Crónicas peruleras. Capítulo IV: En pos de Pachacámac
lasveredasdelatierra
7:00
La noche anterior había ajustado precio con el taxista que nos llevó a la
huaca Pucllana para llevarnos en esta ocasión a otro yacimiento preincainco, a
30 km al sur de Lima. Conseguí reducir la tarifa inicial de 170 a 130 soles y
en vista que no aceptaba menos cerramos el trato que incluía la ida y vuelta
más casi tres horas de espera en el lugar, en definitiva, toda la mañana. En Lima, los
taxis no tienen taxímetro de modo que las carreras hay que negociarlas. Parece
absurdo discutir un precio cuando se carece de la noción de las distancias de
la ciudad pero en el hotel nos dieron una regla de oro que nosotros seguimos al
pie de la letra: “de aquí al centro de la ciudad se paga máximo 15 soles,
nosotros todo lo más que damos son 10”, apostilló la recepcionista. En
cualquier caso los precios parecían tan accesibles que asumí el sobrecargo por
“tarifa extra de clase turista” como propina que no pagaba el limeño de a pie.
A las 7.00 a.m. de la mañana siguiente, con puntualidad británica, se presentó el Sr. Pablo de los Santos Sacramento para llevarnos a Pachacámac.
Pablo es un señor corpulento que debe frisar los 60 y que nos causó buena
impresión en el servicio que nos hizo la tarde anterior. Esto no es ninguna
menudencia si consideramos que desde que pusimos el pie en el aeropuerto nos
advirtieron que tuviésemos cuidado con los taxis que
tomábamos porque había muchísimos ilegales que aprovechaban el
negocio para desvalijar a los desprevenidos clientes, especialmente si se
trataba de turistas. Eso fue suficiente para que todo el gremio fuese ante mis
ojos sospechoso de crímenes contra la humanidad. Lo cierto es que durante
nuestra estancia en Perú no conseguí saber qué coche era taxi y cuál no, porque
muchos no llevaban ningún distintivo lo que desarrolló en mí un fuerte instinto
de supervivencia cada vez que, al levantar la mano, paraba uno. Primero le
miraba fijamente a los ojos buscando en sus pupilas algún destello de maldad y
luego, indefectiblemente, tomaba asiento detrás del conductor para poder
estrangularlo con mis manos tan pronto como sospechara que nuestras vidas o
bienes estuviesen en peligro. Esto nunca se lo dije a mi mujer para no hacerla partícipe de mi paranoia.
El coche lucía lustroso; se notaba que la noche anterior se había esmerado
en limpiarlo con ánimo de agradarnos. Una placa bien visible con su fotografía,
su número de licencia y un crucifijo me dio tanta tranquilidad que eliminé a
Pablo de la lista de sospechosos y, saltándome las autoimpuestas normas de
seguridad, me acomodé en el asiento del copiloto dispuesto a disertar de lo
humano y lo divino para amenizar el trayecto de casi una hora que nos separaban
de las ruinas arqueológicas. Cruzamos un buen trecho de la ciudad hasta
alcanzar la mítica carretera Panamericana, la más larga del mundo, que une
Alaska con Usuhaia, en Tierra de Fuego y, aunque
nosotros sólo íbamos a rodar por ella unos pocos kilómetros, sentí que en esos
momentos estrechaba lazos con toda América. Una emoción similar debió sentir Neil
Armstrong cuando pisó la luna, o quizás no tanta porque yo le
pongo mucha pasión a todo.
Las vallas y tapias que nos escoltaron todo el viaje estaban tapizadas con
restos de la última batalla electoral para la elección a Presidente. Los
incondicionales de Keiko Fujimori, alias “la China”, apelativo que recordaba su
origen japonés, parecieron ser los más entusiastas a juzgar por el gran número
de pintadas y carteles, muy superiores al de los otros candidatos. "Por
poco no ganó Keiko, ¿no es cierto, Pablo?", le comenté con la intención de
entrar en las arenas movedizas de la política. Pablo no votó a Keiko, y tampoco
en su día a Vargas Llosa. Sin confesar por quién lo hizo nos comentó que el
mejor presidente fue Fernando Belaúnde Terry, un conservador cuyo nombre
todavía alcanzaba mi memoria a recordar. ¡Qué antiguo sonaba eso! Un poco más y se va a buscarlo a la
época de las colonias. ¿Tan escasos andan en Perú de buenos políticos? Parece
una pandemia de la que pocos países se escapan.
Pablo se hizo taxista en sus ratos libres para enmendar su flaco salario de
militar. De origen humilde, este hombrón se fue a la milicia donde vivió los
tiempos duros de Sendero Luminoso, un movimiento de orientación
marxista-leninista que sembró el terror en Perú en la década de los 80. Destinado en el departamento de Ayacucho, santuario de los sanguinarios
terroristas, Pablo se jugó la vida un día tras otro a cambio de un puñado de
soles hasta que su líder, Abimael Guzmán, fue apresado en un barrio de Lima en el año 92.
El viaje fue tan entretenido e instructivo como la visita que hicimos el día anterior al convento de
Santo Domingo, lo que demuestra que cuando hay voluntad no hay lugar que no sea
bueno para aprender.
El coche viró a la derecha en un ángulo de 90 grados para entrar en un polvoriento camino de tierra. A los pocos metros paró en la puerta de acceso del parque arqueológico de Pachacámac.
El coche viró a la derecha en un ángulo de 90 grados para entrar en un polvoriento camino de tierra. A los pocos metros paró en la puerta de acceso del parque arqueológico de Pachacámac.


Pachacámac en quechua significa "Creador de la Tierra", título suficiente para acreditarle un lugar destacado en el panteón de las divinidades incas. Sin embargo, antes que éstos, otros pueblos anteriores le rindieron culto y sacrificios como al más grande de sus dioses.
Dios benefactor, de cuya mano surgieron los hombres y mujeres, pero también dios iracundo que en sus arrebatos despertaba tanto temor, que sus propios sacerdotes pasaban de espaldas a su santuario por temor a mirarle a los ojos. Hay dioses, como hombres, que valen más por ser temidos que amados. Y no es que Pachacámac no tuviese razones para ser adorado por los hombres pues cuenta la leyenda que libró a sus antepasados del hambre inicial en un mundo recién creado, en el que solo había raíces para alimentarse. Para ello no dudó en despedazar a un niño recién nacido. Sembró sus dientes y de ellos surgieron el maíz, de sus huesos y costillas, la yuca y de la carne los pepinos y los frutos de los árboles. Y ya nunca más hubo razones para que los hombres volviesen a quejarse pues aprendieron a cultivar para evitar el hambre y no depender de las arbitrariedades de la Naturaleza.
El todopoderoso Pachacamac
tuvo un triste final a manos del osado capitán Hernando Pizarro en una triste
tarde del mes de Zamay Quilla, cuando el maíz germinaba en el valle aledaño. Espada
en mano pasó a buscarlo a la oscura cámara del Templo Pintado, donde tenía su
morada. Ciego de ira por encontrar tan solo unos pocos objetos de oro, donde
esperaba encontrar el ingente tesoro acumulado desde tiempos ancestrales por
sus sacerdotes, arrancó el ídolo del suelo donde estaba toscamente clavado y, sacándolo
a la luz ante una multitud de expectantes prosélitos que esperaron en vano
aterrorizados la reacción colérica del temible dios profanado, de un potente
tajo lo partió en dos sin que una sola piedra se moviera y desatara el inicio
de la hecatombe que habría de acabar con los sacrílegos. Un sonoro silencio
llenó la roja atmósfera del atardecer al tiempo que se escuchó el golpe seco que
quebró el madero orlado de serpientes de dos cabezas, encorvados felinos y
misteriosos hombres. Las olas cesaron en su pesado rugido, los caracaras y cóndores
sus graznidos, los hombres su aliento, hasta la bravucona y despiadada
soldadesca enmudeció.
El dios cayó rodando por
los escalones de la pirámide como una víctima más de sus propios sacrificios. Con
cada golpe el eco se multiplicaba en una lluvia de cuchillos que atravesaron
las gargantas de los allí congregados. Cuando al fin los maderos silenciaron su
estruendo a los pies del templo, un ronco murmullo, como el de un negro
maremoto, comenzó a emerger sobre las cabezas de los hombres. El murmullo se
tornó en llanto desconsolado, atronador, como el de una tormenta lejana que se aproxima
y arrecia a cada instante más y más potente.
Entonces se cumplió la
temida profecía de Pachacámac. El vaticinado cataclismo se desató pero no en la
forma esperada de un devastador seísmo que se tragara los cimientos de las
ciudades y templos de las cuatro regiones del Tahuantinsuyo y asolara sus
campos. Fue algo mucho peor, fue la pérdida de la fe en sus creencias, dioses, e
incluso en sí mismos, lo que precipitó el fin de la cosmogonía andina que remontaba
los orígenes de todo un pueblo a los descendientes del Sol y el abandono definitivo
de sus vidas a un nuevo orden civilizador completamente ajeno a su ser.
Hoy todo lo que queda del oráculo y el enorme complejo religioso levantado con tenacidad de siglos en mitad de un desierto costero, por el miedo y la fe de los pueblos precolombinos, son pobres vestigios de lo que un día fue el centro más sagrado de los Andes después de Cuzco. En un enorme espacio de más de 250 hectáreas acotadas por vallas que ponen cerco al desierto, se alzan sobre las arenas como muñones cercenados, montículos con restos de adobes y muros derruidos de piedras. Decenas de pirámides truncadas, consagradas a Pachacámac y a Inti, el Sol, antaño orgullosas y temibles, yacen hoy bajo túmulos semicubiertos de tierra cual cuerpos insepultos;vías ceremoniales por las que solo transita el aire cálido y la brisa del océano; plazas y recintos que acogen a multitud de soledades; edificios habitados por los fantasmas del pasado que siguen mermando sus muros bajo el inexorable paso del tiempo….. Pero debajo de toda esta piel reseca donde yace momificada la ciudad sagrada, sentimos bajo nuestros pies un latido casi imperceptible. Nuestras miradas cómplices se entrecruzaron sabedoras que Pachacámac, el Creador, no había muerto, tan solo esperaba el día en que los hombres, a los que un día dio vida y libró del hambre mortal, recuperasen la memoria perdida y restaurasen de nuevo su nombre deshonrado por semidioses barbados con pecho de acero y brazos de fuego que clavaron una cruz en su pecho de gigante.