sábado, 30 de julio de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo IV: En pos de Pachacámac

7:00

La noche anterior había ajustado precio con el taxista que nos llevó a la huaca Pucllana para llevarnos en esta ocasión a otro yacimiento preincainco, a 30 km al sur de Lima. Conseguí reducir la tarifa inicial de 170 a 130 soles y en vista que no aceptaba menos cerramos el trato que incluía la ida y vuelta más casi tres horas de espera en el lugar, en definitiva, toda la mañana. En Lima, los taxis no tienen taxímetro de modo que las carreras hay que negociarlas. Parece absurdo discutir un precio cuando se carece de la noción de las distancias de la ciudad pero en el hotel nos dieron una regla de oro que nosotros seguimos al pie de la letra: “de aquí al centro de la ciudad se paga máximo 15 soles, nosotros todo lo más que damos son 10”, apostilló la recepcionista. En cualquier caso los precios parecían tan accesibles que asumí el sobrecargo por “tarifa extra de clase turista” como propina que no pagaba el limeño de a pie.

A las 7.00 a.m. de la mañana siguiente, con puntualidad británica, se presentó el Sr. Pablo de los Santos Sacramento para llevarnos a Pachacámac. Pablo es un señor corpulento que debe frisar los 60 y que nos causó buena impresión en el servicio que nos hizo la tarde anterior. Esto no es ninguna menudencia si consideramos que desde que pusimos el pie en el aeropuerto nos advirtieron que tuviésemos cuidado con los taxis que tomábamos  porque había muchísimos ilegales que aprovechaban el negocio para desvalijar a los desprevenidos clientes, especialmente si se trataba de turistas. Eso fue suficiente para que todo el gremio fuese ante mis ojos sospechoso de crímenes contra la humanidad. Lo cierto es que durante nuestra estancia en Perú no conseguí saber qué coche era taxi y cuál no, porque muchos no llevaban ningún distintivo lo que desarrolló en mí un fuerte instinto de supervivencia cada vez que, al levantar la mano, paraba uno. Primero le miraba fijamente a los ojos buscando en sus pupilas algún destello de maldad y luego, indefectiblemente, tomaba asiento detrás del conductor para poder estrangularlo con mis manos tan pronto como sospechara que nuestras vidas o bienes estuviesen en peligro. Esto nunca se lo dije  a mi mujer para no hacerla partícipe de mi paranoia.

El coche lucía lustroso; se notaba que la noche anterior se había esmerado en limpiarlo con ánimo de agradarnos. Una placa bien visible con su fotografía, su número de licencia y un crucifijo me dio tanta tranquilidad que eliminé a Pablo de la lista de sospechosos y, saltándome las autoimpuestas normas de seguridad, me acomodé en el asiento del copiloto dispuesto a disertar de lo humano y lo divino para amenizar el trayecto de casi una hora que nos separaban de las ruinas arqueológicas.  Cruzamos un buen trecho de la ciudad hasta alcanzar la mítica carretera Panamericana, la más larga del mundo, que une Alaska con Usuhaia, en Tierra de Fuego y, aunque nosotros sólo íbamos a rodar por ella unos pocos kilómetros, sentí que en esos momentos estrechaba lazos con toda América. Una emoción similar debió sentir Neil Armstrong cuando pisó la luna, o quizás no tanta porque yo le pongo  mucha pasión a todo.

Las vallas y tapias que nos escoltaron todo el viaje estaban tapizadas con restos de la última batalla electoral para la elección a Presidente. Los incondicionales de Keiko Fujimori, alias “la China”, apelativo que recordaba su origen japonés, parecieron ser los más entusiastas a juzgar por el gran número de pintadas y carteles, muy superiores al de los otros candidatos. "Por poco no ganó Keiko, ¿no es cierto, Pablo?", le comenté con la intención de entrar en las arenas movedizas de la política. Pablo no votó a Keiko, y tampoco en su día a Vargas Llosa. Sin confesar por quién lo hizo nos comentó que el mejor presidente fue Fernando Belaúnde Terry, un conservador cuyo nombre todavía alcanzaba mi memoria a recordar. ¡Qué antiguo sonaba eso! Un poco más y se va a buscarlo a la época de las colonias. ¿Tan escasos andan en Perú de buenos políticos? Parece una pandemia de la que pocos países se escapan.

Pablo se hizo taxista en sus ratos libres para enmendar su flaco salario de militar. De origen humilde, este hombrón se fue a la milicia donde vivió los tiempos duros de Sendero Luminoso, un movimiento de orientación marxista-leninista que sembró el terror en Perú en la década de los 80. Destinado en el departamento de Ayacucho, santuario de los sanguinarios terroristas, Pablo se jugó la vida un día tras otro a cambio de un puñado de soles hasta que su líder, Abimael Guzmán, fue apresado en un barrio de Lima en el año 92. 

El viaje fue tan entretenido e instructivo como la visita que hicimos el día anterior al convento de Santo Domingo, lo que demuestra que cuando hay voluntad no hay lugar que no sea bueno para aprender. 

El coche viró a la derecha en  un ángulo de 90 grados para entrar en un polvoriento camino de tierra. A los pocos metros paró en la puerta de acceso del parque arqueológico de Pachacámac.

Más de mil años antes de la llegada de los españoles, multitudes de peregrinos de los lugares más apartados de la cordillera acudían al oráculo de Pachacámac  en busca de respuestas a sus problemas. Nosotros también acudimos, no movidos por la fe ni buscando solución a los problemas, pero sí con la firme voluntad de saber más sobre este dios sin piel ni huesos, como lo describieron sus fieles, que podía predecir el futuro con tanta facilidad como desencadenar terremotos apocalípticos con solo un leve movimiento de su cabeza.



Pachacámac en quechua significa "Creador de la Tierra", título suficiente para acreditarle un lugar destacado en el panteón de las divinidades incas. Sin embargo, antes que éstos, otros pueblos anteriores le rindieron culto y sacrificios como al más grande de sus dioses. 




Dios benefactor, de cuya mano surgieron los hombres y mujeres, pero también dios iracundo que en sus arrebatos despertaba tanto temor, que sus propios sacerdotes pasaban de espaldas a su santuario por temor a mirarle a los ojos. Hay dioses, como hombres, que valen más por ser temidos que amados. Y no es que Pachacámac no tuviese razones para ser adorado por los hombres pues cuenta la leyenda que libró a sus antepasados del hambre inicial en un mundo recién creado, en el que solo había raíces para alimentarse. Para ello no dudó en despedazar a un niño recién nacido. Sembró sus dientes y de ellos surgieron el maíz, de sus huesos y costillas, la yuca y de la carne los pepinos y los frutos de los árboles. Y ya nunca más hubo razones para que los hombres volviesen a quejarse pues aprendieron a cultivar para evitar el hambre y no depender de las arbitrariedades de la Naturaleza. 



El todopoderoso Pachacamac tuvo un triste final a manos del osado capitán Hernando Pizarro en una triste tarde del mes de Zamay Quilla, cuando el maíz germinaba en el valle aledaño. Espada en mano pasó a buscarlo a la oscura cámara del Templo Pintado, donde tenía su morada. Ciego de ira por encontrar tan solo unos pocos objetos de oro, donde esperaba encontrar el ingente tesoro acumulado desde tiempos ancestrales por sus sacerdotes, arrancó el ídolo del suelo donde estaba toscamente clavado y, sacándolo a la luz ante una multitud de expectantes prosélitos que esperaron en vano aterrorizados la reacción colérica del temible dios profanado, de un potente tajo lo partió en dos sin que una sola piedra se moviera y desatara el inicio de la hecatombe que habría de acabar con los sacrílegos. Un sonoro silencio llenó la roja atmósfera del atardecer al tiempo que se escuchó el golpe seco que quebró el madero orlado de serpientes de dos cabezas, encorvados felinos y misteriosos hombres. Las olas cesaron en su pesado rugido, los caracaras y cóndores sus graznidos, los hombres su aliento, hasta la bravucona y despiadada soldadesca enmudeció.
El dios cayó rodando por los escalones de la pirámide como una víctima más de sus propios sacrificios. Con cada golpe el eco se multiplicaba en una lluvia de cuchillos que atravesaron las gargantas de los allí congregados. Cuando al fin los maderos silenciaron su estruendo a los pies del templo, un ronco murmullo, como el de un negro maremoto, comenzó a emerger sobre las cabezas de los hombres. El murmullo se tornó en llanto desconsolado, atronador, como el de una tormenta lejana que se aproxima y arrecia a cada instante más y más potente.

Entonces se cumplió la temida profecía de Pachacámac. El vaticinado cataclismo se desató pero no en la forma esperada de un devastador seísmo que se tragara los cimientos de las ciudades y templos de las cuatro regiones del Tahuantinsuyo y asolara sus campos. Fue algo mucho peor, fue la pérdida de la fe en sus creencias, dioses, e incluso en sí mismos, lo que precipitó el fin de la cosmogonía andina que remontaba los orígenes de todo un pueblo a los descendientes del Sol y el abandono definitivo de sus vidas a un nuevo orden civilizador completamente ajeno a su ser.

Hoy todo lo que queda del oráculo y el enorme complejo religioso levantado con tenacidad de siglos en mitad de un desierto costero, por el miedo y la fe  de los pueblos precolombinos, son pobres vestigios de lo que un día fue el centro más sagrado de los Andes después de Cuzco. En un enorme espacio de más de 250 hectáreas acotadas por vallas que ponen cerco al desierto, se alzan sobre las arenas como muñones cercenados, montículos con restos de adobes y muros derruidos de piedras. Decenas de pirámides truncadas, consagradas a Pachacámac y a Inti, el Sol, antaño orgullosas y temibles, yacen hoy bajo túmulos semicubiertos de tierra cual cuerpos insepultos;vías ceremoniales por las que solo transita el aire cálido y la brisa del océano; plazas y recintos que acogen a multitud de soledades; edificios habitados por los fantasmas del pasado que siguen mermando sus muros bajo el inexorable paso del tiempo….. Pero debajo de toda esta piel reseca donde yace momificada la ciudad sagrada, sentimos bajo nuestros pies un latido casi imperceptible. Nuestras miradas cómplices se entrecruzaron sabedoras que Pachacámac, el Creador, no había muerto, tan solo esperaba el día en que los hombres, a los que un día dio vida y libró del hambre mortal, recuperasen la memoria perdida y restaurasen de nuevo su nombre deshonrado por semidioses barbados con pecho de acero y brazos de fuego que clavaron una cruz en su pecho de gigante.
  











miércoles, 27 de julio de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo III: Lima

11:59

Este relato por tierras peruanas comienza en Lima adonde llegamos 484 años después que Pizarro y sus huestes, en el mes de julio, correspondiente al octavo mes del calendario inca, el Chahuarhuay Quilla, el primero después del solsticio de invierno, cuando los campesinos preparaban la tierra para la siembra y los sacerdotes vertían sobre los ríos chicha propiciatoria, la bebida sagrada, esperando a cambio que el agua fuese generosa y permitiese buenas cosechas. Pero a diferencia de nuestros antepasados no vinimos movidos por la codicia ni en busca de gloria, sino a dejarnos deslumbrar por la civilización de los Hijos del Sol y sus paisajes.

Permitidme que durante nuestra estancia en Lima me personifique en el río Rímac, que en quechua significa "hablador". Mis palabras transcribirán el lenguaje de las rocas del lecho del río cuando golpean entre sí empujadas por la corriente de agua que desciende de la cordillera. Fue a orillas de este río donde Pizarro fundó la Ciudad de los Reyes, hoy conocida simplemente como Lima.


La persona encargada de recogernos en el aeropuerto Jorge Chávez, quiso dar prueba de su erudición señalando con el dedo índice un aeroplano suspendido en el techo de la terminal de llegadas internacionales, y nos preguntó si sabíamos que era eso. La improbabilidad de una respuesta certera era tan alta que cuando le contesté que probablemente se tratase del avión con el que Jorge Chávez, uno de los prohombres de Perú, encontró la muerte al cruzar los Alpes (sí, digo bien, los Alpes no los Andes) no supo que decir y nos llevó en silencio al coche que nos esperaba en la puerta. Elena me dio un codazo y me reprochó ir de listillo. Pero ¡qué iba a hacer si me sabía la respuesta! Ya advertí en los prolegómenos del blog que había leído mucho sobre Perú las semanas previas al viaje, dispuesto a no perderme nada. Lo cierto es que el hombre ya no preguntó más e indicó al conductor que tomara la “jaiguey” (“highway” autopista en inglés) en dirección al hotel Tambo I.

La atmósfera de la ciudad era gris, el cielo estaba cubierto de nubes y una finísima lluvia caía sin mojar la tierra. Fue así como conocí la “garúa”, el chirimiri limeño. La temperatura era perfecta, unos 18º que comparados con los 40º que había en España nos dio un respiro.

Lima se encuentra entre las ciudades más populosas de Sudamérica, lo que no deja de ser paradójico para tratarse de una ciudad situada en un desierto costero con casi nulas precipitaciones. Enormes cactus de un verde intenso y brillante, pueblan los jardines junto a alegres buganvillas y corpóreos ficus alimentados por la humedad ambiental provocada por la proximidad del océano.

Casi sin darnos tiempo a dejar el equipaje pasaron a buscarnos al hotel apenas desayunamos, para una visita guiada por la ciudad. Apenas habíamos pegado ojo durante el viaje de nuestros sueños pero partimos ansiosos de conocer esa ciudad lejana y exótica de la que tanto habíamos oído hablar. 

Viajes Pacífico era la agencia de turismo encargada de mostrarnos el país. Si yo fuese el dueño de la agencia, pensé, le hubiese puesto otro nombre más evocador y literario: Viajes Mar del Sur, en homenaje a su descubridor Vasco Nuñez de Balboa, que comparte la "z" final de su apellido con la "z" inicial del nombre de Zussan Morales, la joven que con sus amplios conocimientos sobre Lima y la historia de su país nos descubrió la belleza de la ciudad.

Colgado en un privilegiado balcón con vistas al océano, el Parque del Amor es una pobre imitación del Parque Güell de Barcelona con sus asientos corridos, formas onduladas y fragmentos de cerámicas. Una pareja se funde en un apasionado beso en lo alto de una plataforma, quizás motivados por las docenas de frases empalagosas esparcidas por el pétreo mobiliario: “Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido” o “Te desvisto como quien pela una fruta”.



Por no ser menos que los amantes, todos nos hicimos una foto a sus pies, sonrientes y bien agarrados para dejar constancia no solo de nuestro amor sino de la presencia en aquel lugar, cuyo verdadero atractivo estaba más allá del acantilado abierto a una extensión infinita de agua que en el horizonte se alzaba al cielo. Mientras posaba, un pensamiento cruzó como un rayo por mi cabeza, un encendido deseo de que el resto de la ciudad fuera mucho más atractiva que el parque.

El ómnibus se dirigió al centro histórico de la ciudad. Suzanne, de la que ya no me despegaría de su lado, no paraba de contarnos cosas. No era una guía al uso sino mucho más, una erudita que citaba autores, textos literarios completos, relataba la historia con detalle de hombres y edificios. Lo mismo hablaba de los mochicas que de los presidentes republicanos que sustituyeron a los virreyes, por no mencionar las intimidades de los hermanos Pizarro, que las conocía todas. ¡Nos dejó anonadados! Con todo derecho podría ocupar una cátedra de profesora de historia en la Universidad de S. Marcos, la de mayor prestigio en su país.



Conforme nos acercábamos a la Plaza Mayor, que allí generalmente denominan Plaza de Armas, los elementos coloniales se iban poniendo cada vez más de manifiesto y no sólo en la fisonomía de las fachadas sino también en el trazado de las calles que se ordenaban a cordel y regla en forma de damero, siguiendo las normas establecidas por el rey Carlos I en las “Ordenanzas para la fundación de ciudades en el Nuevo Mundo”. Finalmente el ómnibus llegó a un amplio  cuadrilátero rodeado por majestuosos edificios en torno a un amplio parque y descendimos boquiabiertos por la amplia perspectiva y magnificencia que se ofrecía de los mismos ante nuestros ojos y,  al instante, el mal presagio que tuve en el parque desapareció.


La Plaza de Armas en tiempos de Pizarro no fue la misma plaza amable que teníamos ante nosotros según deduje de la placa fijada en una pared de la calle Santa Rosa, esquina con el Jirón de la Unión. Los tiempos iniciales de la conquista fueron tiempos de muchas privaciones y guerras, de olor a sangre y sudor, de dolor y muerte. De la interpretación de las imágenes se desprendía que los rudos conquistadores edificaron la nueva ciudad sobre la preexistente vieja ciudad inca situada a orillas del río Rímac. Quizás eso de respuesta a mí pregunta: ¿por qué Pizarro se fue tan lejos de la costa a fundar su ciudad?  Entre las razones que leía se decía que para estar a salvo de los ataques de los corsarios pero esos llegaron después de la fundación. Más bien creo que el ilustre trujillano se dejó llevar por la experiencia de sus antiguos ocupantes que, sin duda alguna, eligieron aquel sitio por muy buenas razones. 




A la vista de lo que veía en la placa y de lo que tenía ante mí, supongo que iniciaron de inmediato una gran operación urbanística. Explanaron los viejos corrales de llamas para hacer la nueva plaza y en su centro emplazaron  el nuevo símbolo de poder, una amenazante picota que no era otra cosa sino una horca, en la que se ajusticiaba a los condenados. Espoleados por su celo cristiano edificaron una iglesia modesta bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción sobre las ruinas humeantes del templo Puma-Inti, el adoratorio de más importancia de la ciudad inca. Pizarro se reservó para sí  la casa del Curaca Taulichusco,  a la sazón cacique o gobernador de la ciudad; otra “huaca”, un espacio sagrado, sirvió para levantar un modesto ayuntamiento  quedando el resto de los edificios y espacios adyacentes para la tropa y sus capitanes.



La de hoy es una plaza mucho más elaborada y refinada acorde al boato y magnificencia de la época de los virreyes y su corte. Francisco Pizarro con el título de Marqués de la Conquista fue a dar con sus maltrechos huesos a un lugar privilegiado de la Catedral donde luce con todo detalle su historiado pasado. La picota fue sustituida por una fuente, las bostas de llama alimentaron macizos de flores, la modesta iglesia se convirtió en la más grande de las catedrales del país, la casa que Pizarro expropió al cacique inca se transformó en el Palacio del Gobierno y el ayuntamiento devino en el Palacio de la Municipalidad, compitiendo sus balconajes con los del Palacio arzobispal.  En ella, se representaron todas las manifestaciones cívicas y religiosas de la época, sirviendo de gran anfiteatro para espectáculos de todo tipo, desde corridas de toros a los autos de fe de la Santa Inquisición. Incluso en este jolgorio de rezos, risas y llantos de unos y otros, las nuevas ciudades fueron fieles hijas al espíritu de la vieja España.


La visita matinal terminó en el convento de Santo Domingo. Como es bien sabido las órdenes religiosas jugaron un papel fundamental en la evangelización del Nuevo Mundo. Su poder era tan grande que por orden real el primer edificio en erigirse en cualquier nueva ciudad,  debía ser el de una iglesia.

En Santo Domingo, lo mismo que en los otros conventos que visitamos,  se atesoran en su interior grandes riquezas. En éste son de índole espiritual y cultural. Entre sus paredes se encuentran las tumbas de tres de los santos más celebrados en Perú: Santa Rosa de Lima, S. Martín de Porres y S. Juan Macías, todos ellos afamados milagreros que siguen despertando gran devoción entre los peruanos de hoy. Una espléndida biblioteca con miles de volúmenes que encerraban todos los saberes de la época, sirvieron de cuna a la universidad más antigua de América.


Sin embargo para mí la gran sorpresa fue descubrir que aquí vivió y yace para la eternidad Fray Escoba. No he podido averiguar cómo llegó a mis manos, siendo niño, muy niño, una imagen de plástico de Fray Martín de Porres. Entre sus manos portaba una escoba y de sus hábitos emergía una cabeza negra de pelo anillado. Yo por entonces no sabía de la existencia de otras razas y se me antojó que aquel pobre hombre tenía tanta roña que había ennegrecido. Quizás movido por una temprana piedad, me apliqué en chupar su cabeza concienzudamente hasta no dejar rastro de la pintura negra que le cubría ¿Qué fue de esa figurilla? No lo sé pero nunca se me olvidó, por eso, cuando casi 50 años después vi su imagen a tamaño natural en una capilla y a sus pies, una tumba con su epitafio, sentí un escalofrío en la nuca. ¡Al fin lo encontré! De qué lejos vino a mí y qué lejos se fue. Para mí quedaban suficientemente acreditados los rumores del poder de bilocación atribuido al santo, o sea, la capacidad de estar al mismo tiempo en Lima y en mi casa de San Clemente.

Será por eso que a pesar de ser un hombre de poca fe, renació súbitamente en mí la devoción por el humilde fraile que terminó canonizado siendo el primer santo mulato de América. Henchido por el espíritu del dominico compré en la portería del convento una imagen de barro del santo para devolvérsela a mi madre en el mismo estado que un día ella me la dio, con su cara sucia de roña, roña que no volveré a quitar. No pude imaginar el regocijo con el que fue acogido por mi familia. El hecho fue tan celebrado como el regreso del hijo pródigo al hogar paterno. No tardarán en lucir a sus pies las lamparillas rogatorias que la vieja Manuela, mi madre, encenderá pidiéndole favores para que toda la Humanidad, propia y extraña, sea capaz de compartir el mismo plato del mismo modo que hicieron el perro, el gato y el ratón que posan a sus pies, por deseo del santo.

Y hablando de comidas, como ya era mediodía nos replegamos de nuevo al elegante barrio de Miraflores de donde habíamos partido y donde estaban nuestros hoteles. Aconsejados por Suzanne unos cuantos decidimos compartir platos, como los animales de Fray Escoba, en el restaurante Mangos, del elitista shopping de Larcomar, que no es otra cosa que un centro comercial. Y así, en vez de perros, gatos y ratones compartimos mesa con un matrimonio costarricense, otro argentino y la guía, a la que invitamos al cóctel más popular de Perú, el pisco sour, que allí pronuncian como pisco “sauer” haciendo énfasis, como siempre que quieren ser refinados, en el inglés. “Sour” en inglés significa agrio, algo normal si consideramos que el pisco sour tiene como dos de sus componentes principales el pisco, un aguardiente de uva, y la lima.




La comida limeña fue otro de los grandes descubrimientos para mí. Ya me habían advertido de su prestigio y me aconsejaron que no regresara sin haber probado el ceviche. Acomodados en la amplia terraza levantada sobre un acantilado que daba al Pacífico, y por cien soles, la moneda oficial de Perú, equivalente a 28 euros, tomamos un menú degustación de barra libre. En el mostrador había expuestos  cerca de 50 platos, todos tan refinados como desconocidos para mí. Sus nombres exóticos eran un atractivo más para mi voraz apetito que se había despertado ante la presencia de aquella variopinta comida. Maíz, zapallos, rocotos rellenos, tamales, frijoles, causa limeña, todo tipo de papas inimaginables, tiradito criollo, ceviche de pescado, lomo saltado entre los primeros platos, y de postre alfajores, suspiros limeños y un delicioso arroz con leche peruano, del que me comí dos copas. De bebidas el mencionado pisco sour y chicha morada. Con el hambre que me caracteriza y la curiosidad por ahondar en el conocimiento del país, fui echándome un poco de cada cosa con el propósito de probar todos, al menos todos los que desconocía que eran la mayoría. Hube de echar varios viajes pero el esfuerzo mereció la pena. Una tras otra, ante el asombro de los comensales, con algo de parsimonia pero sin pausa, iba engullendo aquellas delicatesen que antes de caer en el abismo de mi estómago perfumaban el paladar con sus especias y condimentos así, hasta que quedé tan saciado que la cena fue innecesaria.



Pero Lima seguía existiendo más allá de las mesas del Mangos Restaurante y no dimos tiempo a reposar el pantagruélico banquete. De camino al centro del casco histórico, vimos desde el ómnibus el sitio arqueológico de la “Huaca de Pucllana” pero este enclave no estaba incluido en el tour así es que tomamos un taxi mi mujer y yo y nos fuimos a conocerla antes de que anocheciera.





Había leído cosas sobre esta huaca pero por su magnitud no logré entender muy bien de qué se trataba ni dónde se encontraba. Nuestra sorpresa fue mayúscula cuando bajamos del taxi. En pleno centro del distrito de Miraflores, ocupando una superficie de seis de las doce hectáreas originales que fueron invadidas inmisericordemente por el asfalto, la especulación del terreno y la impavidez de los gobernantes, se encuentra rodeado de  edificios este complejo ceremonial administrativo datado  entre los años 400 y 1400 D.C. En el destaca por su monumentalidad la enorme pirámide truncada de siete niveles construidos con ladrillos de adobe, “adobitos” que llaman allí. Impactante nuestro primer contacto con la civilización preincaica. Yo había leído cosas sobre la ciudad chimú de Chan-chan, al norte del país, construida enteramente de adobe y sabía que me quedaría con ganas de conocerla porque estaba fuera del itinerario pero ver esta huaca satisfizo en parte mi curiosidad.

Millones de adobitos se acumulaban unos encima de otros, dispuestos a modo de libros en una estantería. Fuimos ascendiendo por rampas de un nivel a otro hasta alcanzar el nivel superior donde se oficiaba el culto y las ofrendas a sus dioses. Desde allí podía otearse buena parte de la ciudad que amenazaba con terminar de engullir entre sus fauces lo que quedaba de los sagrados terrenos. En pleno proceso de excavación arqueológica todavía quedaban muchas cosas por desentrañar como esta tumba con los restos momificados y enseres de algún noble o sacerdote. Al lado se levantaban los cimientos de lo que se suponía era la parte civil y administrativa del centro religioso. Unas figuras de tamaño natural ataviadas al modo de la época recreaban escenas de distinta índole.



De regreso al hotel pensé qué fuerza sobrenatural era capaz de exigir este titánico esfuerzo en aras de lo sagrado. Generaciones y generaciones haciendo durante siglos adobes o tallando sillares para estar más cerca del cielo, cada uno a su manera, levantando pirámides o catedrales donde alojar dioses desconocidos, temidos y ancestrales y oficiar desde ellos ritos propiciatorios en beneficio de la comunidad. Supongo que es el precio de la salvación eterna.

sábado, 23 de julio de 2016

UN TRANSBORDADOR ESPACIAL EN EL CAÑAVATE

6:49


Doy comienzo a este blog de viajes con algunos comentarios sobre las sensaciones vividas en el pequeño pueblo conquense de El Cañavate, donde hice un alto el pasado sábado, poco antes de llegar a mi pueblo, San Clemente, el cuál dista tan solo a escasos 20 kilómetros.

Muy próximo a la ermita de Rus, el Cañavate participa de su sinuosa geografía, tan atípica en estos lares de la llamada Mancha Alta, que un promontorio que sobresale 50 o 100 metros sobre el resto de la planicie es elevada al rango de montaña por los paisanos. Quizás por eso, los pueblos que allí habitaron desde antaño, se enriscaron en su cima buscando las defensas naturales que ofrecía una comarca tan desasistida en ellas. Con el tiempo se debieron ir confiando y bajaron a poblar la vega del río, acomodándose a uno y otro lado de sus márgenes, en el valle donde la serrezuela forma una pequeña hoz, justo a la altura de la cola de ese gran lagarto de piedra que permanece mimetizado en la tierra a la espera de una desprevenida presa.









Recuerdos de mi infancia sobre el Cañavate son aquellos en que una noche de invierno, ahora sé que del año 1972, vino la Guardia Civil sobre la medianoche a llamar a casa. Mi padre, que por entonces ejercía de teniente alcalde, ante la ausencia del verdadero alcalde, fue avisado de que una violenta riada había anegado el pueblo, arrasando tapias de corrales y viviendas y arrastrando a su paso, con una inusual y violenta corriente, ovejas, cerdos y cuántos animales encontró a su paso. En la memoria de la gente quedaron las imágenes de la Guardia Civil sobre botes neumáticos a más de un metro de altura sobre la carretera, en mitad de la fría noche, al rescate de convecinos atrapados en sus casas.
Y poco más sabía yo de ese pueblo vecino a pesar de la simpatía que siempre me ha despertado su veguilla regada por el otrora cauce pobre pero digno de la geografía manchega del río Rus, su altozano coronado por recias ruinas de un castillo, quién sabe con qué pasado, su zigzagueante camino orlado de un viejo Vía Crucis y del recuerdo amable de un hijo del pueblo y viejo compañero y amigo del instituto, Marcelino, canónigo de la catedral de Cuenca al que llevo sin ver casi 40 años.

Son muchos los años que he pasado por él sin detenerme a conocerlo. Todo lo más que hacía era aprovechar el límite de velocidad de 50 para repartir a izquierda y derecha fugaces miradas, ora a los vejetes que tomaban el sol resguardados del viento en la parada del autobús o sentados en el poyete de su casa, ora a la perfecta geometría del ábside de su iglesia que se abre majestuosa tras la primera curva de la carretera. Y así, movido por la mala conciencia de no conocer debidamente a mis vecinos y por la curiosidad de acercarme a la iglesia, decidí retrasar la llegada a San Clemente unos minutos, los justos para hacer un par de fotos y decir: "bueno, ya he visitado este pueblo".

Lo que vi en compañía de mi mujer me gustó muchísimo. Los minutos iniciales se alargaron a más de una hora. Devorados por el tiempo avanzábamos ligeros de un lado a otro ávidos de conocer ese pueblecito de casas encaladas y calles limpias, antes de reemprender el viaje para acudir a la celebración familiar.

Me llamó la atención extraordinariamente lo muchísimo que se parece su torre a la de mi pueblo. Construida en sillar sólo se diferencia en que ésta es más pequeña y menos recia que aquella. Quizás hijastras de un padre común, el arquitecto renacentista Andrés de Vandelvira que por nuestras tierras repartió parte de su ciencia, es una huella más que nos hermana en una historia común compartida y que todavía hoy nos une. En su estructura tiene bien marcada la escalera de caracol a modo de un semicírculo adosado a una de las cuatro caras de la torre que me recuerda a la de un transbordador espacial acoplado a su lanzadera. La torre sobresale airosa sobre el paisaje de tejados amenazando con despegar para ir en busca de las nubes dispersas por el cielo.

   








Sobre el campanario una pequeña bóveda engalanada con hileras de bolas a modo de una tarta rematada con guindas. La puerta de entrada, resguardada por un pequeño arco triunfal tachonado de casetones, observa al modo clásico, las bellas proporciones acentuadas con un bien dispuesto pavimento moderno que remarca la simetría y perspectiva del conjunto.






Mucho me llamó la atención la inscripción latina con letra gótica esculpida sobre un arco conopial de la fachada. Busqué con fruición en internet y allí estaba descifrado el enigmático mensaje: "AÑO DOMINE MDXI FRIGERE ET NON DICERE", es decir, cuando hace frío, cuando hay dificultades, es mejor callar y guardar silencio. Sabias y prudentes palabras que Antonio López de Zuazo, profesor de la Universidad Complutense, intenta explicar en un artículo publicado en el 2006 cuando, según parece, en esa época, el Cardenal Cisneros mandó tallar varias inscripciones en latín y español pudiendo ser ésta una de ellas. El sentido de la leyenda tiene tantas interpretaciones como explicaciones a su presencia en esa pared. Yo me quedo con la que apunta que fue traída del derruido castillo, e imagino, que puesta allí a modo decorativo como un sillar privilegiado por los bellos caracteres de la caligrafía gótica.







De todos modos lo bonito de esta experiencia en un pueblo tan desapercibido para mí, como el mencionado, es que ese constaté lo que ya barruntaba desde hacía mucho tiempo: si aprendiésemos a mirar con atención descubriríamos cosas inimaginables detrás de las apariencias más sencillas. Sólo por eso merece la pena darnos una oportunidad para pasear por nuestros pueblos y ver qué se esconde a la vuelta de cada esquina.



El Cañavate tiene tanto que contar que habrá una segunda parte para hablar de las ruinas de su castillo, de la ermita que se levanta a su sombra y hacer una mención a la historia con el pretexto del lignum crucis, astilla de la cruz de Cristo, que hasta un día no muy lejano atesoró en su iglesia.

viernes, 22 de julio de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo I: Prolegómeno viaje a Perú

12:32

Al fin, después de tanto tiempo, tanto como desde el que conocí a mi mujer hace ya más de 30 años, parece inminente que vamos a cumplir un viejo sueño: visitar Machu Picchu. Sin embargo, he de confesar que yo ya había estado allí mucho antes, tanto como mi memoria es capaz de alcanzar.

Todo empezó en mi infancia con la portada de un tebeo: “Tintín y el Templo del Sol”. Transmutado en Zorrino, el joven indio quechua ataviado con el chullo, un gorro con orejeras tejido con lana de alpaca,   hice de guía para el intrépido Tintín y el viejo capitán Haddock en su búsqueda del chiflado profesor Tornasol.


Ahora, no muy lejos de los 60 se presenta el momento de hacer realidad ese sueño antes de que los imprevistos del futuro le pudiese hacer zozobrar. Si antes no lo hicimos fue porque carecíamos de medios, luego tuvimos medios pero no tiempo, así es que, ahora que disponemos de ambas cosas y seguimos unidos, es el momento de hacerlo antes de que algún día nos falte una u otra, o las dos, o lo que es peor, nos falte salud.


Es jueves, 7 de julio, festividad de S. Fermín. Hace una espléndida mañana, un receso en el tórrido verano madrileño. La tormenta de anoche refrescó el día. El cielo está cubierto y corre un aire fresco que reconforta los sentidos e invita a sentarme en la terraza para comenzar el relato de nuestro viaje a “las Maravillas del Perú”. Así es como se llama el circuito que mañana iniciaremos por el viejo Virreinato español.


Los días previos al viaje han sido intensos. Con el espíritu abierto como las alas de un cóndor, he pasado largas horas planeando sobre la geografía de los valles, volcanes, montañas y lagos que vamos a recorrer.




He releído la historia de las culturas precolombinas ubicándolas en el espacio y el tiempo, las leyendas de la mitología, la sucesión de los reyes incas y los tiempos de la conquista, ojeado numerosos artículos de lo más variopintos, desde la taxonomía de los camélidos andinos hasta la vegetación característica del altiplano.





He asimilado términos aimaras y quechuas, descubierto glorias de la literatura, indagado los nombres de los prohombres que pueblan los callejeros de las ciudades, incluso hasta los ingredientes de los platos nacionales. ¡No quiero perderme nada!



La mochila está llena y el camino nos espera. Vamos a corazón descubierto ávidos de llenar los sentidos con ese mundo tan lejano, conocido y desconocido a la vez y, sobre todo, tan deseado.


No sabemos qué nos deparará el futuro pero al menos vamos a compartir este sueño del pasado.




Crónicas peruleras. Capitulo II: viaje Madrid - Lima

12:31

Pocas horas antes de partir a Perú quedan escritos a tiza sobre el pizarrín de la cocina los preceptivos recordatorios de mi mujer a nuestros hijos y, tras una copiosa merienda de ibéricos y  buen queso, nos despedimos de Madrid por unos días.
En el aeropuerto, convertido con los siglos en la nueva puerta de embarque al Nuevo Mundo, lejos del bullicio de las ruidosas gaviotas y  la brisa salada de la mar océana, nos  salieron al paso las primeras caras de viejos conocidos. Imagino que en un alarde de confraternizar con las antiguas colonias, convertidas hoy en orgullosas naciones, algún diplomático aconsejó al gobierno hacerles un guiño y exponer en un mural de tonos grises, los rostros serios y nobles de sus glorias patrias, los libertadores criollos José Martí, Simón Bolívar, San Martín y el indígena alzado contra el represivo imperio español, José Gabriel Condorcanqui, más conocido  como Túpac Amaru II.






Los héroes salidos del pincel de Oswaldo Guayasamín, también conocido como “el pintor de las Américas”, se quedaron anclados en su pose pero sus huestes se desparramaban por las salas de la terminal T4. Rostros de cobre, personas de complexión fuerte y baja estatura regresaban a algún lugar de Tahuantinsuyo, el viejo imperio Inca hoy desaparecido.


Deseoso de empezar a conocer Perú de fuentes directas, no tardé en entablar conversación en el avión con Olinda, una señora mayor de cara arrugada, natural de Trujillo, al norte de Lima, que venía con su hija Lucía de visitar España. Curiosa, nos miraba con disimulo mientras nos hacíamos unos selfies. Tan cerca y pendiente estaba que salió en uno y se lo mostré  "señora, usted también ha salido, mire".


Hablamos de las cosas que conocieron y de nuestro plan de viaje. Entrados en conversación y, sin venir a cuento, me hizo este comentario "es mejor que no mencionen a Pizarro porque ese hombre nos fregó"  ¡Vaya, le dije, no me diga que es cierto que los españoles no somos queridos en su país! Lo he leído en varios blogs de viajes. Una mueca en su cara me lo confirmó. Pues empezamos bien ¡y yo con barbas de conquistador!


Olinda es una patriota peruana que ha votado a "la China" como conocen allí a Keiko, la hija de Fujimori. Apenas asomó por el pasillo del avión el carrito con la cena empujado por la azafata, Olinda, y ya segura de estar en un trozo flotante de Perú ensamblado en el fuselaje del Boeing, comenzó a ensalzar a la aerolínea LATAM, acrónimo de Línea Aeropostal de Transportes Aéreos Meridionales. Resultó estar muy enojada con Iberia dónde, según me dijo, nos les dieron ni un triste vaso de agua en el vuelo Madrid-Barcelona. Con tono jocoso le comenté que 500 años después de habernos gastado la plata y el oro de Perú, los fregaos éramos los españoles, lo que creo le causó cierto regocijo a juzgar por la media sonrisa que dibujó en sus labios. Y henchida de orgullo patrio me aconsejó vivamente, hasta el punto que creí que me haría jurarlo, que no usase dentro del país otras aerolíneas que no fuesen las peruanas.


Cené sin hambre, por educación, porque nunca rechazo un plato de comida por mala que esté, y lo rebañé entero, también por educación y sin tener hambre; y bebí sin tener sed porque me ofrecieron un vino chileno y una cerveza que nunca había visto: la Cusqueña, una pilsen dorada con el Machu Picchu en su etiqueta y la chapa y los pétreos muros de Sacsayhuaman en relieve. ¡Qué ilusión, joder! Ya empezaba a compartir con los incas sus cosas de estar por casa.


La noche avanzaba y Morfeo se había olvidado de acudir a mí, o quizás me viese tan entusiasmado escribiendo estas líneas que desistió de hacerlo convencido de la inutilidad del esfuerzo.



En la oscuridad del avión resaltaban en la pantalla los continentes de Eurasia, África, Antártida y América y sólo cuatro ciudades de referencia, no sé con qué criterio: Madrid por razones obvias, Abuja, capital de Nigeria, Washington y Salvador de Bahía. Y ya, en pleno océano Atlántico, la silueta de un descomunal avión de la misma superficie que España.





Me llamaba la atención el verdor que cubría el Sahara, tan intenso como el de las verdes praderas americanas donde pastaban los búfalos. Pensé en que quizás habría que hacer una reclamación a la IATA para corregir este despropósito geográfico.









El avión seguía su vuelo ¡gracias a Dios! sobre el fondo azul del océano. Los continentes desaparecieron de la pantalla. Abajo solo había agua y más agua. ¡Qué temerarios somos los humanos!


Con la noche cerrada y tras tres horas de vuelo el cansancio comenzó a apoderarse de mí. Me acomodé como pude y cerré los ojos. La imposibilidad de coger una postura correcta y el molesto dolor de cuello me hizo pensar en un hombre-llama. Sería fabuloso, pensé, poder desarrollar en este momento un cuello tan largo como el del camélido andino, que saltase por encima del respaldo del asiento y buscase un acomodo firme a mi cabeza y, así, poder dormir entre sus vellones de lana unas horas.

Cuando desperté el mapa de América comenzaba a ser más preciso. La estela del avión había dejado atrás el resto del mundo. Salvador de Bahía dejaba de ser la única referencia del Cono Sur. En lontananza se asomaban nuevas ciudades: Caracas, Bogotá, Quito y Guayaquil.

Casualidad o no, las turbulencias comenzaron nada más asomarnos a Venezuela. Es como si el espíritu del comandante Hugo Chávez y sus bolivarianos hubiesen llevado también la tensión a los cielos. El vuelo discurría con un sordo ruido de motores sobre el agreste macizo de Canaima, al sur del Orinoco, ese poderoso río cuyas aguas tuve la dicha de surcar en el año 96 camino a Ciudad Bolívar, la ciudad del hierro. Poco a poco las turbulencias fueron desapareciendo. El marcado relieve montañoso que indicaba la pantalla fue cediendo a favor de las extensas llanuras de la cuenca amazónica. Ciudades míticas y literarias se anunciaban allí abajo, Manaos e Iquitos. Ambas forman parte de mis sueños viajeros. Habrá que despabilarse antes de que la artrosis decida hacer de mis huesos una ruina corroída de óxido.

La última vez que crucé los Andes fue en coche, en el año 95, desde la provincia argentina de Neuquén para ir a Puerto Chacabuco, en Chile. Recuerdo que paré el coche y arrodillado besé emocionado las faldas de sus montañas con la misma pasión que hubiese besado las pantorrillas de una bella mujer. Un espectáculo grandioso para un manchego que con la perspectiva de una hormiga contemplaba cómo se alzaban imponentes los picos, cómo el cauce de los torrentes corrían desbocados y anárquicos sobre grises rocas hasta alcanzar el fondo de los valles cubiertos de espesa vegetación.


De nuevo los cruzo hoy pero, en esta ocasión, por el aire, a vista de pájaro, de pájaro recio y fuertes plumas para resistir las heladas temperaturas de sus cumbres. No puedo describirlos porque sigue siendo noche cerrada pero puedo imaginarlos muy bien. Desde las alturas se verían como una procesión del Santo Sepulcro vista desde un balcón: una cadena de blancos y afinados picos como los capirotes de los penitentes.


Seis mil millas más al Oeste, con el viento de cola, el nocturno pájaro de hierro que nos transportaba en su enorme estómago, posó, al fin, sus patas sobre Lima y dio por finalizado su salto gigante en el juego de una comba cósmica en la que sobrevoló sobre varias decenas de meridianos en unas escasas doce horas, muchas menos que nuestros conquistadores hubiesen tardado en vadear cualquiera de esos ríos que dejamos abajo.


Los caminos del imperio incas quedaban abiertos para nosotros durante los próximos once días.


(1) Perulero, ra

1. adj. Natural del Perú, país de América.
2. adj. Perteneciente o relativo al Perú o a los peruleros.
3. adj. Indiano que regresa del Perú.