Mirando a Cuenca. Capítulo III: Dios no pierde sus papeles, Marcelino cuida de ellos.
lasveredasdelatierra
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El
presente colmó con creces a Marcelino, otorgándole por unas horas el
protagonismo que le escatimó su pasado estudiantil. Arropado por el cariño de
todos, le seguimos en tropel hasta un viejo caserón anexo a la catedral. Un
oscuro zaguán da paso a una sólida escalera de anchos peldaños que desemboca en
un amplio vestíbulo envuelto en la semipenumbra. Nuestro páter se mueve en las
sombras con visión felina. Un estridente
chirrido de goznes oxidados resuena en la sala cuando abre los pesados
batientes de las contraventanas de madera; al instante la estancia se
inunda con la luz natural del mediodía. De sus paredes penden cuadros con
motivos religiosos; en un rincón, un enorme candelabro extiende sus siete
brazos dándonos la bienvenida. Unas curiosas puertas de plano inclinado,
ligeramente recostadas contra la pared, diseñadas así con el único propósito de
que se cierren por sí solas al ser abiertas, dan paso a las salas superiores
del claustro, habilitadas en el s. XVII como archivo catedralicio para acoger
la ingente documentación generada por la catedral. Es en este espacio
privilegiado donde Marcelino tiene su lugar de trabajo. Nada más pasar, un discreto cartel amenaza con excomunión a quien distraiga del lugar documento o pergamino, advirtiendo que no podrá ser absuelto hasta su devolución. Una vieja mesa metálica
con cajoneras, un archivo gris perla y algunas estanterías conforman el
mobiliario del sobrio despacho. Los altos techos, gruesos muros y amplios
ventanales con vistas al claustro deben de hacer de ese lugar un sitio ideal
para soportar la canícula veraniega pero poco recomendable para sobrevivir a
los rigores invernales de Cuenca.
Contiguo
a su despacho se encuentra la sala de investigadores, una habitación con
robustas mesas y sillas de madera de estilo castellano. Tres óleos de profetas
pintados sobre tablas con forma de arco ojival la decoran, un lugar perfecto
para hacernos una foto a los pies de Miqueas, un profeta de largas barbas despeñadas por su pecho, que en el s. VIII A.C. ya denunciaba la corrupción moral de la
época y el exceso de poder y privilegios de los ricos.
Cuando
sus obligaciones pastorales se lo permiten, Marcelino atiende las peticiones de
los investigadores y clasifica y ordena los numerosos legajos donde se rastrea
la historia viva de la Iglesia. Nos invita a pasar a la sala en la que se
guardan los documentos relacionados con el priorato de Uclés y la diócesis de Cuenca,
ésta última ampliada con los extensos territorios arrebatados a los musulmanes
tras la conquista de la ciudad. Entre los anaqueles repletos
de libros encuadernados con piel de reses y legajos cuidadosamente numerados,
se encuentra el documento más antiguo del archivo, la carta de un obispo
fechada en 1323. En sí mismos representan un patrimonio de incalculable valor
debido al alto coste del papel en una época en que los libros manuscritos con
paciencia amanuense eran un privilegio reservado a unos pocos. De hecho, esta es la razón por la que determinados códices y pergaminos compartieron durante siglos espacio común con joyas,
reliquias y objetos litúrgicos de la catedral.
Marcelino,
en su práctica diaria de predicador, ha alcanzado dotes de buen orador. Desvela,
sin alzar la voz, algunas de las muchas curiosidades que se encierran en esos
rimeros de hojas añosas cuidadosamente anudadas en cartapacios, o nos muestra
libros donde la escritura, símbolo de poder y de refinada expresión artística por la gracia
sin par de su cuidada caligrafía, consigue arrancarnos exclamaciones de
admiración y mantener la atención del grupo que escucha atentamente sus explicaciones.
No
he podido evitar cierto escalofrío al pasar a la sala donde se archivan los
documentos relacionados con los procesos de la Inquisición. El Tribunal del
Santo Oficio actuó con particular dureza en Cuenca, especialmente entre los s.
XV y XVII en los que centenares de personas fueron acusados de
judaizantes, luteranos, sodomitas o de pertenecer a la ley de Mahoma, como
demuestra la acumulación de legajos. Entre ellos figura el herrador Cristóbal,
natural de San Clemente, por afirmar que la simple fornicación no era pecado.
Bajo
los miles de folios, convertidos en silentes camposantos, yacen ordenadamente
en las estanterías un mundo repleto de ánimas insepultas que reclaman justicia, víctimas de la delación y la
intolerancia, que en vida sufrieron el suplicio del escarnio público y la
tortura, en un remedo de Juicio Final en el que los inquisidores usurparon el
trono divino para juzgar a vivos y muertos, según su credo particular. Conscientes de que con cada Auto de
Fe, o lectura pública de las condenas, se alimentaba el temor a la herejía y se mantenía la
unidad en torno a la fe católica, la monarquía y la iglesia fueron pródigos en
su puesta en escena, incluso para dar lustre a efemérides como nacimientos o
bodas reales. Desde las mismas ventanas del archivo donde nos encontramos
hubiésemos podido ver, apenas cuatro siglos antes, algunos de ellos en el
claustro de la propia catedral, un espantoso espectáculo que alcanzó en el
Barroco su carácter más mediático con grandes representaciones precedidas de
desfiles encabezadas por personajes de la nobleza y seguidos por clérigos,
jueces, fiscales, soldados, verdugos y víctimas con sambenito, cuyas llamas ardientes
dibujadas en sus ropas y capirotes presagiaban su triste final en la hoguera.
En la “sala de mis sueños” como Marcelino llama al espacio que
durante años anheló ver habilitado para depositar en ella los centenares de
libros parroquiales de la diócesis de Cuenca, se depositan algunos de los ejemplares más hermosos. Hubo quienes no dudaron en despojar a los cantorales de sus pergaminos, bellamente decorados con partituras, para forrar los libros de bautizos, creyendo quizás que se tratasen de canciones de cuna para arrullar con ellas a los recién nacidos.
En estos memoriales, manuscritos
en impecable letra caligráfica, se desgranan con rigurosa meticulosidad las
partidas de nacimientos, bautizos y defunciones que se fueron anotando
diariamente durante siglos, dando como fruto una larga cosecha de nombres y
fechas que implícitamente ponen de manifiesto la fugacidad de la vida que
cantaran tantos poetas.
Cuando la visita llega a su fin, Marcelino nos tiene reservada una sorpresa, causa de gran revuelo. El detonante es un folio mecanografiado, pegado a un costado del archivador, en el que figuran los nombres de los que estudiamos COU aquel curso del 78/79. Por su rareza, aquel listado cobró al instante, ante nuestros ojos, valor de pergamino medieval. Supongo que en ese momento todos sentimos añoranza del pasado y nos vino a la memoria recuerdos de juventud en el instituto. Aquel trozo de papel, sin duda, representaba mucho para nosotros como individuos y como grupo. No puedo reprimir el impulso de pasar lista en voz alta. ¡Presente! ¡servidor! ¡sí!.. Faltan muchos pero estamos bastantes.
Marcelino sigue dosificando las emociones hasta el final. La apoteosis viene cuando saca del cajón de su escritorio las actas finales de evaluación de aquel curso; cómo las consiguió es un secreto que queda para nosotros. Cuando extiende el pliego sobre su mesa se forma un barullo alrededor. Ojos ávidos siguen la línea visual de las casillas donde aparecen las calificaciones. La primera vez que lo hicimos, hace décadas, colgaban de un tablón de anuncios y, seguramente, temblamos al mirarlas porque de ellas dependía nuestro futuro. Yo destacaba en dos: Filosofía e Historia, las mismas que decidieron mis estudios por Letras. Pensé que si esas notas hubiesen determinado el rango en un ejército imaginario, yo no hubiese pasado de suboficial pero quizás hubiese sido líder en una partida de guerrilleros. Lo cierto es que de ese listado salieron mujeres y hombres muy profesionales que en la actualidad ocupamos puestos en la administración, la educación, la sanidad, la milicia, la empresa privada o la iglesia, en casi todos campos menos en la política, papel que dejamos para el más veterano de todos los políticos, el profeta Miqueas, convertido desde hoy en un Pata Negra más.