la catedral. Quedan muchas cosas en el tintero, no por falta de mérito, sino de espacio en este texto. Quizás en otro momento haya ocasión de comentar las pinturas del manchego Fernando Yáñez de la Almedina, de quien se dice fue discípulo de Leonardo da Vinci o los bonitos artesonados mudéjares que cubren algunas capillas, por mencionar solo algunas de sus artísticas joyas. Demasiadas historias puestas en relieve por el profesor José María Skywalker, del cual, usando una metáfora bíblica, podría decirse que descendió como una flamígera lengua pentecostal sobre nuestras cabezas arrojando luz sobre la oscuridad de nuestra ignorancia.


            


lunes, 6 de noviembre de 2017

Mirando a Cuenca. Capítulo I: Reencuentros en la capital

10:57



Cuenca es la capital de mi provincia aunque confieso que durante muchos años me sentí  forastero en ella. Quizás a ello contribuyeran los 200 metros de altitud que separa el abrupto paisaje de la Serranía conquense de mi planicie manchega natal o, quizás, fuese la intrincada carretera que con sus curvas desunía a fuerza de vómitos, más que unía, a los habitantes de ambas comarcas. Con el paso del tiempo esa sensación se ha disipado hasta el punto que hoy es un placer viajar hasta allí para visitar sus rincones llenos de encanto, los mismos que alimentan el egocentrista lema de la ciudad: "Cuenca es única".






Recreo Peral, junto al Júcar, es el punto donde nos ha citado Chema a los excompañeros de la promoción 1978-79 de COU para disfrutar juntos del último sábado de octubre. La convocatoria ha tenido un gran éxito; acudimos 18 de los 40 de aquel, ya lejano, curso preparatorio para la universidad. El encuentro está trufado de besos y abrazos que buscan la proximidad; no hay lugar para el formal apretón de manos. Cuatro décadas no han sido suficientes para impedir recuperar la desbordante alegría juvenil cada vez que nos reencontramos.


                 



La mañana es fría a la sombra de los álamos que, en la plenitud del otoño, peinan canas doradas en sus titilantes hojas. Ajeno al jolgorio, un solitario ánade real se aventura sigiloso sobre las calmas aguas azul turquesa del río.   


                                  (Foto cedida por Macu ¡gracias guapa!)
  

Prevenidos por la experiencia que dan los años y alentados por el pecado de la gula que anida en los estómagos, iniciamos el día con un almuerzo campestre en el que no falta buen chorizo, queso curado, jamón, empanada y, de postre, alajú con orujo casero. Un banco de madera hace de improvisada mesa. El vino corre de mi cuenta y aunque sea un rioja infiltrado en la Mancha, es acogido con cariño porque Beleluin forma parte del grupo. Y así, unidos por la amistad que dan los años y las buenas costumbres manchegas compendiadas en una magdalena preñada de vino, damos paso al día.


           

Con el cuerpo recompuesto estamos en condiciones de subir la empinada Cuesta de las Angustias que nos lleva a la Plaza Mayor donde nos esperan los restantes amigos, entre ellos, uno muy especial al que solo unos pocos, los más asiduos de la ciudad, han visto; para la mayoría será nuestro primer reencuentro con él tras 38 años. Marcelino fue llamado por la fe para servir a Dios; combina su apostolado en la iglesia de San Fernando, una parroquia de barrio de Cuenca, con su trabajo en el archivo catedralicio ordenando los papeles de la Iglesia, pero eso es otra historia que contaré más adelante. Titubea cuando lo abrazamos, sobrepasado por el aluvión de rostros desconocidos que se le viene encima hasta que consigue poner orden en esas caras anónimas y relacionarlas, una a una, con los nombres y apellidos que, esos sí, todos recordamos con la nitidez del Padrenuestro a fuerza de oírlos durante años. También él ha cambiado. La fragilidad física ha cedido en favor del lustre corporal que da una vida más reposada; frente ampliamente despejada; sienes coronadas de cabello blanco, laureles del tiempo; rostro curtido y surcado de arrugas como el de los apóstoles velazqueños y una boca, si me lees amigo Marcelino, muy necesitada de un odontólogo. Marcelino era un muchacho sencillo, introvertido, bueno, lo que le convirtió en víctima de bromas pesadas en el internado del instituto. Después de verlo fumando un cigarrillo con el alzacuello desabrochado y la camisa gris desabotonada bajo el apacible sol que comienza a templar la Plaza Mayor, tengo la certeza que nunca dejó de ser la buena persona que siempre fue.