martes, 20 de noviembre de 2018

Por tierras de Portugal: las Aldeas históricas (II). Castelo Mendo.

Murallas de sillares primorosamente tallados se ciñen a la aldea de Castelo Mendo como una armadura al cuerpo de un guerrero medieval. Emplazada como las demás Aldeas Históricas en un cerro sobre el que se empingorota el antiguo castillo, del que hoy solo quedan sus cimientos, se accede a ella a través de las Puertas de la Villa flanqueadas por sólidas torres, custodiadas por dos verracos esculpidos en granito por los vetones, siglos antes de que naciese Cristo.


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Traspasar el umbral es viajar en el tiempo. Por la quietud de sus calles, diríase que todos sus habitantes descansan en el cementerio extramuros. Nos aventuramos en ella enfilando por el arrabal de San Pedro que desemboca en la plaza donde se yergue un impresionante "pelourinho" o picota, símbolo del poder administrativo y judicial de la villa, muy grande si se juzgase por los siete metros de altura que alcanza éste. 

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Ninguno de los tres vecinos con los que nos cruzamos en la villa nos dieron los buenos días. Mendo y Menda llevan siglos pendientes el uno del otro, mirándose frente a frente, sin cruzarse palabra. Hay quiénes dicen que sus rostros groseramente labrados en piedra junto a la puerta de Don Sancho hablan de una historia de amor imposible. El tercero es el relamido don Miguel Augusto de Mendoça, hidalgo de la Casa Real y Comendador de la orden de San Benito de Aviz, que duerme solitario y arropado por la fría tierra en una tumba próxima a la puerta del castillo, y al que nadie puso flores en su lápida el día de Todos los Santos. 

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En Castelo Mendo solo parece tener vida el rebaño de ovejas que pasta a los pies de la muralla, junto a un carro cargado de enormes calabazas amarillas destinadas a la celebración de la fiesta de Halloween en el cercano camposanto.

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